Los años veinte fueron una década de progreso, y también de reacción. La catastrófica Guerra Mundial —a la que siguió una pandemia con la que la actual crisis del coronavirus posee un notable paralelismo— despertó las ansias de vivir de la gente. En ningún otro momento del siglo XX fue el deseo de cambio tan intenso.
Los desajustes económicos de la guerra y de la paz (1919-1924)
La guerra tuvo graves efectos sobre la economía. Alemania vio liquidadas todas sus inversiones exteriores; las de Francia e Inglaterra, drásticamente reducidas. Antes de la guerra las inversiones exteriores de los tres eran 3/4 partes de los capitales mundiales exportados, es fácil imaginar la repercusión de las pérdidas en la riqueza de Europa y en la decadencia de sus posiciones mundiales.
Las enormes repercusiones financieras se deben a que, en vez de financiarse con aumentos impositivos, se hizo con recursos al crédito de los bancos centrales que incrementaron la oferta de dinero considerando como “reservas” los compromisos de pago de los gobiernos. En 1918 la oferta monetaria alemana había aumentado 9 veces; el déficit presupuestario seis y la relación entre billetes de banco y depósitos había caído de casi del 60 al 10%. Los resultados: inflación, depreciación de moneda y abandono de la paridad fija con el oro, antes fundamento de seguridad y fluidez de los intercambios internacionales. Esta situación se agravó por la intensa presión de las deudas intergubernamentales y por la política permisiva de los gobiernos, que sólo a partir de 1920-1921 comenzaron a adoptar medidas restrictivas de ajuste económico y financiero.
Los efectos de la contienda generaron cambios estructurales profundos, uno de los más importantes fue la ruptura del sistema económico internacional. Antes de 1914, a pesar de las prácticas proteccionistas y monopolísticas, había predominado una economía internacionalizada de libre mercado. Tras la guerra, los desajustes monetarios y el abandono del patrón oro liquidaron el principal instrumento de intercambio internacional. Los controles de los gobiernos sobre precios, producción, asignación de recursos y mano de obra, distorsionaron los mecanismos de mercado. En fin, el comercio internacional, denso y fluido hasta 1914, se vino también abajo; la guerra económica que implicó a las grandes potencias (Alemania, Inglaterra, Francia, Estados Unidos) desarticuló un escenario mercantil que antes de la contienda concentraba una gran parte de los flujos comerciales. El aislamiento de Rusia tras la revolución de 1917 quebró sus relaciones económicas con Occidente, hundiendo la actividad de los puertos bálticos. La fragmentación del imperio austrohúngaro desarticuló también las relaciones económicas de la Europa central. Por último, interrumpió también las relaciones dominantes de Europa occidental con los países de ultramar.
Europa perdió la hegemonía económica mundial, indiscutible en 1914. Los grandes beneficiarios fueron EE.UU. y Japón, que vieron aumentada su capacidad productiva, liquidaron gran parte de las inversiones extranjeras y pudieron expandirse por los mercados de ultramar que habían dejado las potencias europeas.
La superproducción fue otra consecuencia estructural de la contienda. El exceso de capacidad productiva se vio impulsado por la guerra. Las necesidades bélicas dispararon la producción en sectores de interés estratégico, mientras que la obligada sustitución de importaciones dio lugar a proliferación de industrias nacionales, que, rompiendo la especialización económica internacional, generaron excedentes. Los incrementos de productos primarios de ultramar para abastecer durante la guerra a los mercados europeos arrojaron, con la paz, una superproducción, que hundió los precios mundiales y arruinó al sector agrícola de los países abastecedores.
A las negativas consecuencias de la guerra se añadieron los efectos económicos de las decisiones de la paz. Las remodelaciones territoriales de Europa central y oriental resultaron onerosas, al crear unidades aduaneras y aumento de fronteras políticas. Estos nuevos Estados hubieron de crear legislaciones civil, comercial y fiscal, líneas de comunicación y monedas. El espacio económico del Imperio austrohúngaro se vino abajo y las políticas nacionalistas de los nuevos Estados añadían un factor de dislocación que entorpecería cualquier posibilidad de recuperar la unidad económica anterior a 1914.
Otro problema generado por la guerra y agravado por la paz fueron los pagos internacionales. La financiación de la contienda por los Aliados había dado lugar a un endeudamiento entre ellos. El principal y único acreedor neto era EE.UU., al que seguían Inglaterra y Francia. Por otra parte, la decisión de los vencedores de responsabilizar a Alemania de la guerra la obligaba a pagar las reparaciones por los daños infligidos a los Aliados y también las indemnizaciones por los gastos de guerra que había provocado. Una Comisión de Reparaciones estableció la desmesurada cifra de 33.000 millones dólares, contando que había perdido zonas estratégicas económicas.
Aunque EE.UU. rechazaba la vinculación entre reparaciones y deudas interaliadas, ésta era una realidad. Los pagos internacionales, por tanto, la economía mundial, se vieron comprometidos por las reparaciones. No sólo Alemania era incapaz de asumirlas, sino que la presión que ejercían sobre su economía desató una espiral inflacionista que puso la viabilidad económica de la nación al borde del colapso.
La economía de la paz se inició bajo inflación, herencia de la contienda, acentuada por las políticas permisivas de los primeros tiempos de posguerra. Los grandes déficits generados por la reconstrucción, gastos sociales y, en el caso alemán, la presión de las reparaciones, llevaron a los gobiernos a tolerar gasto inflacionista. Pero el proceso inflacionario obedeció también al aumento de la demanda sobre stocks insuficientes. Hasta finales de 1920 la inflación representó un factor coyuntural de importante reactivación económica, pero desde otoño el impulso se detuvo, y en 1921 hubo caída brusca de producción, exportaciones y precios. La crisis, breve pero profunda, se generalizó, salvándose de momento los países de Europa central, cuyas depreciadas monedas constituían estímulo temporal a las exportaciones.
Se acometieron políticas de ajuste para combatir la inflación, estabilizar la moneda y relanzar la economía sobre bases sólidas. A mediados de la década la mayor parte de economías se encontraban en condiciones de entrar en una fase de espectacular crecimiento.
Crisis de posguerra y primeras quiebras del sistema
El santuario soviético de la revolución mundial
Los primeros años de posguerra asistieron a una crisis social que puso en riesgo la estabilidad del sistema liberal. Las clases trabajadoras tenían la sensación de haber entregado sus vidas al poder, aliado del capitalismo. Las clases medias empobrecidas, miraban con hostil envidia al opulento capital y con temor a las protestas revolucionarias del movimiento obrero. Todos salieron desengañados y sometidos a duros sacrificios económicos. La revolución del proletariado o la rebeldía nacionalista de las clases medias atacaban la esencia del sistema liberal.
