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miércoles, 13 de noviembre de 2024

DE COLONIAS A NACIONES: IBEROAMÉRICA Y LA CONSTRUCCIÓN DE LOS NUEVOS ESTADOS

La mayor parte de las colonias americanas de los dos imperios ibéricos culminaron sus procesos de independencia durante el primer cuarto del siglo XIX. Aunque se desarrollen prácticamente a la par, los procesos de emancipación de Brasil y de las colonias españolas tomaron rumbos diferentes: Brasil acabó por convertirse en una única monarquía parlamentaria, mientras que las colonias españolas se fragmentaron en diversas repúblicas. 

El vacío de poder generado en la metrópolis durante 1808 fue el detonante para iniciar la emancipación iberoamericana. Al constatar la indefensión ante la falta de tutela del Imperio, se inició un largo proceso en el que las élites criollas optaron por la independencia. 

Una serie de procesos externos actuaron como referentes: la emancipación de Estados Unidos, la revolución francesa y la independencia de Haití. A ellos hay que unir otras causas internas que distanciaron a las colonias de sus metrópolis como fueron las reformas administrativas y económicas iniciadas por los Borbones y los Braganza a mediados de 1700. Asimismo hay autores que contemplan las luchas indígenas como movimientos precursores de la independencia. 


Ideas Y Contexto 

A las revoluciones políticas y tecnológicas de finales del siglo XVIII les acompaño una profunda revolución intelectual que se denomina Modernidad. Este proceso se gestó al margen de los círculos estamentales del Antiguo Régimen, sin la vigilancia de la Monarquía y de la Iglesia. A su vez, la imprenta permitió su difusión con gran celeridad. 

Fue en este ambiente donde, de manera individual y voluntaria, burgueses y aristócratas, comerciantes y funcionarios, letrados y clérigos debatieron sobre una serie de principios producto del pensamiento ilustrado. De entre ellos sobresale el de soberanía popular, es decir, que la soberanía reside en el pueblo. 

Alrededor de esta idea se incardinan conceptos como gobierno representativo, estado de derecho, colonialismo y republicanismo, definidos por matices diferentes según el espacio geopolítico en el que germinen. 

El sistema filosófico, político y económico que se expandió en Iberoamérica, estimulado por los principios de la revolución francesa y de las Trece colonias norteamericanas, el impulso de la Ilustración laica y el constitucionalismo gaditano fue el liberalismo y el republicanismo. Los intelectuales latinoamericanos confiaban en que una legislación bien elaborada fuera suficiente para regir una sociedad instaurando la libertad individual. 

Durante la consolidación de los procesos de independencia y la formación del pensamiento político iberoamericano, el liberalismo presentó un amplio abanico formal, desde el más extremista, anticlerical y jacobino, hasta el más conservador y doctrinario apoyado en la actitud reaccionaria de la iglesia Católica. 

En general, sus seguidores, en su mayor parte criollos, tendieron a un modelo intermedio, que pretendía el entendimiento con los sectores más moderados del conservadurismo. 

Por el contrario, el conservadurismo basado en un principio casi intuitivo de defensa del Antiguo Régimen, se afianzó entre los peninsulares, la Iglesia y parte de los criollos. La vuelta al absolutismo monárquico europeo posterior a 1815 reforzó esta tendencia entre las élites latinoamericanas. La necesidad de consolidar los gobiernos autóctonos fortaleció el conservadurismo; el orden resultaba imprescindible para desarrollar la economía y construir los estados-nación independientes. 

El viaje de las ideas ilustradas a América

Las ideas de la Ilustración llegaron a América a través de dos cauces, uno oficial, controlado por la corona y denominado “ilustración católica” y otra extraoficial o civil. El primero se caracterizó por un dirigismo estatal en los planos cultural y educativo, que se manifestó en un impulso laico otorgado a la educación. 

Por esta razón se fundaron diferentes centros de enseñanza superior. Éstos suplieron la docencia impartida por la Iglesia. Por otra parte, estas reformas facilitaron el contacto de las élites criollas con un cierto eclecticismo filosófico, la física moderna y la nueva cosmogonía, alejándose del aristotelismo y de la Escolástica dominante, mientras se formaban para gestionar la administración borbónica. En Brasil, la corona no promovió ningún centro universitario por miedo a crear focos de pensamiento autónomo, lo que resultó contraproducente puesto que las clases acomodadas optaron por enviar a los jóvenes a Coímbra y Salamanca, de donde regresaron con ideas aún más avanzadas. 

