La crisis económica: el mundo empieza y no acaba en Wall Street
En octubre de 1929 el desplome de la cotización de las acciones de la Bolsa de NY comenzó una crisis económica mundial de intensidad desconocida. Su punto más alto fue en 1933. Siguió una moderada recuperación, con recaída, menos acusada, en 1937-38. Ninguna política consiguió atajarla, fue la guerra. Su gravedad trascendió cualquier explicación cíclica, con efectos demoledores sobre el orden social, la estabilidad política y la paz internacional.
A finales del 29 llegó a su término la precaria prosperidad de los años 20. Los precios, el comercio internacional y la actividad de las empresas se hundieron, las inversiones se paralizaron y los parados alcanzaron niveles desconocidos. Bajo el gran crecimiento del segundo lustro de los veinte, en gran medida estimulado por la expansiva política crediticia del Banco de Inglaterra y de la Reserva Federal, se ocultaban deficiencias: abundantes recursos desempleados en el sector industrial; excedentes en el agrario; dependencia del capital extranjero y de los pagos por reparaciones y deudas interaliadas, mientras que el sistema monetario internacional era inestable y precario.
En EE.UU. esta situación podía resultar grave por la combinación de las deficiencias de la economía real con los excesos de una financiación derivada hacia la especulación en Bolsa. La débil presión de la demanda sobre el exceso de recursos era dramática en la agricultura, donde tras la guerra la superproducción estaba hundiendo precios y arruinando familias endeudadas. La debilidad de la demanda frente a la capacidad productiva impulsada por las nuevas tecnologías pudo neutralizarse algunos años con las facilidades crediticias al consumo, la exportación de capitales y la canalización hacía el negocio bursátil de los excedentes del capital. Alimentados por una espiral especulativa, la cotización de los títulos de las empresas en la bolsa se disparó, mientras que sus beneficios reales no reflejaban los precios del mercado financiero. Cuando la realidad se impuso, con el pinchazo de la burbuja bursátil, ésta arrastró al conjunto de la economía. El sistema crediticio, puesto al servicio de la especulación, se colapsó; la actividad de las empresas se desplomó, los precios se hundieron y el paro representó el 27% de la población activa.
La crisis se extendió rápidamente por la creciente mundialización de la economía y del peso de la norteamericana. El cierre del mercado de EE.UU. y la repatriación de capitales contribuyeron a la mundialización de la crisis. Entre 1929-1932 la industria mundial se desplomó un 37% y los intercambios un 25%.
Todo el planeta se vio afectado, más los países cuyas economías eran más dependientes del sistema económico y financiero internacional, mientras que las más proclives a la autarquía fueron menos sensibles. Países pobres o poco industrializados, dependientes de las exportaciones como los de Latinoamérica, la padecieron gravemente. Los del área más desarrollada, pero dependientes de capitales y mercados extranjeros, como Alemania, también. Otros, menos expuestos al exterior como España o Francia, se resintieron menos. Los modelos cerrados al exterior y a las leyes del mercado, como la URSS, conocieron en los 30 un espectacular crecimiento.
La naturaleza internacional de la crisis reflejaba una economía que desde finales del XIX venía internacionalizándose a gran velocidad. Pero mientras que antes de 1914 el sistema internacional de pagos y los equilibrios, dominados por la libra-oro y el poder británico, creaban estabilidad, tras la Gran Guerra ni el sistema monetario ni el poder internacional eran sólidos, ni capaces de asegurar un escenario estable a la internacionalización de la economía. Las respuestas que generó acentuaron el proteccionismo, en la línea del acentuado nacionalismo, soluciones unilaterales que lejos de aportar soluciones agravaron el problema.
La colaboración internacional brilló por su ausencia. El fracaso de la conferencia económica de Londres (1933) demostró la falta de solidaridad entre naciones y generalizó las prácticas económicas nacionalistas: devaluaciones, políticas proteccionistas y tratados bilaterales. El esfuerzo realizado en septiembre de 1936, con el acuerdo tripartito entre EEUU., Inglaterra y Francia para la reducción progresiva de las restricciones a la libertad de cambios, se vio abocado al fracaso por la recesión de 1937-38. Los únicos efectos positivos de colaboración se concretaron en pactos regionales preferentes, como el convenio de Oslo de 1930, que vinculó a los países escandinavos con Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Pero este tipo de convenios perjudicaba también la relación con las zonas no incluidas en la preferencia.