La revolución social no era una utopía, puesto que desde 1917 la Rusia bolchevique constituía ejemplo de revolución proletaria. La dictadura comunista establecida a finales de ese año desencadenó la intervención de las potencias de la Entente, con el objetivo de destruir el régimen y crear un segundo frente contra los alemanes, que en marzo de 1918 habían firmado una ventajosa paz con los soviéticos. Estas intervenciones resultaron un fracaso, de modo que los occidentales apoyaron a los “rusos blancos”. Desunión de ejércitos contrarrevolucionarios, falta de apoyo social, tensión revolucionaria de la dirección bolchevique y su capacidad organizativa, fueron razones de la victoria bolchevique.
Esa victoria había logrado instalar el poder revolucionario, pero el coste territorial, humano y económico fueron formidables. Rusia había perdido casi 800.000 km2 y unos 30 millones de habitantes. Guerra, brutalidades de los contendientes, requisas forzosas, indisciplina e incompetencia de los soviets de obreros que dirigían las industrias, generaron un panorama de miseria y desabastecimiento. En 1921 habían muerto de hambre 5 millones de personas.
Esas condiciones tornaban inviable un proyecto político o nacional. Era necesaria la paz y medidas de estímulo económicas. Surgió la “Nueva Política Económica” (NEP), impulsada por Lenin en el X Congreso del partido (marzo de 1921). La NEP, que reintegraba la propiedad privada y a la economía de mercado gran parte de la economía agraria e industrial, mientras conservaba un poderoso sector público, era una medida de realismo y coyuntural, para resucitar la economía del país; un retroceso para tornar viable el horizonte de la revolución social. Mientras, los bolcheviques fueron avanzando en la institucionalización revolucionaria del Estado, estableciendo en diciembre de 1922 una federación de repúblicas (la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) y adoptando, en febrero de 1924, una constitución controlada por Lenin.
La NEP y la construcción institucional del Estado, forzados por la guerra civil y el aislamiento internacional, nunca ocultaron el carácter revolucionario del sistema soviético, ni sus efectos expansivos. La crisis social de posguerra convirtió la revolución soviética en un catalizador de las tensiones que anegaron casi todos los países europeos.
Revolución social y contrarrevolución nacionalista fueron actores de un conflicto donde se dirimía la suerte del sistema liberal, edificado en el XIX y victorioso antes de 1914. En los años siguientes a la paz, la amenaza revolucionaria puso en grave riesgo el sistema en Alemania y generó las primeras quiebras en Italia y en España.
Alemania en el precipicio
El vacío político creado por la derrota y la abdicación del Káiser, el 9 de noviembre de 1918, llevó a los socialistas al poder, bajo la dirección de Ebert. La extrema izquierda de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, con el ejemplo bolchevique e impulsada por la crisis de la derrota, desencadenó entre el 6 y el 11 de enero de 1919 un sangriento movimiento revolucionario en Berlín (revolución “espartaquista”), sofocado por el gobernador socialista Noske, con apoyo de los oficiales del ejército, y donde murieron Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Otro tanto ocurrió con la revolución en Baviera, aplastada el 1 de mayo.
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Revolución espartaquista |
El 19 de enero fue elegida una Asamblea nacional que, reunida el 6 de febrero en Weimar, designó a Ebert como Presidente del Reich. Éste confió la dirección del Gobierno (cancillería) al socialista Sheidemann, acompañado por Noske como ministro del ejército y por el católico Erzbeger en Asuntos Exteriores. El 11 de agosto de 1919 la Asamblea aprobó una nueva constitución, de carácter federal e intensamente democrática.
La nueva democracia estuvo hasta finales de 1923 pendiente de un hilo. A la idea de que Alemania no había sido derrotada, sino traicionada por los políticos, se sumaban las imposiciones del Tratado de Versalles. El empobrecimiento de trabajadores y clases medias contrastaba con la riqueza de quienes se aprovechaban de la depreciación del marco para especular en mercados monetarios o bursátiles o adquirir industrias y empresas con préstamos que, cuando se pagaban, estaban a precio de ganga.
La República de Weimar, gobernada por católicos y socialdemócratas vivió los primeros años de paz amenazada por la izquierda revolucionaria y, sobre todo, por la extrema derecha nacionalista, que explotaba el peligro de revolución social y el sentimiento de humillación por el castigo económico y recorte de la soberanía del tratado de Versalles.
Para sostenerse en este equilibrio inestable, el régimen tendió a transigir con uno u otro extremo cuando alguno intentaba hacerse con el poder. Las revoluciones espartaquista y bávara habían sido derrotadas con apoyo de unidades francas del antiguo ejército que encuadraban a sectores de extrema derecha. En 1920 el intento de un golpe de Estado en Berlín, dirigido por el Dr. Kapp y apoyado por la “brigada báltica”, sólo pudo ser desarticulado por la huelga general de los sindicatos, el ejército se había negado a disparar sobre las unidades revoltosas. En cambio, el propio ejército reprimió sin contemplaciones las agitaciones obreras de Sajonia y del Rhur. El radicalismo nacionalista de la extrema derecha ensangrentó también la vida política con los asesinatos de Matthias Erzbeger, en agosto de 1921, y de Walter Reathenau, en junio de 1922.
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Putsch de Kapp |
Esa corriente de nacionalismo radical alimentó la refundación por el excombatiente austriaco Adolfo Hitler de un partido que iría ganando activismo y visibilidad. Hitler y el “Partido Nacional-Socialista Alemán de los Trabajadores” con un mensaje de nacionalismo radical, racista, social y antisemita, encontraba suelo fértil en el malestar económico, temores sociales y frustraciones patrióticas de las clases medias, al tiempo que sugería un estratégico aprovechamiento por los grupos conservadores del capitalismo industrial y financiero y por los círculos militares temerosos de la revolución comunista. El partido nazi reclutó parte de sus cuadros en algunos medios intelectuales radicalizados y sin proyección social —como Alfred Rosenberg o Joseph Goebbels— o entre oficiales del ejército desmovilizados como el mayor Roehm, Rudolf Hess o Hermann Goering. Fue ganando con rapidez la calle, desplegando una propaganda de combate, prodigando emblemas, uniformes y desfiles y organizando una milicia armada (las S.A.), verdadera tropa de asalto que aseguraba mediante la violencia el eficaz avance del partido “nazi”.
