La sexualidad en las sociedades primitivas está cargada de sacralidad, porque es el medio de participar en la fecundidad de la Naturaleza y en el gran misterio de la continuidad de la vida. Los europeos, fueran colonizadores o misioneros, no lo entendieron y quedaban espantados ante lo que consideraban espantosas aberraciones.
En las islas de la Polinesia, los europeos se sentían atraídos por la belleza natural y, otros, horrorizados llamaron a la isla Tahíti la Sodoma de los mares del Sur. Los ritos los llevaban a cabo grupos de adolescentes, institucionalizados socialmente, cuyo objetivo era la práctica festiva, itinerante, de ritos eróticos en nombre del dios Oro, personificación de la fertilidad.
Los ritos incluían bailes, cánticos, y la práctica del amor libre. Los misioneros, que no llegaron a comprender el componente religioso de estas ceremonias, presentaban a los arioi como grupos de adolescentes dedicados al vagabundeo libidinoso.
La prostitución no existía en Tahití cuando llegaron los europeos, pero la acogida sexual de las muchachas era extraordinaria. Para tranquilizar sus conciencias los blancos comenzaron a pagar a las indígenas por sus favores. Cuando éstas se dieron cuenta de que, lo que daban de balde y como muestra gratuita de hospitalidad podía hacerse de manera remunerada, decidieron aprovechar tan inesperada bendición del cielo: y la prostitución quedó institucionalizada.
Podrían ponerse innumerables ejemplos del terrible impacto que para los oceánidas supuso la introducción del cristianismo, tan rígido en su moral sexual. En Micronesia, por ejemplo, en las islas Ellice y Gilbert, los jefes de los clanes, en determinadas circunstancias, compartían su esposa con su hermano o con un amigo. A veces tomaban como esposas secundarias a cuñadas que, por ser poco agraciadas o por cualquier otro motivo, tenían dificultad para encontrar marido. Los misioneros las convirtieron en adúlteras, creándoles infinitas angustias.
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