Respecto a la “ilustración laica”, hasta 1790 las ideas circularon con total libertad. Pero la Inquisición puso en marcha su maquinaria al arribar algunos conceptos nacidos tras la revolución francesa como, los principios generales sobre la igualdad de todos los hombres y las ideas contrarias a la quietud de los estados y reinos. 

Sin embargo, las ideas que posiblemente tuvieron mayor influencia fueron las de los fisiócratas, quienes defendían la preeminencia de las actividades agrícolas sobre cualquier otro sector económico. Difundidas por los clérigos españoles afincados en América tuvieron una gran acogida entre los criollos al estar la economía colonial sustentada por la agricultura y la minería. Los fisiócratas europeos eran liberales respecto a la economía pero se manifestaban muy autoritarios en cuanto a lo político, defendiendo formas de gobierno despóticas dispuestas a intervenir en lo económico y lo social. Estas tendencias conservadoras y autoritarias, necesarias frente a la falta de consenso entre las elites criollas y las dificultades de los grupos hegemónicos para gobernar, influirán en los futuros sistemas de gobiernos de los estados americanos. 

Las ideas ilustradas fueron penetrando en un grupo de criollos considerados como los “precursores” de la independencia. El primero en concebir “la libertad e independencia de todo el continente americano” fue en 1784 Francisco de Miranda, quien había leído a los filósofos franceses mientras realizaba el servicio militar en España. Miranda redactó en 1790 un plan de gobierno federal para aplicar a Hispanoamérica en el que definía el concepto de ciudadanía al defender el derecho a voto para los mayores de 21 años nacidos de padres libres. Éstos compondrían unas nuevas asambleas que gobernarían en todo el territorio, suprimiendo cabildos y ayuntamientos, así como gran parte de los tributos. Declaraba la libertad religiosa, aunque la religión católica romana seria la nacional. La federación estaría regida por una liga imperial y gobernada por dos ciudadanos, los Inca, nombrados para cinco años. 
Francisco Miranda

También destaca como precursor entre los criollos de ideas liberales Simón Bolívar. Nacido en Caracas, después de viajar por España, Europa y Norteamérica dedicó su vida a la independencia de la Gran Colombia. Inspirándose en la propuesta federalista de Miranda, su pensamiento político evolucionó hacia el conservadurismo. Asimismo el rioplatense Manuel Belgrano fue otro de los grandes lectores de los filósofos ilustrados; comenzó como un liberal pleno de entusiasmo para finalizar su discurso político como un convencido monárquico. 
Simón Bolívar

El contexto económico y social de la emancipación 

La estructura económica en América había permanecido prácticamente inmutable desde la colonización hasta 1750. La función de las colonias era la de producción y envío de materias primas a Europa y la absorción de las manufacturas ultramarinas enviadas a través de las metrópolis. 

A mediados del siglo XVIII los Borbones y los Braganza pusieron en marcha unas medidas liberalizadoras del comercio con el fin de recuperar el dinamismo económico peninsular. En respuesta a los progresos de la revolución industrial era imprescindible aumentar la producción colonial e incorporar al mercado mundial nuevos recursos productivos de zonas tan marginales como Venezuela, Río de la Plata, El Salvador, Ecuador o el Alto Perú y sus planicies costeras que aportaban cacao, añil, cueros, azúcar y algodón. El azúcar y el algodón, explotados según el modelo esclavista, gozaban de una posición destacada. De todas formas, los metales preciosos seguían siendo el elemento esencial de la exportación y gracias a estas reformas económicas, la entrada de metales al tesoro español se duplicó. 