La crisis se mantuvo toda la década, aunque con situaciones variables de uno a otro país: las dificultades fueron muy grandes en EE.UU., Francia, Austria y Checoslovaquia. En Suecia y Gran Bretaña hubo una apreciable recuperación, que en Alemania fue espectacular, mientras que URSS vivió un impresionante impulso de transformación económica.
Los países que, como Alemania o URSS, actuaron al margen del sistema de mercado, pudieron eludir los efectos de la crisis. Aquellos que lo respetaron tuvieron graves dificultades. La protección y las devaluaciones tuvieron escaso efecto por ser tan generalizada.
En la medida que hubo recuperación obedeció más a las fuerzas reales de la economía que a las de los gobiernos; y se apoyó más en los mercados interiores que en los de exportación.
Las respuestas en el sistema
La crisis económica repercutió en todos los órdenes de la vida, agravando las tensiones ideológicas y las confrontaciones de clase de una sociedad que se estaban instalando en la “era de las masas”. Las potencias que encarnaban el poder y la esencia de las libertades públicas, la democracia representativa y el dominio de la economía liberal tuvieron que enfrentarse a una problemática gestión económica para superar la crisis, atajar el desempleo, neutralizar la crecida de las tensiones sociales y asegurar la legitimación del sistema demoliberal. Otros Estados, sin tradición democrática tan sólida, se deslizaron a formas autoritarias o totalitarias de un nacionalismo radical. El desprestigio del modelo demoliberal dio fuerza a URSS que se convirtió en gran potencia y referencia de las esperanzas revolucionarias proletarias.
La crisis económica iniciada en los Estados Unidos tuvo allí una brutal repercusión, aún más visible por contraste con la prosperidad anterior. Entre 1929-32 la renta nacional cayó un 67%, la agrícola un 70%. El presidente Hoover puso en práctica una política intervencionista de gasto público, estímulos a la producción y apoyo al sostenimiento de los salarios. Promovió la inflación del crédito, redujo los impuestos, incrementó las ayudas gubernamentales a través de los bancos e incurrió deliberadamente en un enorme déficit. Una política bastante keynesiana cuyos resultados no consiguieron doblegar la crisis económica, que en 1932 alcanzaba su punto alto. La crisis le pasó factura política. La influencia republicana, dominante en las cámaras en 1928, había sido sustituida por la de los demócratas en el 32, cuando fue elegido el demócrata, Franklin Delano Roosevelt.
Roosevelt tenía una voluntad férrea, sentido pragmático y gran capacidad persuasiva. Fue un líder de la opinión pública, con amplio apoyo en los medios populares. Estaba convencido de que la crisis exigía dotar al gobierno federal de los medios necesarios para intervenir activamente en la vida económica; presentó como proyecto lo que denominó New Deal, una versión, bien publicitada, de la estrategia de su predecesor.
Asesorado por un brain trust de profesores de economía política de la Universidad de Columbia, el New Deal se concretó en un conjunto de medidas, la mayoría adoptadas en los primeros cien días presidenciales. En el plano monetario y financiero se abandonaba el patrón oro (junio 1933), devaluando el dólar un 40% para favorecer las exportaciones y aliviar las deudas de los productores; se rebajaban los tipos de interés y se favorecían los créditos a los granjeros y pequeños propietarios; se controlaba a la banca, estableciendo una garantía para los depósitos; se adoptaban medidas para combatir la especulación financiera y bursátil.
En el sector agrícola puso en marcha generosas subvenciones (Agricultural Adjustment Act, mayo 1933) para reducir áreas de cultivo de producciones fundamentales, como el algodón, permitiendo así el aumento de los precios. El coste de la política agraria fue muy elevado.