Sólidamente implantado en Baviera, el 8 y 9 de noviembre de 1923 el partido de Hitler intentó un golpe de Estado. A pesar de contar con el emblemático apoyo del general Ludendorff, el “putsch” no prosperó. La población se retrajo y la policía disparó contra los manifestantes. Hitler fue condenado a 5 años, donde escribió Mein Kampf. En los meses siguientes la terrible crisis de las reparaciones encontró solución, mientras regresaba la prosperidad. La Alemania democrática de Weimar se había salvado. El nacionalismo radical y el propio partido de Hitler entraron en reflujo.
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Hitler |
El triunfo fascista en Italia
En la Europa del Sur triunfó la contrarrevolución nacionalista, sobre todo en Italia, donde se instaló una dictadura “fascista” que en los años siguientes inspiraría el avance de otras formas autoritarias, como en España, Portugal o en muchos de los Estados surgidos en el este europeo.
La posguerra vino acompañada de frustración nacionalista por el fracaso de las perspectivas de expansión territorial por el Adriático, crisis económica y financiera y de una agitación social que se tradujo en huelgas, ocupación de fábricas y de tierras. El 20-21 de julio de 1919 se había declarado huelga general y el primer trimestre de 1920 hubo casi 1/2 millón de trabajadores en huelga. Los gobiernos constitucionales eran incapaces de acometer reformas, mientras que clases medias y grandes intereses agrarios e industriales se mostraban favorables a un poder fuerte.
El radicalismo de la extrema derecha hizo aparición desde el final de la guerra, con milicias nacionalistas violentas ("fascios di combatimento"), creadas en Milán, en marzo de 1919, por Benito Mussolini, que había pasado del socialismo antibelicista a un nacionalismo intervencionista. Mussolini propugnaba una dictadura de Estado que acabase con el desorden social, restaurase la grandeza de la nación e impulsase transformaciones económicas y sociales. Exaltaba violencia, militarismo, guerra y atacaba a la revolución comunista y al decadente parlamentarismo de las democracias y el pacifismo de la Sociedad de Naciones. Sus grupos fascistas se expandieron y desencadenaron fuertes “acciones punitivas”. En noviembre de 1921 el fascismo se organizó en partido político con amplio arraigo en todo el norte del país. Aunque su representación parlamentaria era exigua, la división de la izquierda, la tardía aparición de los católicos y el descrédito de los constitucionales, daban al partido de Mussolini un ascendiente social y moral, de regeneración nacionalista muy superior al que podía deducirse de unos resultados electorales, siempre bajo sospecha.
Consciente de su fuerza agitadora y del descrédito de las instituciones, en verano de 1922 el Consejo Nacional Fascista reclamó la disolución del Parlamento. El 20 de octubre organizó una “marcha sobre Roma” desde el norte que, para evitar una guerra civil, llevó a Víctor Manuel III a encargar gobierno a Mussolini. Desmoralizados, los prohombres y las fuerzas políticas se rindieron con facilidad. La dictadura fue imponiéndose de forma progresiva. Bajo amenaza de disolución, el Parlamento dio mayoritario voto de confianza a Mussolini con plenos poderes. La prensa comenzó a ser amordazada, la administración depurada y militantes de extrema izquierda perseguidos. Tras una reforma electoral que favorecía a la lista mayoritaria, en enero de 1924 el Parlamento fue disuelto. Las nuevas elecciones dieron aplastante mayoría a los fascistas. El 10 de junio de 1924 el opositor socialista Matteotti fue asesinado. A principios de enero de 1925 anunció el modelo totalitario. La oposición, reprimida o exiliada, dejó de existir, mientras que las reformas constitucionales de diciembre de 1925 y enero de 1926 concentraron el poder en el presidente del Gobierno, que sólo respondía ante el Rey y adquiría facultades legislativas. La legislación de septiembre de 1928 convertía en una farsa el sistema representativo. La nación se confundía con el Estado y éste con el Partido Fascista en manos del “Duce”. Era la expresión de un modelo totalitario que marcaría el ideal de las contrarrevoluciones nacionalistas. La progresividad en su establecimiento, el restablecimiento del orden, el éxito y la modernización económica, dieron un innegable prestigio al régimen de Mussolini, admirado incluso en muchos medios del conservadurismo liberal europeo.
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Mussolinni |
Las dictaduras ibéricas
La crisis del sistema liberal tuvo en España, en septiembre de 1923, desenlace dictatorial, consecuencia del apoyo del monarca al pronunciamiento del general Primo de Rivera. La dictadura obedeció muy indirectamente a las frustraciones internacionales, determinantes en Italia. La incapacidad del régimen constitucional para pacificar el Protectorado marroquí desasosegaba al país, desprestigiaba al régimen y generaba malestar en las fuerzas armadas.
Fueron relativamente similares a Italia los efectos de la crisis, agitación social y la amenaza subversiva de la extrema izquierda que caracterizaron la posguerra. Igualmente, paralelos eran la incapacidad de sus sistemas representativos oligárquicos para generar reformas democratizadoras exigidas por la presión de la sociedad de masas.
La dictadura no surgió de ningún partido contrarrevolucionario “moderno” como el fascismo, sino que respondía a la tradición del golpismo militar —en forma de pronunciamiento— como vía protectora de la incapacidad de las fuerzas políticas constitucionales. El régimen pretendió sólo un paréntesis reformista y, cuando la liquidación moral y política de las viejas estructuras imposibilitaron regresar a la normalidad, el dictador se mostró incapaz de articular un modelo institucional alternativo y, falto de apoyos, optó por abandonar el poder en enero de 1930.
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Alfonso XIII y Miguel Primo de Rivera |
El resultado fue la satisfactoria solución del problema de Marruecos, el impulso de la prosperidad económica, el desarrollo de una política internacional de prestigio fracasada, pero inteligente en las relaciones peninsulares e hispanoamericanas, y el restablecimiento del orden social, con represión del sindicalismo revolucionario y del exiguo comunismo y de proscripción de los partidos políticos, todo sin que se llegara a la crueldad. La dictadura liquidó la vieja política sin crear una estructura alternativa, provocando a su término un vacío de poder, que en abril de 1931 vendría a llenar una avanzada democracia republicana.
En Portugal el régimen demoliberal de la I República, implantada en octubre de 1910 por el activismo revolucionario popular de Lisboa ante la pasividad del ejército, conoció una vida atormentada. Los gobernantes se dispusieron a modernizar al viejo Portugal con una política de radicalismo anticlerical. Ese choque de “civilizaciones” generó desde el principio una situación endémica de crisis política y social, con períodos próximos a la guerra civil.
La tensión por meter al país en la guerra, por razones que combinaban la defensa de la independencia nacional y de la soberanía colonial para apuntalar la República, añadió fuego a la disputa interna. El ejército, nada conforme con la intervención y cada vez más distanciado del régimen, ensayó la dictadura, primero, entre enero y mayo de 1915, de forma vacilante, y, por segunda vez, de forma más contundente, entre diciembre de 1917 y diciembre de 1918, acabando esta por desembocar en una breve guerra civil (enero-febrero de 1919) concluida con la reposición de la democracia republicana y el regreso de los radicales al poder.
