Todos somos piedras y todos somos árboles. Somos
piedras que se asientan fuertemente en la tierra de nuestra mente
mientras el tiempo nos va erosionando, lentamente, con el agua de lluvia
y el frío de nuevas ideas, los vientos de cambio que transforman
nuestra silueta llevando partes desconocidas para nosotros y creando
seres abstractos. Las piedras muestran nuestra silueta, nuestra fachada exterior ante el resto del mundo.
Somos, también, árboles porque nacemos de semillas y
nos cultivan en un terreno previamente abonado en nuestra mente donde
caen lluvias de ideas. Ideas que brotan y van creciendo lentamente asentándose en nuestra materia gris, formando nuestro cuerpo y forjando nuestro carácter; prejuicios que van desechándose a medida que crecemos, como ramas mustias. Con el paso del tiempo, el árbol va creciendo buscando la luz del sol y la lluvia que riega nuestros pensamientos y la sabiduría que ilumina nuestras mentes, permitiéndole crecer y brotar lentamente.
Necesitamos podar las ramas de nuestro árbol,
desechando así viejas ideas y permitiendo que broten nuevas ramas que
permitan florecer nuevas ideas, haciendo crecer nuestro cuerpo y nuestra
mente. La mente es ese gran árbol que va creciendo si le riega con el agua del conocimiento y se le va podando con las tijeras de la sabiduría para que dé esos frutos que no dejan de ser nuestro legado a futuras generaciones, ya sea en forma de conocimiento o en forma de sentimientos y recuerdos de nuestra persona.
Y, a pesar de que muramos, no caemos en el olvido pues volvemos a ser tierra donde servimos de abono para futuras generaciones, recordando el viejo dicho bíblico polvo eres y en polvo te convertirás, dando nuevo calor a la tierra que las futuras generaciones beban de nuestro legado.
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