La mañana despuntaba fresca. Un día normal. Un día monótono más para las miles de personas que se levantaban temprano para acudir a su jornada laboral. Un día más como otro cualquiera. Nada indicaba qué iba a pasar.
Como cada día, me desperté y me preparé para ir al trabajo. Un día más ¿o no? Algo pasaba, algo no iba bien, aunque no sabía qué. Me sentía agobiado por un presentimiento de que algo terrible había ocurrido o estaba a punto de ocurrir. Pero ¿de qué se trataba? No lo sabía: no sabía era un mal sueño y o una premonición. O simplemente paranoias mías.
El camino hacia la fábrica era largo y monótono. Un viaje aburrido donde una interminable fila de edificios y calles vacías me recibían soñolientas, despertándose con mi llegada y el lento eco de mis pisadas en el frío suelo. Un recorrido ya conocido, recorrido realizado desde hace años. Un día más.
Llegué por fin a mi destino. Un gran edificio gris, tristón y pagado que llevaba recibiéndome durante más de veinte años. Un día más. Otra jornada más.
…
Dentro me recibieron mis compañeros con indiferencia. Miradas vacías y huecas, más de autómatas que de seres humanos; puede que el trabajo nos haga libres pero acaba convirtiéndose en una monotonía larga que lentamente vacía nuestro espíritu hasta dejar solo una cáscara de lo que fuimos. Tantos años, tanto tiempo haciendo lo mismo que se nos distingue entre el mobiliario y la maquinaria, pero es necesario, es una obligación. Vender nuestro trabajo por la supervivencia, trabajar para sobrevivir, para comer, pagar las deudas y volver al ciclo eterno que mes a mes se repite haciendo nuestra existencia una agonía que lentamente nos deshumaniza y al final no ningún observador neutral puede distinguir entre maquinaria y operario, siendo ambos eslabones de una cadena de producción que nunca termina.
Iba a ser un día más. Otra jornada más. Como alguien dijo alguna vez: Cuando el trabajo es un placer, la vida es una alegría. ¡Cuando el trabajo es un deber, la vida es esclavitud! No recuerdo a su autor pero después de tantos años la monotonía acaba convirtiéndose en tu única compañera, siempre te acompaña, es una eterna compañera de viaje que siempre está allí, pero, bueno, debo prepararme para rendir al máximo este día. Voy a tomar un café a ver si me despejo. Tomo tanta cafeína que creo que me he vuelto adicto, la necesito como el aire o como el agua. Esta dependencia no puede ser buena, pero es necesaria, si no sé qué podría hacer. La falta de sueño, el cansancio acumulado, antidepresivos… un cóctel explosivo e inestable que puede estallar en cualquier momento. Pero no es el momento. Un café caliente me ayudará a sobrellevar la jornada. Lo necesito. Estoy muy cansado.
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El tiempo transcurría lentamente. Los segundos se convertían en minutos, los minutos en horas, mientras el día iba pasando y nuestra energía vital iba siendo succionada por la maquinaria y engranajes de la empresa, eterna rueda de Sísifo que cae siempre por la ladera cuando llega a su destino. Cada día lo mismo. Nada indicaba que ese día iba a ser diferente. Un día más. Una semana más.
Saludé a algunos compañeros que pasaban por mi lado. Entre ellos, había un chaval nuevo, un novato. Carne fresca para la fábrica y un aire fresco para los que estábamos allí. Su juventud, sus ganas de comerse el mundo, sus ideas frescas nos daban una vitalidad que nunca habíamos sentido. La ilusión y la esperanza volvieron a aparecer en algunos de los rostros, rostros cenizos donde el color revivía las calaveras huecas que siempre nos miraban cada mañana, una sensación de frescura que nos ayudaba a respira y oxigenaba nuestras mentes.
Su risa y su buena sintonía era una esperanza para todos aquellos que, por una razón u otra, parecía que habían abandonado su humanidad para convertirse en autómatas. La sangre volvía a fluir por sus venas dándoles ganas de vivir y una razón más allá del trabajo y la pura supervivencia. Nada indicaba que ese día iba a ser diferente
Un ruido sordo nos sobresaltó, rompiendo las cadenas que nos ataban a nuestro letargo. Un sonido seco rompió la monotonía de la fábrica. Nos dirigimos rápidamente a ver qué había sucedido. La imagen que vimos nos sobrecogió el corazón. En el suelo, tumbado en un charco de sangre junto a un cascote yacía el cuerpo del novato. Sus ojos ahora vacíos miraban al horizonte, mientras el cuerpo antes lleno de vitalidad ahora no era más que una cáscara vacía inerte en el suelo frío de la fábrica. Las lágrimas empezaron a aflorar en unos rostros secos, dando vida a unos cuerpos inertes que parecían despertar de un largo letargo dándose cuenta del mundo que les rodeaba, precipitándose contra el frío suelo tras abandonar su nube de éxtasis. Cogimos el cuerpo y lo envolvimos con una sábana blanca que acabó tiñéndose de rojo púrpura mientras portamos el cadáver del chaval: los gritos y las lágrimas nos acompañaron durante el viaje, ignorando los gritos de los capataces que nos indicaban que volviéramos al trabajo.