Sin embargo, el aislamiento social del parlamentarismo republicano no pudo remontar la crisis social, económica y financiera de posguerra, acentuada por el malestar social ante la incomprendida intervención en la guerra, sus consecuencias económicas y la frustración por sus nulos resultados de regeneración internacional. El éxito de Primo de Rivera estimuló las tendencias intervencionistas de las fuerzas armadas, que fueron superando sus divergencias.
El 28 de mayo de 1926 un movimiento militar puso término al demoliberalismo republicano, estableciendo una dictadura militar.
La desastrosa gestión de los militares ahondó más la crisis financiera. En abril de 1928 llegó al gobierno, como ministro de Finanzas, Oliveira Salazar, inteligente, pragmático, firme en sus convicciones y determinado en la voluntad de ejercer con autoridad el poder, restauró la situación financiera y acometió con éxito entre 1930 y 1933 la instauración de un “Estado Nuevo”, sólidamente constitucionalizado, desde el que ejercería una dictadura personal conservadora, nacionalista, pretendidamente orientada por la razón y limitada por la “moral y el derecho”, lejos del liberalismo, hostil al comunismo y diferenciada de las brutales experiencias totalitarias de otras latitudes.
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Oliveira Salazar |
Tiempo de discordia (1919-1924)
Las Paces de París crearon tensiones, destruyendo el equilibrio europeo sin aportar alternativa eficaz. Antes de 1914 el poder mundial se distribuía entre 2 extraeuropeos (EE.UU. y Japón) y 5 europeos (Francia, Alemania, AustriaHungría, Rusia y el Reino Unido). Después de 1919 cayó la capacidad de liderazgo de Europa, mientras que EE.UU. y Japón ascendían como potencias mundiales. Más grave fue la desaparición del Imperio austrohúngaro, fragmentado en diversas nacionalidades, y la Rusia zarista, aislada por la revolución y por la naturaleza del régimen.
Se hundía el orden y los criterios internacionales que lo habían sostenido, pero la paz no conseguía establecerse, porque las heridas de la guerra y la surrealista balcanización del nuevo mapa europeo mantenían vivos a los nacionalismos, y porque la alternativa pacifista de la Sociedad de Naciones resultó una quimera.
Europa seguía con el problema de los nacionalismos insatisfechos. Alemania alimentaba un revanchismo que nunca desaparecería. Italia, frustrada en sus aspiraciones, derivó hacia una dictadura nacionalista. Francia vivió con temor al restablecimiento del poder alemán, que intentaba aniquilar. Los países anglosajones, deseosos de normalizar la situación europea, se separaban de Francia con una política más tolerante hacia Alemania.
El Pacto de la Sociedad de Naciones se había incorporado a todos los tratados de paz. Sus primeros miembros fueron los Aliados más 13 neutros, entre ellos España. Instalada en Ginebra, nació lastrada: no estuvieron los países derrotados, ni la URSS, que hasta mediados de década vivió marginada, ni EE.UU., impulsores principales de la idea: el 19 de marzo de 1920 el Tratado de Versalles y con él el Pacto de la Sociedad de Naciones fueron rechazados por el Senado norteamericano. La Sociedad de Naciones nacía huérfana de la que era ya la gran potencia mundial.
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Sociedad de Naciones |
La eficacia de la organización se veía entorpecida por la exigencia de unanimidad en las decisiones del Consejo y la carencia de mecanismo de autoridad impositiva. En realidad, las potencias de la Sociedad de Naciones continuaban con la diplomacia clásica de acuerdos bilaterales o multilaterales. Francia, sin su tradicional alianza con Rusia, buscó alianzas en la retaguardia alemana para contrarrestar el peligro alemán, animando la formación de la Pequeña Entente (Checoslovaquia, Yugoslavia y Rumanía), suscribiendo alianzas con ésta y con Polonia. Mientras, en 1922 Alemania y la URSS firmaban el tratado de Rapallo (16/04/1922) por el que renunciaban a sus mutuas deudas de guerra. Alemania era la primera potencia europea en reconocer al régimen soviético, logrando en contrapartida mediante acuerdos secretos, utilizar el territorio ruso para experimentar con armamento.
Entretanto, en la Conferencia de Washington entre noviembre de 1921 y febrero de 1922, EE.UU. conseguía fijar su hegemonía naval, frenar el poder japonés emergente e imponer sus intereses en el Extremo Oriente. En el tratado de las cinco potencias sobre desarme, se estableció una jerarquía que situaba a EEUU y GB a la cabeza, en situación paritaria, seguidas de Japón, Francia e Italia. El Tratado de “los Cuatro” (EEUU, Japón, Francia y GB) sobre el Pacífico garantizaba el statu quo en la región, mientras GB renunciaba, presionada por EEUU, la alianza anglojaponesa de 1902. Otro tratado sobre China comprometía a garantizar la independencia del país. Finalmente, Japón, expandido durante la guerra, se veía frenado en seco, debiendo abandonar sus intereses en la provincia China de Shantung y evacuar la provincia marítima de Siberia y la zona rusa de la isla de Sajalín.
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Conferencia de Washington |
La cuestión alemana tensionó las relaciones en los primeros años de posguerra. El gobierno alemán exigía cambios y retrasaba los pagos. Británicos y norteamericanos eran favorables a moderar el “diktat” de Versalles, los franceses no estaban dispuestos a alterarlo. Entre noviembre de 1921 y enero de 1922 el gobierno francés de Briand se avino a aceptar la propuesta del británico Lloyd George para una solución moderada. En la Conferencia de Cannes (enero 1922), Francia aceptaría una moratoria del pago, obteniendo la garantía inglesa de intervención en caso de una agresión alemana. Pero la oposición de los ministros franceses y del Presidente de la República, Millerand, forzó la dimisión de Briand, sustituido por Raymond Poincaré, dispuesto a imponer el cumplimiento del Tratado de Versalles.
En verano de 1922 la presión de las reparaciones llevó a Berlín a cesar el pago y reclamar una moratoria. El gobierno francés, con Bélgica, ocupó militarmente la cuenca industrial del Ruhr el 11 de enero de 1923, obligando a la entrega de la producción minera e industrial. Alemania replicó mediante “resistencia pasiva”, ordenando la huelga de trabajadores, lo que provocó incidentes y represalias de los franceses, que los sustituyeron con mineros y soldados propios. Pero la “resistencia pasiva” fracasó. El pago de salarios a los huelguistas disparó la inflación, provocando desestabilización política y social, con acciones revolucionarias de la extrema izquierda y del nacionalismo radical de derechas. El gobierno de coalición del canciller Stresemann, nombrado el 31 de agosto de 1923, decidió poner fin a la resistencia, acometer una reforma monetaria, por el Dr. Schacht, con estabilización del marco y su sustitución por la unidad de una nueva moneda, el rentenmark, respaldada por una hipoteca sobre la industria y la tierra.