Además, Carlos III reorganizó el sistema impositivo y la recaudación de la alcabala (impuesto indirecto sobre cualquier tipo de compraventa), monopolizó el tabaco, incrementó la extracción de plata y aumento el control sobre el comercio de cacao, el azúcar y el café. Para aplicar sus reformas en las regiones limítrofes del Imperio reordenó el territorio de los dos nuevos virreinatos escindidos del inmenso del Perú: el de Nueva Granada y el de Río de la Plata. Las reformas obtuvieron un resultado espectacular pues durante el primer decenio, de 1778 a 1788, el tráfico de mercancías se multiplicó y supero al comercio ilegal. Desgraciadamente, veinte años después, en 1808, la situación era bastante peor porque la metrópoli no era capaz de absorber la producción indiana ni su escaso desarrollo industrial le permitía abastecer de productos manufacturados al mercado de ultramar, lo que afectaba a la economía colonial. 


Asimismo la Corona se había interesado por la situación de la propiedad de la tierra y de la mano de obra, hasta el punto de iniciar una discreta reforma agraria. Por la Real Instrucción de 1754 se confirmaron las propiedades anteriores a 1700, aunque para las posteriores hubo que presentar títulos y pagos. Respecto a la mano de obra, los indios se beneficiaron con las leyes de las encomiendas al convertirse en propietarios de las tierras por las que pagasen tributos al rey. Las oligarquías terratenientes consideraron como una injerencia intolerable de la Corona tanto en los modos de producción como en la propiedad, manifestándose en contra de las pequeñas propiedades indígenas al perder parte de su mano de obra en régimen de semiesclavitud. Esta situación deterioró tanto el marco político y jurídico entre colonos y metrópoli que hizo inviable la convivencia. 

Peor aún resultó para una gran parte de los criollos la implantación en 1788 del libre comercio que iba destinado a los negociantes y mercaderes peninsulares. Al liquidarse el monopolio de Cádiz y Sevilla, los puertos catalanes introdujeron sus manufacturas en las colonias en detrimento de las americanas. 

Ciertamente se estimuló el comercio con la península al atenuarse el contrabando y se institucionalizó lo que venía sucediendo desde décadas atrás, pero aumentó todavía más el resentimiento de las élites criollas. Como consecuencia de esta política, la producción textil mexicana sufrió unos efectos catastróficos.

Por el contrario, la zona del Río de la Plata recibió un fuerte impulso al convertirse en suministradora de cueros y carne salada para exportar a las regiones esclavistas. De esta forma, las leyes del libre comercio forzaron una redistribución de los flujos comerciales internos en el subcontinente, modificando las relaciones interprovinciales e interregionales de las colonias, tanto entre ellas como con la metrópoli. 

Por otra parte, la mayor demanda agrícola supuso un aumento de la población esclava y un incremento en la explotación de la mano de obra indígena, lo que provocó levantamientos de negros y pardos. Para exacerbar aún más los ánimos, las leyes recogidas en la Constitución de 1812 relativas a las colonias, que impulsaban libertades como la abolición del tributo indígena o de los privilegios jurisdiccionales fueron mal recibidas por los oligarcas locales. Tras la invasión napoleónica, los criollos comenzaron a considerar inútil una metrópoli que no defendía sus intereses económicos ni de clase. 

Tampoco fue tan dramática la injerencia imperial, aunque sí resulto preciso considerar estos agravios para justificar el corte radical con España; agravios construidos a posteriori por las élites criollas contra la Corona. 

De ejecutar las órdenes se encargaban los peninsulares afincados en Hispanoamérica. A principios del siglo XIX suponían una pequeña parte de la población blanca, en su mayoría criollos. Desde esta perspectiva, la independencia fue la victoria de una mayoría, eso sí, minoritaria, frente al conjunto de la población americana. 

Las discrepancias que separaban a criollos y peninsulares resultaban bastantes nimias. Las pugnas eran más que nada ideológicas pues ni todos los peninsulares eran realistas, ni todos los criollos independentistas. El juego de intereses entre los poderes locales y regionales muchas veces era mayor que el enfrentamiento con la Corona o con sus representantes.

La situación varió al iniciarse el proceso emancipador. Los peninsulares fueron desposeídos de sus cargos públicos en las zonas controladas por los rebeldes, que comenzaron a llamarse patriotas. Si reconocían a los nuevos gobiernos revolucionarios, pagaban los impuestos para la revolución y apoyaban la independencia se les consideraba americanos. A los criollos que respaldaban a los realistas se les persiguió y muchos huyeron a España junto a los peninsulares. 