El improvisado cortijo fúnebre recorrió lentamente el camino que separaba la fábrica hasta la morgue. El dolor, la rabia, la impotencia… iban apareciendo durante el camino. La culpa surgió entre nosotros como un peso nos lastraba cada vez más. "La culpa es como un saco de ladrillos: solo hay que descargarlo.” Es una de las frases que me repetía a mí mismo más de una vez. Sin embargo, qué fácil parecía decirlo y qué difícil era ponerlo en práctica. Veo esa oscuridad fría y vacía que se extiende hasta el infinito y veo que estamos solos. Vivimos nuestras vidas, puesto que no tenemos nada mejor que hacer, pero una vida basada en la supervivencia. Más adelante, ya les buscaremos un sentido. Venimos de la nada; Tenemos hijos, que se encuentran atados a este infierno al igual que nosotros, y volvemos a la nada. No hay nada más. La existencia es algo fortuito. No hay ningún patrón salvo el que imaginamos cuando nos quedamos mirando fijamente durante mucho tiempo. No tiene ningún sentido, salvo el que decidimos imponer. Este mundo que vaga a la deriva no está moldeado por vagas fuerzas metafísicas. No es Dios quien mata a los hombres. Ni es el destino el que los despedaza, ni es la casualidad la que se los da de comer a los perros. Somos nosotros. Sólo nosotros.
Esa idea surgía en cada uno de nosotros: polvo eres y en polvo te convertirás, ganándote el pan con el sudor de tu frente, mientras otros sorbían ese sudor con sangre para alimentar su riqueza a través de nuestro dolor y sufrimiento.
El cortijo avanzaba lentamente y llegó por fin a su destino. Enterramos al chaval con las primeras luces de la tarde. Una sombra cayó sobre nosotros, pero seguro que no era nada importante.
…
La mañana despuntaba fresca. Parecía que iba a ser un día normal. Un día monótono más para las miles de personas que se levantaban temprano para acudir a su jornada laboral. Un día más como otro cualquiera. Pero esta vez no era así.
Todo estaba tranquilo. El silencio impera por la fábrica cuando días antes el bullicio era lo habitual El ruido del tráfago de la fábrica había desaparecido misteriosamente. El transporte estaba en silencio: no había ningún alma Pero no, el silencio era demasiado absoluto. Algo hacía presagiar que no era un día normal.
La empresa había intentado por todos los medios posibles olvidar el brutal accidente. Tras una rueda de prensa donde indicaron su intención de mejorar las medidas de seguridad, preguntados por ese suceso la empresa indició que ese suceso había sido algo fortuito y que no era lo habitual. El dolor y la rabia brotaron en nuestro interior como una furia roja que quería arrasar con todo a su paso. No era la primera vez que sucedía esto, pero la muerte del chaval había sido el detonante. Demasiado dolor, demasiado sufrimiento, demasiad indiferencia por parte de aquellos que nos veían como ganado, como un elemento más de su propiedad.
Los patrones son tiranos. Aquí le aprietan a uno el cuello; en el campo insultan al jornalero, le escatiman el jornal, le dan a comer lodo y por remate le violan a sus hijas. Todo anda de esta manera. Yo no sé cómo no ha reventado ya la mina que amenaza al mundo, porque ya debía haber reventado. En todas partes arde la misma fiebre. El espíritu de las clases bajas se encarnará en un implacable y futuro vengador. La onda de abajo derrocará la masa de arriba. La Commune, la Internacional, el nihilismo, eso es poco; ¡falta la enorme y vencedora coalición! Todas las tiranías se vendrán al suelo: la tiranía política, la tiranía económica, la tiranía religiosa. Porque el cura es también aliado de los verdugos del pueblo. El canta su tedeum y reza su paternoster, más por el millonario que por el desgraciado. Pero los anuncios del cataclismo están ya a la vista de la humanidad y la humanidad no los ve; lo que verá bien será el espanto y el horror del día de la ira. No habrá fuerza que pueda contener el torrente de la fatal venganza.