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Conferencia de Cannes (enero 1922) |
Alemania buscó y encontró el apoyo de las potencias anglosajonas para hallar una solución internacional al pago de sus reparaciones. Francia, vencedora con la intervención en el Ruhr, perdía sin embargo la batalla diplomática. El nuevo Gobierno francés de izquierdas, presidido desde mayo de 1924 por Edouard Herriot, favorable a la conciliación, acabó con la política dura de Poincaré, mientras que la presentación de un plan de recuperación de la economía germánica y de viabilidad de los pagos de Alemania (plan Dawes) lograba efectivamente resolver la cuestión de las reparaciones, liquidar la ocupación del Ruhr y poner paz en las relaciones de París y Berlín.
Tiempo de esperanza (1924-1929)
Prosperidad económica
El Plan Dawes, aceptado en la Conferencia de Londres (julio-agosto de 1924 con franceses, británicos, norteamericanos y alemanes), ponía orden en los pagos internacionales: las reparaciones se escalonaban en varios años, mientras que la economía alemana se dinamizaba con un empréstito internacional cubierto por capitales estadounidenses y otros países. Retomado el pago de las reparaciones, fue posible comenzar la liquidación de las deudas contraídas por los Aliados con EE.UU., que asimismo ampliaron los plazos de su amortización. De esta forma la circulación de flujos de capitales generó confianza y estímulo extraordinariamente la economía internacional, también favorecida por los resultados estabilizadores de las políticas de ajuste generalizadas para combatir la crisis inflacionaria de posguerra. Por otro lado, el saneamiento monetario y la recuperación de las economías permitieron el regreso al patrón oro, como el Reino Unido, que en 1925 reinstaló la paridad de la libra anterior a la contienda, tratando de restablecer el tradicional predominio financiero de la City.
Sobre esas bases de reconstrucción, estabilización de las monedas, normalización de pagos y circulación internacional de capitales, la expansión económica, auxiliada por la seguridad de la pacificación de las relaciones entre Estados, se generalizó en el segundo lustro. El intenso desarrollo tecnológico y empresarial de la segunda ola industrializadora iniciada a fines de XIX, alcanzó sus cotas más altas, con la expansión de la organización económica capitalista, de las nuevas fuentes energéticas y de la industria de bienes de consumo duradero. La difusión del crédito para inversión y consumo mantenía la fuerza de los mercados. A fines de la década el crecimiento de la producción industrial superaba ampliamente los niveles anteriores a la contienda.
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Felices Años veinte |
El crecimiento de Gran Bretaña había sido limitado porque en los 20 su economía reflejaba la pérdida de su hegemonía mundial, acelerada por la guerra. La demanda internacional de sus industrias se desplomó y la adecuación a las nuevas tecnologías resultaba más costosa por el peso de las viejas industrias.
En Francia fue más satisfactorio. La reconstrucción tras la guerra fue rápida. La ayuda gubernamental cifrada en las reparaciones que debía aportar Alemania y la caída del franco estimuló las exportaciones y permitió el relanzamiento de la economía. Francia se incorporaba a la expansión del mercado de tecnología moderna, destacando el sector del automóvil. La estabilización de la moneda (1926) y el regreso del franco al patrón oro (1928), con paridad moderada y limitación de su convertibilidad, no tuvo el efecto, como en Inglaterra, de detener la expansión económica.
En Alemania el gran proceso inflacionario situó el arranque de su crecimiento en 1924, después de que la drástica reforma monetaria y el flujo de capitales abierto por el Plan Dawes crearan las condiciones de expansión. La fase inflacionaria también había favorecido la formación de plantas y equipos industriales. Esa expansión se cifró sobre todo en el sector de bienes de capital y en empresas de tecnología avanzada, mientras que la industria de bienes de consumo aumentó a un ritmo muy inferior. Pero la agricultura continuaba deprimida, el paro era alto, las exportaciones apenas sobrepasaban los niveles anteriores de la guerra y, sobre todo, la expansión estaba ligada a los capitales extranjeros, lo que constituía una preocupante vulnerabilidad.
En Italia, la contienda había desorganizado la economía, pero afectó menos que en otros países. La reconstrucción fue rápida. En 1922 la producción industrial y el producto interior habían superado los niveles de 1913 y la expansión industrial continuó hasta 1926, en gran medida por la facilidad de créditos y la ayuda gubernamental del régimen de Mussolini. Además hubo una favorable coyuntura agrícola. Esta expansión se frenó desde 1926-27 cuando las circunstancias favorables del campo y de la emigración llegaron a término, pero sobre todo por las consecuencias de la estabilización de la lira, en 1927, en niveles sobrevalorados, que hundió las exportaciones, generó una grave deflación interior, estancó la producción industrial y, entre 1926 y 1929, triplicó el número de parados.
Superada la intensa pero breve crisis de 1921, la economía de los EE.UU. creció imparable hasta final de la década.
Sin los efectos destructores de la guerra, con grandes recursos naturales, estructura empresarial concentrada y eficiente, tecnología puntera, enorme mercado interior y poderosos recursos de capital, pasó definitivamente a liderar el poder económico mundial. EE.UU. representaba un modelo ideal de organización, eficacia y prosperidad capitalistas, constituyendo un referente mundial del sistema económico de mercado sólo comparable en sus efectos emuladores a su contramodelo soviético, con ascendiente en auge sobre buena parte de las clases trabajadoras europeas. La economía estadounidense se había convertido en motor crediticio de la recuperación de Europa y otros lugares. El boom se concentró de forma especial en el auge de la construcción, el desarrollo de la energía y las industrias nuevas como el automóvil. Aunque existían grandes bolsas de pobreza, los salarios y la renta per cápita eran altos y el paro era del 2%. A través de préstamos, inversiones exteriores e importaciones, la prosperidad americana contagiaba al resto del mundo.
Japón en la guerra y la posguerra conoció gran despegue, creciendo su producción industrial más que las restantes.
Su riqueza nacional se duplicó entre 1905 y 1924 y la renta per cápita creció un 33%. Su economía exportaba sobre todo a EEUU, China y la India, seda, algodón y artículos industriales, pero era tributaria de importaciones básicas, como acero, máquinas, petróleo y productos alimenticios. El intenso crecimiento de población, la dependencia de importaciones y de mercados de exportación para sus productos, amenazados por las políticas proteccionistas, eran factores de precariedad, que a su vez estaban en el origen de tendencias políticas autoritarias y expansionistas.
