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martes, 23 de septiembre de 2025

ATARDECER

Entré al agua una tarde de otoño, descendiendo del lecho áspero del río, entre guijarros y arbustos, hasta donde, ya blando por el limo, el río lame la orilla. El agua fría relaja los músculos y despierta a los nervios, ansiosos por encontrar algo de calor mientras el corazón bombea sangre a los miembros para que sigan funcionando. Como un gato en un saco, mi cuerpo se hunde. Es una rendición. Y mi tiempo se ve cegado por un remolino de dolor. Ven, amor, y recíbeme en tu abrazo líquido, y en el silencioso vaivén me arrullas, suavemente. Finalmente, es una pausa. Y sueño. Tu cama es descanso.

Sobre la superficie del río hay un lecho arrugado de hojas y ramas, como un nido desgastado, que se arremolina suavemente.Debajo está el lecho de arena suave que recorro, siguiendo mis pasos en la bruma de un cielo neblinoso. El color oscuro y verde del agua se aferra a mi escasa ropa.

Me refugio en tus abrazos, abrazos que me proporcionan calor y sustento. Los días, las horas y los minutos siguen pasando para todos, pero no para nosotros, prisioneros de este momento donde la imaginación se desata, con el corazón en un torbellino, tocando el cielo y el infierno, la alegría y la desesperación, sin saber qué nos espera al final de un viaje suspendido entre las nubes. ¿Caeremos? ¿Ascenderemos a las estrellas? todo da igual porque me siento seguro abrazado a ti, con mi cabeza descansando sobre tu pecho y tus suaves brazos rodeando mi fatigado cuerpo.

Ser de luz. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes, fuegos pequeños, y fuegos de todos los colores. Hay personas con un fuego sereno, a quienes no les importa el viento, y personas con un fuego loco, que llenan el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos necios, ni encienden ni queman. Pero otros queman la vida con tal pasión que es imposible mirarlos sin entrecerrar los ojos; y quien se acerca, arde en llamas. He visto pasar a mujeres, el presente y el futuro, los paisajes y los postes de telégrafo,he visto el día y la noche transcurrir en silencio.Iré a alguna estación loco por estos cambios de color y línea para comunicarme contigo que al quincuagésimo kilómetro del amarte amé como la primera vez.

Naciste mujer. No lo pediste, te dieron una orden de expulsión intachable, marcada con el rojo del pecado, pero eres tú, más allá de los pechos y el sexo. Serías mujer, aunque estuvieras moldeada y articulada en el nudo de una corbata. Hija de la contradicción, niña despótica, adolescente modesta, adulta dulcemente erótica, en noches de luna, tiernamente sádica. En la disputa de fuerzas, no tienes género, declinas como dicta la naturaleza. Solo tienes un defecto: no puedes permanecer desnuda sin querer reducir a cenizas a quien se demore demasiado en mirar bajo las madejas de piel, inmune al engaño de los sentidos, el laberinto de mi verdadera belleza.

Mientras tanto, los relojes envejecen, los calendarios se rompen, los años pasan, ajenos a nuestra ausencia, y como un clavo oxidado y obsesivo, el objeto de nuestra espera parece cada vez más lejano e inalcanzable. Hasta que un día se presenta, y después de tanto tiempo imaginándolo, nos encontramos sin estar preparados para aceptarlo. Nunca es como deseábamos; a veces es más feo y decepcionante, otras veces magnífico y sorprendente. La vida, de una forma u otra, demuestra ser una guionista suprema, más allá de nuestras capacidades, capaz de inventar mejores conclusiones, quizás más dolorosas, pero decididamente más interesantes. Escribe sus extraordinarios guiones mientras creemos no estar presentes, mientras nos consumimos en la ausencia presente, en la emoción de tocar nuestros sueños, solo para luego, con un golpe maestro, hacernos descubrir que nunca hemos estado tan vivos como cuando creíamos no estarlo.

El tiempo de espera, el tiempo en que estuvimos suspendidos entre el cielo y la tierra, es lo único que recordamos, a menudo con nostalgia y ternura. El tiempo en que todo aún podía ser y llegar a ser es el único atisbo de eternidad que se nos concede. Aquí hay átomos que nacen en el cielo, espontáneamente;
y se reúnen: entonces, muchas figuras se alzan y sus rostros se transforman, adaptándose.

Así es como crecen y oscurecen la serenidad del mundo cuando soplan en el aire; y parecen gigantes volando sobre sombras densas o grandes montañas con picos escarpados que se extienden más allá de los rayos del sol, o tal vez otros monstruos colgantes. Apoyo mi cabeza en tu hombro: acariciame con un gesto lento, como si tu mano recorriera un largo pergamino invisible. No solo sobre mi cabeza: en todos los frentes. Qué dolor de tormento y fatiga en estas ciegas caricias, como hojas amarillas de otoño en un charco que refleja el cielo.

La diafanidad del ambiente nos iba acercando, aquella tarde los montes oscuros y los cielos descoloridos, mientras el lejano ánsar nos enviaba, susurrante y distinta, la canción de sus últimas hojas: Podíamos tocar con las manos la majestad de las cumbres, la tristeza del celaje y el coloquio del río con la fronda moribunda. Entrelazados, como un único ser, una unión irrompible, un eterno y duradero nudo gordiano, un eslabón irrompible, símbolo de nosotros.

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