En realidad, el Antiguo Régimen en Hispanoamérica, a principios del XIX, era un modelo anquilosado, un sistema político que no fue capaz de canalizar las tensiones de los diferentes grupos para dar una mínima satisfacción a los distintos intereses sociales y económicos, étnicos y raciales. 


De la emancipación a la revolución y la guerra 

El proceso de las colonias españolas para convertirse en naciones se fraguó en dos etapas. La primera, la de emancipación, abarca desde 1809 hasta la derrota de Napoleón en 1815. Está definida por los análisis provincialistas y reformistas que realizan los intelectuales y políticos locales sobre las futuras naciones. La segunda se explica por la radicalización, al adoptarse la vía revolucionaria que desemboca en una guerra contra la metrópoli. Culmina con la independencia de Iberoamérica en 1825, excepto Cuba y Puerto Rico. 

Los estertores de un Imperio 

Al conocer los sucesos de Bayona y la revuelta del 2 de mayo de 1808 en Madrid, las colonias reaccionaron de manera similar a la metrópoli frente a la invasión francesa. El deterioro de la situación militar obligó a que en todo el Imperio se reconociera como autoridad suprema la Junta Central. Por primera vez una metrópoli convocaba a los representantes de sus colonias. La Junta decretó que las posesiones españolas de América eran reinos y provincias con los mismos derechos que los peninsulares. El Imperio quedaba definido como una federación de provincias cuya unión constituía la nación española a ambos lados del  Atlántico. También era una declaración formal del estatuto político de las colonias y sus habitantes. La Junta dispuso el envío de representantes a Sevilla desde las posesiones americanas para iniciar un proceso constituyente. Fue el acta de nacimiento de los procesos electorales del Imperio. A partir de ese momento, entre 1809 y 1814, se pusieron en marcha cinco procesos electorales distintos, que se convirtieron en un referente de participación ciudadana muy significativo para toda Hispanoamérica. 

La Junta decretó que el número de representantes para la Península fuera de 36 y 11 para las colonias. 

Las discrepancias y sublevaciones en lugares como Chile o Río de la Plata alargó tanto el proceso electoral que, al disolverse la Junta Central para constituir el Consejo de Regencia, y convocar elecciones a Corte Generales en enero de 1810, seguían sin resolverse. 

Pero el desequilibrio en el número de delegados acentuó las protestas de las élites criollas que negaron la legalidad del Consejo de Regencia al considerar el reparto discriminatorio. 

A esto se sumó, en los primeros meses de 1810, lo que parecía un hecho consumado, la derrota ante los franceses. La trágica situación condujo a la formación de juntas en América para convocar cabildos abiertos que reemplazaran a los antiguos gobernantes. Aunque las colonias seguían fieles a Fernando VII, se enfrentaban a la posibilidad de pasar a manos del gobierno francés. El futuro del Imperio era incierto y las élites criollas tenían que improvisar las relaciones con la metrópoli, dotarse de instrumentos de gobierno autónomo para controlar la situación interna de sus regiones y definir las actuaciones respecto a las oligarquías locales, a las castas y a los burócratas peninsulares. 



Un primer paso: el proceso emancipador 

Enseguida emergieron las diferencias entre fidelistas y autonomistas, iniciándose la revolución que llevaría a la independencia. Defendido por las milicias criollas que apostaron por la libertad de comercio y el fin de los privilegios de los peninsulares, el cabildo de Buenos Aires, el 25 de mayo de 1810, decretó la igualdad jurídica de blancos, indios y mestizos y sancionó su autonomía frente a España. 

Por el contrario, el miedo de las oligarquías criollas de Venezuela y Nueva España a los indígenas, mestizos, negros y pardos obligó a las clases altas a alinearse con los fidelistas, intentando evitar una situación como la haitiana. Por eso fracasó la primera revolución. Aun así, en Venezuela, Simón Bolívar se puso a la cabeza del movimiento, intentado conseguir de los ingleses el apoyo para su causa. Los británicos tampoco se resistieron demasiado, después de evaluar los beneficios del comercio directo con las colonias hispanas. En 1813 Bolívar declaró la guerra a muerte a los españoles, y tras huir a Jamaica inició allí la formación de un ejército. 