La URSS, tras la guerra civil, conoció desde 1921 con la NEP y desde 1928, con la economía planificada, un avance económico extraordinario. El Estado revolucionario saneó las cuentas públicas, con presupuestos equilibrados desde 1923, y ese año liquidó la inflación creando una nueva moneda. En 1928 la superficie cultivada y sus productos habían recuperado los niveles de 1913. En el sector industrial fueron menos positivos. En 1928, la recuperación económica, las limitaciones de la vía de la NEP, los riesgos que ésta implicaba para el proyecto revolucionario socialista y el viraje político de Stalin abrieron una etapa en la economía que pasó a manos del Estado. La agricultura se colectivizó, industrias y comercio se nacionalizaron; la actividad económica quedó planificada. Siguiendo la estrategia revolucionaria del bolchevismo y en gran medida la propia tradición de la política económica zarista fue ese un modelo de revolución desde arriba, que no tenía en cuenta ni el mercado ni el bienestar de la población, financiado con las plusvalías del trabajo nacional y los excedentes del comercio exterior para importación de utillaje.
Los objetivos se centraron en el desarrollo de las fuentes energéticas y de la industria de bienes de equipo. El precio humano fue muy alto, los salarios se redujeron, lo que sirvió para financiar las inversiones estatales.
Concordia internacional
La recuperación económica, la normalización de los pagos y el relanzamiento de la economía internacional crearon un clima favorable a la mejora de las relaciones entre los Estados y a un impulso de la fe en la Sociedad de Naciones. En esa línea de distensión y pacifismo fue fundamental la reconciliación franco-alemana, guiada por las diplomacias de sus ministros de Exteriores, Arístides Briand y Gutav Stresemann. En ambas se mezclaban dosis de idealismo pacifista con un sentido de la realidad, apostando por el entendimiento y la seguridad colectiva.
En 1924 la tentativa franco-británica (Protocolo de Ginebra) para reforzar los poderes de la Sociedad de Naciones, no prosperó, pero en octubre de 1925, la Confederación de Locarno, impulsada por los británicos, dio un paso decisivo en la pacificación. En el principal de sus acuerdos (pacto renano) Alemania reconocía la situación de sus fronteras occidentales, con Francia y Bélgica, renunciando a Alsacia, Lorena, Eupen y Malmedy, y aceptaba no enviar tropas a la zona desmilitarizada. Británicos e italianos salían garantes del acuerdo. En cambio, Alemania mantuvo abiertas en sus fronteras orientales sus pretensiones revisionistas y Francia hubo de firmar tratados de garantía con Checoslovaquia y Polonia. De Locarno salió el triunfo de la diplomacia, del espíritu de reconciliación y el reconocimiento parcial por la diplomacia de Berlín del Tratado de Versalles; ingresando Alemania en la Sociedad de Naciones en septiembre de 1926.
La inercia pacifista tuvo en agosto de 1928 su elocuente, aunque simbólica, plasmación en el pacto de expresa renuncia a la guerra y de búsqueda de procedimientos dialogados para la solución de conflictos suscrito entre Francia y EE.UU. La mayoría de Estados europeos se sumaron al acuerdo.
Lo suscribió la Alemania de Stresemann, que en contrapartida presionó para adelantar la evacuación de las tropas aliadas de ocupación en Renania. Los franceses se avinieron a condición de un plan definitivo sobre el pago de reparaciones. El 31 de agosto de 1929 en la Conferencia de la Haya se aprobó el Plan Young por el que se reducía el montante y escalonaba aún más el pago, vinculando una parte a la decisión de Washington sobre el cobro de deudas aliadas, de modo que cesarían en la medida en que éstas vinieran a condonarse. Por su parte los aliados aceptaban evacuar anticipadamente los territorios renanos ocupados.
Ese espíritu de optimismo pacifista estaba lejos de tener arraigos sólidos. El revisionismo, latente en Alemania, permanecía amenazante; en la Italia de Mussolini se concretaba en una desestabilizadora política de influencia sobre la Europa danubiana y la costa adriática; el triunfo estalinista reactivaba las desconfianzas occidentales. Sobre todo, la prosperidad económica, fundamento de la mejora de relaciones internacionales, era frágil. El movimiento alcista de finales de los 20 ocultaba debilidades: sectores en crisis permanente, excedentes graves en el sector agrícola y carencia de presión significativa sobre los recursos reales; el sistema monetario internacional resultaba provisional porque, a la falta de patrón oro estable y del papel exclusivo que había tenido la libra antes de 1914, los capitales tendían a moverse con facilidad, generando inestabilidad en unas economías internacionalizadas. En suma, con un nivel de internacionalización por encima de la solidez de los mecanismos económicos internacionales requeridos y en contradicción con las prácticas nacionalistas, cualquier crisis podía generar un desplome generalizado.
Las grandes democracias
La guerra y la paz habían tenido efectos contradictorios sobre el sistema liberal que habían afectado al prestigio y al desarrollo político del modelo. Más tarde, las frustraciones de la expectativa de la paz, la desorganización económica y la presión social de posguerra habían ido generando experiencias autoritarias: Italia (1922), España (1923), Polonia y Portugal (1926), Yugoslavia (1929), países bálticos. A fines de década la democracia se conservaba en Europa Occidental (Francia, Reino Unido, Países Bajos, Bélgica y Suiza), Estados escandinavos y Checoslovaquia. Fuera de Europa, los EE.UU. eran el genuino y gran bastión de la democracia liberal.
Por más que hubiera progresado el autoritarismo, la democracia era el régimen de los grandes Estados y éstos seguían dominando con su influencia, cultura, economías hegemónicas, ascendiente político, imperios coloniales y poderío militar. Aunque en 1919 habían triunfado las ideas dialogantes e igualitarias entre naciones, las negociaciones importantes seguían siendo a puerta cerrada y dictadas por las razones de Estado. En 1929, antes de la crisis, las democracias occidentales continuaban marcando la dirección de la historia.
