Lloraba. Grandes lágrimas caían como dagas plateadas, rasgando el paisaje
desolador y oscuro de su habitación. El dolor era insoportable. Las lágrimas
formaban un pequeño charco, iluminado por la tenue luz de la luna que
observaba, impotente, el rastro de esa miseria.
Gotas rojas
manaban de sus innumerables cortes en sus brazos. Las cicatrices no acaban
nunca de desaparecer: las exteriores se pueden cubrir con ropajes, con crema y
vendas; pero otras rasgan el corazón, son invisibles a los ojos, cicatrices internas que van royendo los órganos y los huesos, dejando una cáscara, un envoltorio hueco y vacío.
Estaba en
una gran sala llena de libros. Grandes volúmenes decoraban la habitación. Necesitaba buscar consuelo entre las hojas y las palabras para obviar el terrible dolor que se agolpaba en su costado. Libros de todo tipo: cuentos, novelas, poesía… inundaban las estanterías. buscar consuelo entre sus páginas y sus versos podía ayudarle: cantos a la muerte, canto al dolor, descripciones precisas sobre la pérdida, cuentos sobre el más allá... miles de narraciones que pueden ayudarle a describir cómo se siente. Cogió un gran libro de tapas negras.
Cogió el
volumen, lo hojeó. Era una pequeña novela de su padre. Él había muerto hace
unos años a causa de un cáncer. Pese a aquella enfermedad, su padre no perdió
su aire juvenil y su gran sonrisa.
El recuerdo
de su padre muerto le hizo sollozar. El dolor nunca había desaparecido y volvía siempre en los momentos de desesperación. Un dolor recurrente, que dejaba huella y cicatriz, una herida abierta que siempre estaba allí y a pesar del paso del tiempo, reaparecía una y otra vez. Sabía que era difícil mantenerse en equilibrio, caminando por la cuerda floja de la razón, mientras el dolor se convertía en un peso que amenazaba con precipitarlo al vacío y al abismo.
Lanzó con
furia aquel tomo que chocó contra la pared. Todo lo aprendido no le había servido
para nada. ¿Qué importaban aquellos libros que lo único que hacen es evadirte
de la realidad como si fuera una droga? Los músculos del cuerpo en tensión, los dientes apretados, la sangre hirviendo, mirada congelada, dispuesto a todo y el arrepentimiento que llega tarde, eran fases que ya había experimentado antes pero que volvían una y otra vez, una tras otra cabezada contra la pared.
Se hallaba en la iglesia, solo. El párroco
se acercó al ver que sollozaba.
- ¿Qué te
pasa, hijo mío?
- Mi padre
está muy enfermo- contestó.
- No te
preocupes- le consoló el religioso- Después de esta vida hay una vida mejor,
donde todos los hombres se dirigen a la casa de Dios, que ha sido quien los ha
criado y salvado gracias a su hijo Jesucristo.
- Pero yo
no quiero que se muera- dijo, llorando.
- La vida
es efímera, pero siempre nos espera un lugar mejor.
¿Un lugar
mejor? ¿Qué lugar mejor? Su padre se hallaba metido en una maldita caja de
pino, muerto y enterrado. ¿Ese era un lugar mejor? ¡Maldita sea el ser humano
que cree tener respuestas para todo¡ La muerte puede ser un nuevo camino, pero eso no alivia el dolor ni la pérdida: el miedo, la impotencia... todo ello se transforma en rabia que ayuda a aliviar toda esa ira que supone el darse cuenta de tu partida y de mi inmensa soledad. sermones de otras vidas, de otros lugares nunca ayudan.
Se dirigió a
la biblioteca. Descargando su furia, cogió volúmenes de libros, rompiendo las
páginas, arrancando encuadernaciones, derribando estanterías… La lectura nunca
consuela la pérdida de un familiar cuando la rabia y el dolor se agolpan en tu costado. No hay suficientes palabras para describir lo que significa una pérdida tan grande. La tristeza deja paso a la rabia, a la impotencia, ala desesperación, al miedo a las nueva situación que surge ante tus ojos.
Lograr el consuelo no es una tarea sencilla ¿Acaso iba a
encontrar consuelo leyendo a Unamuno, a Larra, a Quevedo, a Santa Teresa, a los
grandes místicos…? ¡Qué se fuera al carajo! Esos eran los intelectuales,
personas que tratan de imponer sus ideas al resto de la humanidad, criticando
todo aquello que es contrario a sus dictámenes, creyéndose una especie de
salvadores de la humanidad, pero que desconocían cómo se sentía en ese momento. Quizás luego los leyera, pero en ese momento la rabia dominaba su ser y necesitaba salir, brotar para dejar paso al dolor y la tristeza.
Alzó los
ojos. La furia se desbordaba por sus órbitas. La pena había sido ahogada, pero de ella había brotado una llama roja de odio, rabia y dolor. Esa llama iba extendiéndose como una llamarada que necesitaba yesca seca para prender y arrasar todo a su paso. Como un incendio voraz y hambriento. Luego llegarían las lluvias para eliminar toda huella de su existencia y convertir en humo y cenizas todas su obra, pero en ese momento las llamas necesitaban devorarlo todo para purgar y limpiar todos los matojos y yesca seca. La herida de la culpa se abrió y volvió a recordar el dolor, volviéndose a sentirte mal, sintiéndose un error humano.
Iba a pasar, independientemente de lo que él quisiera, independientemente de lo que sintiera: Ni siquiera ahora era capaz de decirlo. Ni aunque hubieran hablado. Ni aunque lo hubiera sabido todo el tiempo. Porque claro que lo sabía, claro que lo había sabido, por mucho que hubiera querido creer que no era verdad, claro que lo sabía. Pero aun así no podía decirlo. ¡Ya no puedo soportarlo más! ¡No puedo soportar saber que se ha ido! ¡Quiero que pase ya! ¡Quiero que todo esto se acabe! Él seguía vivo. Lo cual era lo peor que podía haber pasado.
Arrancó con
furia las páginas de los libros esparcidos por el suelo. Los papeles arrancados formaban grandes
montones que, lentamente, iban creciendo más y más, formando una alfombra de historias olvidadas y dolor que iba creciendo poco a poco en el suelo de la habitación.
El sudor brillaba en su rostro, las manos estaban sangrando de los cortes de las hojas arrancadas y no brotaban ya más lágrimas de sus cuencas secas. Ríos de sudor, sangre y lágrimas corrían por su cuerpo y el suelo eliminando toda su rabia y dolor y se convertían en un pequeño charco. Cansado de
la rabia, del sufrimiento y del dolor, lanzó un grito que resonó en toda la
habitación:
Dios, dios, dios. ¿Dónde estás? ¿por qué te escondes?¿Por qué te has llevado a mi padre?