En Nueva España los intentos del cura Manuel Hidalgo, secundado poco tiempo después por el también sacerdote criollo José María Moleros, para alzar a 25.000 peones y mineros a favor del rey, la virgen de Guadalupe y en contra de los peninsulares, resultaron fallidos. Hidalgo declaró la abolición de la esclavitud por primera vez en América, la supresión del tributo indígena y la nulidad de las castas. Adoptó alguna reforma agraria como el retorno de las tierras comunales a las comunidades indígenas, lo que le alejó de los terratenientes. A las élites mexicanas se les escapó el control de esta insurrección agraria y los resultados fueron dramáticos llegando a masacrar a peninsulares y criollos en varias ciudades. La violencia apartó del movimiento a los segmentos elitistas. La intervención de las tropas imperiales terminó con la revuelta. 

 Manuel Hidalgo y José María Moleros (México)


A partir de diciembre de 1813, con el retorno de Fernando VII del exilio, comenzó un período de lucha, en este caso contrarrevolucionario, definido por el absolutismo y la imposibilidad de negociar con la Corona. 

En un primer momento, al Rey le resultó imposible reunir tropas para enviar contra las provincias sublevadas, pues la Península seguía envuelta en su guerra contra el francés. Pero, tras la caída de Napoleón en 1815, se organizó una expedición que arrasó todo signo evidente de rebeldía en Hispanoamérica, excepto en Buenos Aires. Los reductos revolucionarios insistieron en sus propósitos emancipadores. 

El trienio liberal que se inició en España el 1 de enero de 1820 con el pronunciamiento militar del teniente coronel Rafael Riego jugó a favor de la independencia. El levantamiento impidió que la flota concentrada para intervenir en las colonias se hiciera a la mar. La restauración absolutista de 1823 llegó demasiado tarde para restablecer una unidad imperial excesivamente debilitada. 

Tampoco resultó propicia para el viejo sistema la coyuntura internacional. Los ingleses, tras la derrota de Napoleón, decidieron apoyar abiertamente a los sublevados. Lo mismo ocurrió con Estados Unidos; después de su segunda guerra contra Gran Bretaña (1812-1815), que hizo incuestionable su independencia, resolvió ayudar a sus vecinos del sur. La compra de Florida a España en 1822 y la definición de su política exterior a partir de proclamar la doctrina Monroe (1823), sintetizada en “América para los americanos”, no dejaba ninguna duda sobre su posición frente a los imperialismos europeos. 

Un segundo paso: las independencias 

Como los propios libertadores desconfiaban de la capacidad de sus sociedades para constituir gobiernos republicanos modernos, decidieron organizar ejércitos capaces de vencer a los realistas y así obtener la autonomía. A base de campañas militares en que mestizos, indios y negros constituyeron el grueso del ejército, comenzó la segunda fase del proceso emancipador.

Tras decretar su autogobierno, en mayo de 1810, el cabildo de Buenos Aires pretendió separarse del virreinato de Río de la Plata pero sin conseguirlo: Montevideo continuó bajo el control de la marina española y Paraguay se retiró para proseguir su propio camino al declarar su autonomía. Dentro de la propia Buenos Aires, se desataron fuertes enfrentamientos entre conservadores y radicales, que se prolongaron hasta 1813 cuando se suprimieron los mayorazgos, la Inquisición y los títulos nobiliarios, a la vez que se otorgó la libertad a los hijos de las esclavas. Finalmente, el 9 de julio de 1816 en el Congreso de Tucumán se proclamaba la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, actual Argentina. 

Las luchas también se sucedieron en Chile, donde se enfrentaron los reformistas, que defendían una mayor autonomía dentro de la nación española, contra los revolucionarios, que querían la independencia total. En 1812 se refrendó un reglamento constitucional que reconocía la autoridad del rey de España además de establecer un Ejecutivo y un Legislativo unicameral. 

Un año después desembarcaba por el sur de Chile un cuerpo expedicionario peruano independentista que prácticamente tomó el país. Perseguido por el ejército realista al mando del general Osorio, hubo de refugiarse en Mendoza, al otro lado de la cordillera. Allí, José de San Martín, que acababa de llegar de España, organizó un regimiento muy eficaz y disciplinado para invadir Chile. En enero de 1814 San Martín atravesó los Andes, facilitando a Bernardo O’Higgins y a los independentistas chilenos la toma de Santiago.
José San Martín

El 5 de abril tras una encarnizada batalla en Maipú, se proclamó la independencia de Chile. 