El Reino Unido o el final controlado de la hegemonía mundial
En 1916 los liberales constituyen con los conservadores un gobierno de unidad nacional para enfrentarse a los problemas de la guerra, con Lloyd George. En las elecciones de diciembre de 1918, impuestas por el final de la contienda y por vez primera con sufragio universal, triunfó por mayoría la coalición, bajo Lloyd George, liberalconservadora. Inglaterra vivió de forma aguda los problemas económicos y las tensiones sociales de la posguerra. Tras una intensa explosión de la actividad económica, acompañada de inflación, entre primavera de 1920 y el verano de 1921 la producción se estancó y los precios se dispararon, en marzo de 1921 los parados superaban los 2,5 millones. El movimiento obrero y la poderosa organización sindical que lo representaba (Trade Union Congress), se proyectaron con intensidad, próximos al partido laboristas y alejados de los partidos comunistas, anecdóticos en GB. Los objetivos de la lucha obrera se orientaban a aumentos salariales que contrarrestaran los efectos de la inflación, y a obtener coberturas de paro. A pesar de no poner en entredicho la legitimidad del sistema, la reivindicación fue más intensa que en otros Estados, afectando sobre todo a los trabajadores de ferrocarriles y minería. El gobierno reaccionó con contundencia, pero también aprobó medidas como la construcción de viviendas sociales o el subsidio de paro.
Forzado por la mayoría conservadora de la cámara, en octubre de 1922 terminaba el gobierno de coalición. Al frente del gabinete se puso el líder conservador Bonar Law, que disolvió el Parlamento y convocó elecciones, donde los conservadores alcanzaron mayoría absoluta. Enfermo, fue reemplazado en mayo de 1923 por Baldwin que, enfrentado a la persistente crisis económica y social, postuló medidas proteccionistas que rompían con el librecambismo inglés. En las elecciones generales de diciembre de 1923, los conservadores perdieron la mayoría absoluta. La suma de laboristas y liberales dieron el gobierno al laborista Ramsay MacDonald, en enero de 1924.
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Ramsay MacDonald |
Pacifista, trató de reconciliar a Francia y Alemania, reconoció a la URSS e impulsó, junto con el francés Herriot, el fracasado Protocolo de Ginebra. Introdujo reformas sociales, sobre todo en vivienda. Pero su gobierno duró poco, obligado a convocar elecciones en octubre de 1924 por acusaciones de favoritismo. El resultado fue una aplastante victoria de los conservadores de Baldwin. El partido liberal se hundía, sustituido por el laborismo como alternativa.
El gobierno conservador de Baldwin se prolongó hasta final de década con un programa de regreso a la normalidad y una pretendida gobernación sensata y eficaz. De él formaron parte dos personalidades de peso: Austen Chamberlain, en el Foreign Office, y Winston Churchill, que hasta entonces había militado en las filas liberales como ministro de Finanzas. Pero la crisis de la hegemonía económica inglesa y la paridad de la libra a 1914, perjudicaron el comercio de exportación y encogieron la actividad. Ante la política deflacionaria que impulsaba el gobierno, los mineros decidieron pasar a la confrontación en julio de 1925. El desafío obrero fracasó porque los líderes de las Trade Unions, dominadas por los moderados, decidieron detener el conflicto y porque el gobierno había actuado con firmeza. Los salarios en las minas se redujeron y en 1927 el derecho de huelga quedaba limitado. En contrapartida se ampliaron derechos sociales y políticos, mejoraron las pensiones y los subsidios de desempleo y rebajaron a 21 años el derecho electoral de las mujeres. En el plano exterior, las tendencias derechistas del gabinete se dejaron sentir en la ruptura de relaciones diplomáticas con la URSS en 1927.
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Baldwin |
La autonomía de Irlanda (“Home Rule”), aprobada en 1914, resultó paralizada por la guerra, lo que impulsó las posiciones del nacionalismo extremista, organizado por el partido Sinn Fein, que en primavera de 1916 desencadenó una revuelta reprimida por el gobierno. Tras el armisticio, las elecciones arrojaron una enorme mayoría de diputados irlandeses del Sinn Fein, mientras que en los condados protestantes del Ulster triunfaban los unionistas. Rehusando incorporarse a la representación de Westminster, los diputados del Sur se constituyeron en parlamento irlandés, proclamaron la independencia de la República de Irlanda el 21 de enero de 1919, comenzando desde entonces una verdadera guerra entre las fuerzas británicas y el Ejército Republicano Irlandés (IRA), organizado por Michael Collins.
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Michael Collins |
Se impuso el pragmatismo negociador de Lloyd George y de los nacionalistas moderados de Michael Collins. El 23 de diciembre de 1920 el Government of Ireland Act establecía dos parlamentos, uno para el Sur y otro para el Ulster, dominados tras las elecciones de mayo siguiente por el Sinn Fein y los unionistas respectivamente. Las negociaciones entre el gobierno de Londres y los nacionalistas irlandeses abocaron a la firma del acuerdo del 6 de diciembre de 1921 que establecía en el Sur un “Estado Libre de Irlanda” como dominio de la Corona. El 7 de enero de 1922 el parlamento irlandés aprobaba el acuerdo por mayoría. La oposición del líder radical Eamon De Valera dio lugar a una guerra civil entre irlandeses, pese a lo cual los moderados se impusieron en las generales del 16 de junio.
Al año siguiente De Valera abandonó la lucha. Tras la abdicación de Eduardo VIII en 1936, Irlanda se negó a reconocer al nuevo soberano, y en mayo de 1937 De Valera, en el poder, estableció una constitución republicana que en diciembre reconoció el gobierno de Chamberlain. Aún miembro teórico de la Commonwealth, Irlanda mostraría su distante independencia negándose a participar en la Segunda Guerra Mundial.
Francia o la nueva República vieja
El último tramo de guerra y las negociaciones de paz estuvieron dirigidos en Francia por Georges Clemenceau, presidente entre noviembre de 1917 y noviembre de 1919. Dirigió al país hacia la victoria, persiguió a los pacifistas y en el Tratado de Versalles impuso criterios de duro castigo contra Alemania. Criticado por la izquierda, por excesivo, y por la derecha, por insuficiente, en octubre de 1919 fue ratificado por la cámara con abrumadora mayoría.
Las legislativas de noviembre de 1919 para renovar una cámara elegida en 1914, arrojaron una abultada mayoría del “bloque nacional”, una coalición de centroderecha. Clemenceau, derrotado por Dechanel en sus aspiraciones a la Presidencia de la República, abandonó definitivamente la vida política.
Las cuestiones exteriores, centradas en las relaciones con Alemania y la aplicación del tratado de Versalles, acapararon gran parte de la actividad de gobernantes y la atención de la opinión pública. Entre 1920 y 1924 gobernaron Alexandre Millerand, Aristides Briand y Raymond Poincaré. El gobierno de Millerand fue breve. Entre enero de 1921 y enero de 1922, Briand intentó en colaboración con Lloyd George una política de moderación frente Alemania que le valió la caída. Le sucedió (enero de 1922 a junio de 1924) Poincaré, bajo cuyo gobierno las tropas francesas ocuparon el Ruhr, lo que, paradójicamente, acabaría conduciendo a una solución del problema alemán.