Era la gota que colmaba el vaso. Habíamos dado lo mejor de nuestra vida por ellos, por los dueños, sacrificando nuestras vidas y nuestra vitalidad y ¿Qué habíamos recibido a cambio? Pobreza, hambre y las enfermedades: eso es lo que conseguimos a cambio de nuestro trabajo. Todo está contra nosotros, día tras día, toda nuestra vida; reventamos en el trabajo, en el fango, en el engaño, mientras que otros se llenan y se divierten al precio de nuestro dolor y nos tienen como perros encadenados, en la ignorancia, porque no sabemos nada, y en el terror, porque tenemos miedo de todo. ¡Nuestra vida es la noche, una noche sombría!
Habrá que cantar una nueva marsellesa que como los clarines de Jericó destruya la morada de los infantes. El incendio alumbrará las ruinas. El cuchillo popular cortará cuellos y vientres odiados; las mujeres del populacho arrancarán a puños los cabellos rubios de las vírgenes orgullosas; la pata del hombre descalzo manchará la alfombra del opulento; se romperán las estatuas de los bandidos que oprimieron a los humildes; y el cielo verá con temerosa alegría, entre el estruendo de la catástrofe redentora, el castigo de los altivos malhechores, la venganza suprema y terrible de la miseria borracha!
La manifestación empezó sin autorización, como una concentración más. Poco a poco miles de personas se sumaron a esta improvisada marcha que transcurría lentamente por las calles y avenidas. Levantando los puños, manifestamos nuestra rabia y dolor. La policía hizo su aparición, intentando separarnos Nos empujaban por el cuello, por la espalda, nos pegaban en los hombros y en la cabeza.
Pero el dolor no importaba. No era nada comparado con todo lo que habíamos sufrido. Tanto dolor y sufrimiento no eran nada. ¿Por qué tenía que haber muerto ese chaval? ¿Por qué? Tenía toda la vida por delante. Una vida que podría haber sido mejor que la nuestra. No era justo. No era la primera vez, pero esta vez no estaríamos quietos y callados. No permitiríamos que volviera a pasar. Nadie debería sufrir en sus carnes lo que habíamos pasado.
Seguimos avanzando. La multitud fue recibida por una avalancha de palos, gritos y sangre que salpicaba el suelo. Pero seguimos avanzando. No podíamos seguir como hasta ahora. Se lo debíamos al chaval, a todos aquellos que cayeron y sufrieron, a sus familias que dependían de ellos, a todos aquellos que luchaban por sobrevivir, trabajando por un miserable salario para llevar pan a sus casas. No podíamos parar.
Mira a tu alrededor. Observa a tus compañeros. ¿Qué sensación te dan sus ojos?. De que no se arrepiente del delito que ha cometido. Seguramente porque no ha cometido ninguno, porque es un obrero que se afilió a un sindicato. Esa mirada es por lo que he traído aquí. Esa es la mirada que tenemos que tener.
La pobreza, el hambre y las enfermedades: eso es lo que recibe la gente a cambio de su trabajo. Todo está contra nosotros, día tras día, toda nuestra vida; reventamos en el trabajo, en el fango, en el engaño, mientras que otros se llenan y se divierten al precio de nuestro dolor y nos tienen como perros encadenados, en la ignorancia, porque no sabemos nada, y en el terror, porque tenemos miedo de todo. ¡Nuestra vida es la noche, una noche sombría!
¡No temáis nada! No hay tormento peor que el que respiráis durante toda vuestra vida... ¡La razón no puede ahogarse en sangre! No se apagará la verdad bajo mares de sangre... ¡En vuestra locura no amasáreis más que odio! Y caerá sobre vosotros... Los pobres del mundo...
Cargaron los antidisturbios y la batalla apareció ante nuestros ojos. La vorágine nos rodeó y arrastró hacia al fondo mientras intentamos zozobrar ante la creciente marejada. Nos rodeaba una multitud que se ahogaba en un torbellino de gritos, de aullidos, de sonar de silbatos. Una sensación espesa y ensordecedora penetró en nuestros oídos, llenó nuestras gargantas, ahogándonos. El suelo huyó bajo nuestros pies, hundiéndose; nuestras rodillas vacilaron y nuestro cuerpo, estremecido por las quemaduras del dolor, se tambaleó sin fuerzas. Pero nuestros ojos brillaban aún, veían una multitud de otros ojos que ardían con un fuego vivo y osado que conocíamos bien, un fuego querido a nuestro corazón.