Al mando del Ejército libertador de los Andes, San Martín decidió conquistar Perú. Para superar la barrera del desierto de Atacama, pidió apoyo a las flotas norteamericana e inglesa, y en agosto de 1820 desembarcó en Pisco. Allí se enfrentaron a los realistas que apenas opusieron resistencia. En julio de 1821 San Martín era proclamado en Lima protector del Perú independiente. Para ganarse a las oligarquías locales estableció un gobierno muy conservador que, sin embargo, consiguió la animadversión de los limeños. San Martín tuvo que solicitar auxilio a Simón Bolívar para culminar la independencia. En julio de 1822 ambos próceres se entrevistaron en Guayaquil, donde San Martín optó por abandonar Perú, exiliarse en Europa y dejar a Bolívar la tarea de concluir la emancipación. 

Bolívar ya había dominado Venezuela y Colombia. Con la ayuda de partidas del interior, de mercenarios ingleses y de esclavos a quienes había prometido la manumisión, se encaminó hacia Lima. 

Después de la victoria de Junín (Perú) el 6 de agosto de 1824, y la de Ayacucho (Perú) justo seis meses después, el general independentista Antonio José de Sucre derrotaba al virrey José de la Serna. Al año siguiente, el 1 de abril de 1825, en Tumusla (Bolivia), concluía el proceso independentista cuando el coronel Carlos Medinaceli acababa con el último bastión realista. Simón Bolívar, ese mismo verano de 1825, entró en el territorio de Charcas para dar nombre a un nuevo Estado: la república de Bolivia. 

Sucre

La emancipación mexicana 

Impulsada por las protestas india y mestiza, la emancipación mexicana fue distinta a la de América del sur. 

Tras el fracaso de la revolución emprendida por Hidalgo y Moleros, la crueldad del movimiento impidió quela oligarquía escuchara las reclamaciones campesinas. Aun así, Morelos dio a los proyectos independentistas una estructura ideológica con un contenido igualitario, religioso y nacionalista. Los mexicanos Morelos e Hidalgo fueron los únicos independentistas en todo el continente que intentaron una cierta alianza con las poblaciones indias y mestizas. 

Posteriormente, las disposiciones llegadas desde Madrid en 1821, durante el trienio liberal, provocaron una revolución conservadora. Las medidas contra la iglesia y la anulación de los fueros militares sublevaron a la élite criolla contraria a cualquier cambio que modificara el estricto orden impuesto. Un antiguo general criollo y realista, Agustín de Iturbide, pactó con el guerrillero Vicente Guerrero el llamado Plan de Iguala para proclamar la independencia adaptada a una monarquía, garantizar los privilegios de la Iglesia católica y propiciar la unión de las diferentes tendencias políticas: conservadores y liberales, rebeldes y realistas, criollos y españoles. Este compromiso sirvió de nexo para aglutinar a grupos muy heterogéneos hasta el punto de solicitar la independencia al virrey O’Donojú, a quien no le quedó otra opción que aceptarla. 

A las Cortes españolas llegó en febrero de 1822 la propuesta del Congreso Nacional mexicano para que un príncipe español iniciara una nueva monarquía. Pero las Cortes lo rechazaron, así como el Tratado de Córdoba, firmado entre Iturbide y O’Donojú el 24 de agosto de 1821 por el que México se constituía en un imperio con una monarquía constitucional moderada. De este modo se consumó la separación política entre México y España. Iturbide accedió al trono y fue coronado emperador de México como Agustín I en mayo de 1822. Pero al año siguiente México se declaraba república federal, separándose del resto de los países de las Provincias Unidas de América Central. 



La excepción brasileña 

Si bien el proceso emancipador brasileño se produjo a la par que el de las colonias españolas, posee unas características bien diferentes. También en Brasil a lo largo del siglo XVIII se habían articulado una serie de reformas para estimular la producción de azúcar e impulsar la de algodón. 

El 27 de octubre de 1807, Napoleón y Godoy firmaron el tratado de Fontainebelau por el que acordaron invadir Portugal, que se había opuesto al bloqueo continental contra Gran Bretaña. Ante el avance de las tropas napoleónicas, la familia real huyó a Brasil. 