Bajo los gobiernos del “bloque nacional” la III República, laica y anticlerical anterior al 14, fue moderándose. La guerra, con su impulso al nacionalismo, había cambiado valores públicos. El temor de la revolución animaba la conciliación con el catolicismo. Los gobiernos del “bloque nacional” restablecieron las relaciones con el Vaticano (noviembre 1920). Las tendencias extremistas de la izquierda, influidas por la revolución soviética, ganaron ascendiente en el movimiento obrero. Bajo la presión de la poderosa III Internacional, el socialismo francés se dividió entre un partido comunista revolucionario (SFIC) y el reformista partido socialista (SFIO).
Las medidas favorables a la Iglesia y las dificultades financieras llevaron al agotamiento de los gobiernos del “bloque”. Frente a él, se constituyó una coalición de centro-izquierda (cartel de izquierdas) con socialistas, radical-socialistas y el ala izquierda del partido radical, que se impuso en las legislativas de 1924. Presionado por la cámara, la dimisión del presidente de la República, Millerand, fue la primera pieza del cartel. Sustituido por Gaston Doumergue, éste entregó el gobierno al radical Herriot. Con fe en la Sociedad de Naciones y partidario del entendimiento con Alemania, intentó sin éxito, junto con el británico McDonald, impulsar las competencias de la institución ginebrina, y dirigió a Francia por el diálogo internacional para resolver las reparaciones. Fracasó en los dos pilares de su proyecto interior: el regreso a la política anticlerical y el saneamiento financiero. Caído Herriot, el gobierno de Painlevé que le sucedió, con Joseph Caillaux en las Finanzas y Briand en Exteriores, vivió de los créditos y en el aumento de la inflación. Una sucesión de crisis ministeriales condujo en julio de 1926 a una nueva llamada a Herriot, que desencadenó la protesta y la huida de capitales, llevando la cotización del franco a su punto más bajo.
Con el viraje de los radicales hacia la derecha, en julio de 1926 Poincaré constituyó un gobierno de centro-derecha (unión nacional) con objetivo de resolver la situación financiera. Adoptó medidas de reducción de gastos y aumento de impuestos, que arreglaron presupuesto, fuga de capitales y desvalorización del franco. Pudo estabilizar la moneda y retornarla en 1928 al patrón oro, aunque lejos de la paridad de 1914. La coyuntura de prosperidad le dieron una mayoría en las legislativas de 1928, manteniéndose en el poder hasta su renuncia, en julio de 1929, por salud. Tras un quinquenio en que estuvo arrastrándose la crisis de posguerra, la era “Poincaré” fue de normalización, prosperidad, entendimiento con Alemania y esperanza de un orden internacional pacífico bajo la Sociedad de Naciones.
Los EE.UU. nueva potencia mundial
La quiebra del tradicional aislacionismo con la participación en la guerra había sido un paréntesis. No era la idea de Woodrow Wilson, su programa progresista de “nueva libertad” (reformas sociales, combate a los monopolios, defensa de los pequeños empresarios…) tenía su correlato externo en una diplomacia abierta, derecho a autodeterminación de los pueblos, democracia, paz y diálogo. Su sueño internacionalista, que vino a concretarse en la Sociedad de Naciones, y que implicaba la participación de EE.UU. en el escenario internacional tras los tratados de paz de París, fue desautorizado por la representación política y la opinión pública de su país. El tratado de Versalles y el pacto de la Sociedad de Naciones, que tenían que ser ratificados por el Senado, fueron rechazados por la cámara en noviembre de 1919 y marzo de 1920. Las elecciones presidenciales de noviembre de 1920 fueron ganadas por el republicano Warren G. Harding, que defendía el regreso al “aislacionismo”.
Entre 1921 y 933 el país estuvo en manos del partido republicano, sucediéndose Warren Harding, Calvin Coolidge y Herbert Hoover. Después de la grave crisis de superproducción de 1920-21, la era republicana presidió una fase de crecimiento económico y prosperidad nunca vistas, lo que parecía reforzar la fe en los negocios, la autocomplacencia y un nacionalismo nativista wasp (“White, Anglo-Saxon-Protestant”) que se dejó sentir en elocuentes actitudes sociales (como las prácticas persecutorias del Ku-Klux-Klan), medidas puritanas (la “ley seca”) o la legislación imbuida de xenofobia (tarifas aduaneras crecientes, de 1922 y 1930; severas cuotas de 1921 y 1924 para limitar la inmigración).
Sería erróneo identificar únicamente en la política y los políticos republicanos de los “felices veinte” a ese país encerrado, casi oscurantista e irresponsable en la rienda suelta dada al capitalismo salvaje, que tan a menudo tiende a presentarse. Pese a su rechazo diplomático de los compromisos de las paces de París, el poder económico y el ascendiente político de Washington dieron a la acción internacional norteamericana un papel sobresaliente en la resolución de la crisis de la posguerra. Los planes Dawes(1924) y Young(1929) fueron básicamente norteamericanos, como lo fueron la mayor parte de los capitales que permitieron resolver la cuestión de las reparaciones, la normalización de los pagos internacionales, la recuperación de la economía alemana y, en definitiva, la entrada en la fase de la concordia que caracterizó el segundo lustro de los veinte.
Tampoco las sucesivas Presidencias de la década fueron exactamente esa especie de paréntesis sin grandeza y de bajo perfil entre los mandatos demócratas de Wilson y Roosevelt. Es cierto que las Presidencias de Harding y Coolidge fueron anodinas. Pero Hoover como secretario de Comercio durante el mandato de sus predecesores y luego como presidente dejó su impronta a lo largo de la década. Durante la guerra, bajo el mandato de Wilson, había desarrollado una importante labor humanitaria en la Bélgica ocupada y, concluida ésta, fue el organizador de la distribución de la ayuda norteamericana a la Europa devastada, en lo que vino a ser un claro precedente del Plan Marshall. La prosperidad de los veinte, asociada a su larga gestión al frente de la economía norteamericana, reforzó su prestigio y le condujo en 1928 a la Casa Blanca. Creía en la libertad, pero también en las posibilidades de una ingeniería social de porte corporativista que organizase y armonizase las fuerzas económicas y los intereses sociales bajo el estímulo de la acción política. Con esas ideas de intervención correctora y dinamizadora de la economía, se enfrentó a lo peor (1929-1933) de la crisis del “29”. Por eso precisamente, porque era lo peor de la crisis, y también porque la larga era de Roosevelt forjó con éxito su propia leyenda rosa y populista, la historia ha infravalorado injustamente al presidente Hoover y, por extensión, a la década republicana de la que fue protagonista excepcional
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