Al convertirse Río en la capital del Imperio, a partir de marzo de 1808, se desarrollaron sus infraestructuras,se agilizó el cobro de impuestos y la administración de justicia, se abrieron el Banco Nacional de Brasil, varias Reales Academias y se creó la Biblioteca Real. Brasil se puso a la altura de cualquier corte europea. 

Un pacto político entre las élites, garante de una transición incruenta y una estabilidad económica y social, llevó a la independencia. Una vez resueltas las guerras napoleónicas, los notables brasileños se negaron a retornar a la situación preimperial y solicitaron en 1820 al príncipe don Pedro, que rompiera con la dinastía de los Braganza y se quedara en Brasil mientras la corte regresaba a Portugal. 

Así se hizo, y al ser nombrado regente, en 1822, destituyó al gobierno establecido y nombró uno probrasileño. A continuación, el 7 de septiembre de 1822 se proclamaba la independencia del Brasil. El 1 de diciembre, Don Pedro fue coronado emperador en Río de Janeiro con el nombre de Pedro I. Apenas sin violencia, y con tan sólo una pequeña oposición de unos cuantos reductos afines a la metrópoli, se alcanzó la independencia. 

Las tensiones entre la élite y el emperador saltaron enseguida debido a la disparidad de intereses. Se acusaba al monarca de estar demasiado cerca del entorno portugués. En diciembre de 1823, el emperador disolvió la Asamblea Constituyente y promulgó una Carta otorgada en 1824, lo que provocó la rebelión armada. El malestar de los federalistas, las pérdidas territoriales fronterizas, la incomunicación con el Parlamento, la crisis económica y las costosas intervenciones en los problemas sucesorios de Portugal, llevaron a Pedro I a abdicar en su hijo de 5 años el 7 de abril de 1831 y regresar a Portugal. Un gobierno conservador se ocupó de la regencia. En 1840 se declaró al régimen imperial como la mejor opción de futuro, al garantizar la integridad territorial del nuevo Estado, un régimen que duró cerca de 60 años. En 1899, una revolución republicana impuso la república federal. 



Tras la independencia, la desilusión: fragmentación política e inestabilidad institucional 

En 1825, tras alcanzar la independencia, los antiguos dominios se repartían en los siguientes estados: México, las Provincias Unidas de América Central, la Gran Colombia, Perú, Bolivia, Chile y las Provincias Unidas del Río de la Plata. Cada uno de ellos tuvo que definir su territorio, su sistema político y delimitar el modo de integración económica en el mercado local, regional e internacional. Pero las diferencias regionales y las disputas frustraron los proyectos panamericanistas. Las grandes potencias, sobre todo Inglaterra, también se ocuparon de que así fuera. 

En 1830 la Gran Colombia se dividió en tres repúblicas enfrentadas en guerras por asuntos territoriales: Nueva Granada (Colombia y Panamá), Venezuela y Quito (Ecuador). Además de la conciencia diferenciada que existía, se unió la falta de una red de transporte entre ellas. En los nuevos países la guerra había arruinado la ha cienda, los empréstitos extranjeros habían conducido a la bancarrota, no existía una mínima estructura estatal eficaz y demasiados militares estaban dispuestos a ocupar puestos relevantes en la vida pública. 

Gran Colombia

Las fuerzas centrípetas también trucaron el federalismo de las Provincias Unidas de América Central. 

Nacidas en 1823 y separadas de México después de la caída de Iturbide, los cinco países: Honduras, Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica, se rigieron por un gobierno y una constitución federal. 

Guatemala fue designada capital pero sus fuertes tendencias centralistas resultaron opresivas para el resto de las regiones. En 1838 la federación se desmembró cuando el congreso trató de fiscalizar las rentas de los estados. A partir de entonces se convirtieron en repúblicas independientes aunque, a lo largo del siglo XIX, intentaron sucesivas unificaciones, que resultaron inviables por las continuas disputas entre liberales y conservadores, las intrusiones de Estados Unidos e Inglaterra y el limitado desarrollo económico de la región. 



Tampoco fue posible el nacimiento de un estado único entre Bolivia y Perú. Bolivia se encontraba entre dos virreinatos, el de Perú y el del Río de la Plata. En 1828 se convirtió en un país independiente, gobernado por el general Andrés de Santa Cruz a partir de 1829. Partidario de la unión del Alto y Bajo Perú, en 1836 Santa Cruz aprovechó un período de anarquía en Perú para incorporar esta república a una nueva Confederación. Tanto la clase política peruana, chilena y argentina se opusieron y, tres años después, Santa Cruz fue derrotado por una expedición chilena. 

Algo después, en 1828, se separó de Brasil la República Oriental del Uruguay y la colonia española que había quedado dependiendo de Haití, la República Dominicana, en 1844 haría lo propio. 


Planteamientos y logros de los nuevos estados 

Al terminar el siglo XIX, Hispanoamérica se hallaba dividida en diecinueve naciones, gran parte de ellas sumidas en enfrentamientos entre los distintos grupos sociales. Los nuevos Estados nacieron condicionados por una economía de guerra. 

La tarea principal de los gobiernos fue la de obtener fondos para sufragar el coste de los ejércitos. Una vez pacificado el territorio, hubo que financiar el déficit arrastrado por cada conflicto e iniciar la construcción de los aparatos estatales que permitieran la gobernabilidad. También hubo que afrontar aspectos como el latifundismo, el caudillismo, el militarismo o la corrupción. Además de las fronteras y el control territorial,hubo que establecer patrones métricos y monetarios así como crear sistemas legislativos para variar los usos indianos en materia de propiedad y de contratación y las reglas para los intercambios entre las distintas repúblicas. Fue necesario abrir nuevas rutas de intercomunicación regional en las que el ferrocarril y el barco de vapor desempeñaron un papel relevante. Los ingresos aduaneros se convirtieron en la principal fuente de ingresos fiscales. 

Las guerras de independencia también generaron cambios sociales importantes. Aunque, en principio, los nuevos estados se negaron a abolir el sistema esclavista, por lo general se adoptaron soluciones de compromiso, como la prohibición de la trata o la libertad para los hijos de los esclavos. El alistamiento general obligó a los gobiernos a conceder amplias manumisiones hasta casi desaparecer los esclavos domésticos. Al resquebrajarse la disciplina en los emporios negreros y aumentar la dificultad de abastecimiento, a finales de siglo el sistema de producción esclavista prácticamente despareció. Las masas indígenas también se vieron afectadas por la independencia y aumentaron donde antes había grandes núcleos de población. 

La ruralización y la militarización fueron dos fenómenos emergentes en las nuevas sociedades que impulsaron el caudillismo y el fomento del clientelismo, ya existente en la época colonial, pero que amenazaba de manera continua a las democracias. La ineficacia y debilidad de los gobiernos impulsaron el nacimiento del caudillo como único garante de la estabilidad económica y social.

La revolución latinoamericana no fue una revolución económica, puesto que las estructuras productivas y mercantiles siguieron siendo las existentes antes de la emancipación. Tampoco fue la emancipación una revolución social, si bien la ruptura traumática con la metrópoli tuvo efectos no deseados en las relaciones sociales, éstos se debieron, en parte, a la movilización popular de los dos bandos antes de la guerra. 

Pero si fue una verdadera revolución política, basada en el nacimiento del ciudadano y de la ciudadanía y en cuestiones como la soberanía nacional, el gobierno representativo o el Estado de derecho. 

Pese a sus contradicciones, la sociedad colonial hizo posible el avance del proceso emancipador, provocando nuevas formas de representación basadas en el individuo. Por eso se apeló repetidamente a la ciudadanía para elegir autoridades y representantes populares mediante comicios. El nacimiento de la individualidad fue paralelo a la desaparición de los súbditos del rey y a la supresión gradual de las corporaciones del Antiguo Régimen. Las libertades y los derechos resultaron ser sobre todo individuales, afectando a todos los estratos de la sociedad. 

Lo importante de todo este proceso fue el asentamiento de las bases del desarrollo democrático en América Latina. Allí se votaba cuando apenas se hacía en Estados Unidos y en un reducido número de países europeos. Así pues, el origen revolucionario de las repúblicas latinoamericanas provocó en el pensamiento decimonónico una idea mítica: el ideal republicano, que estuvo en la base de las revoluciones del siglo XIX.


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