La política industrial (National Industrial Recovery Act, junio 1933) trataba de reactivar la actividad de las empresas, evitando la superproducción, impulsando la recuperación de precios, aumentando salarios y disminuyendo horas laborales. Para ajustar la producción al mercado se favoreció la cartelización de empresas y se impulsó una política social que favorecía a los asalariados y animaba la recuperación de la demanda. Se elaboró un código de trabajo modelo. El gobierno federal intervino como mediador en conflictos laborales desde una Oficina Nacional de Trabajo,protegió la acción sindical y el derecho de huelga y, en 1935, estableció un sistema de jubilación por edad. Para combatir el paro, en mayo de 1933 se estableció un fondo de ayuda a los desempleados. El modelo intervencionista más acabado del New Deal fue la creación de una sociedad investida de poderes gubernamentales (Tennessee Valley Authority) para el desarrollo integral de los recursos de la cuenca del Tennessee.
El balance económico del New Deal no fue positivo. La inversión privada permaneció débil e incluso pudo verse desalentada por el intervencionismo estatal. Después de una recuperación desde el punto alto de la crisis en 1933, la depresión volvió a acentuarse en 1937-38. Sin embargo, si el gasto público no hubiera acudido a suplir el hundimiento de las inversiones del sector privado, la crisis hubiera sido aún más intensa. La alternativa al intervencionismo gubernamental de Hoover-Roosevelt sólo podía ser el ajuste automático de la economía, pero el coste social habría equivalido a una tragedia colectiva que nadie estaba dispuesto a aceptar.
En el terreno político y de la política económica y social el New Deal difundió cambios de hondo calado. Las medidas resultaron innovadoras, sacrificando la ortodoxia monetaria y financiera en beneficio de una reactivación económica que pasaba por el déficit público, la inflación, la reglamentación del sistema productivo y financiero, el aumento de las rentas salariales y todo mediante el refuerzo de los poderes presidenciales. La oposición conservadora de la Corte Suprema, que sentenció inconstitucionales parte de las medidas del New Deal, fue dominada por Roosevelt y su prestigio le valió la relección en 1936, 40 y 44, hasta su muerte en 1945.
Contrariamente a lo que sugerían sus opositores, Roosevelt no trataba de hacer una revolución para acabar con el sistema, sino adaptarlo para que sobreviviese. Su reformismo fue intenso, al punto que, al doblegar la oposición del poder judicial, pudo hablarse de verdadera reforma constitucional de 1937. Confrontada a los intensos desafíos económicos y sociales de los 30, la política norteamericana introdujo dos cambios profundos: el refuerzo del poder Federal encarnado sobre todo en la Presidencia; y la noción de que el sistema capitalista no podía dejarse a merced de la autorregulación del mercado y de que la protección de los intereses de los trabajadores constituía no sólo un deber de justicia social, sino un instrumento ineludible de recuperación de la actividad económica.
El contramodelo francés
La Francia de entreguerras era una nación cansada, no sólo por el esfuerzo entre 1914-1919, sino por la agudización de la debilidad demográfica, lastrada desde el XIX y crecida por la guerra, llegando a reducirse, afectando en su mayoría a la población activa. El envejecimiento de la población favoreció la intensificación de una psicología colectiva dominada por valores conservadores, que se inscribían con naturalidad en el aburguesamiento del régimen y en el peso del mundo rural. Se les oponía la sociedad de trabajadores industriales, los partidos de izquierda y sindicatos, cuyas penurias dificultaban la modernización e integración social, que se expresaban en discontinuos impulsos de lucha obrera. Las tensiones ideológicas de derechas reaccionarias e izquierdas revolucionarias acabaron por generar en polarización entre dos países y el debilitamiento del colectivo nacional para superar las dificultades.
La realidad institucional y política de la III República se ajustaba mal al primado de lo económico y de lo social, que desde el final de la Primera Guerra se imponía en todas partes. La parálisis de los gobiernos y de los parlamentos ante la crisis monetaria y financiera de 1924-26 y frente a la recesión de los 30, generalizó la necesidad de reformas profundas. El inmovilismo, reflejado en una notable estabilidad del cuerpo electoral, engendraba una profunda inestabilidad de mayorías y gobiernos. El partido radical, centro que configuraba mayorías a derecha o a izquierda según conviniera a su interés, representaba la combinación de inmovilismo e inestabilidad. Pero la inestabilidad obedecía sobre todo a un excesivo dominio del poder legislativo sobre el ejecutivo: en 21 años Francia tuvo 42 gobiernos.
La dimisión de Poincaré por salud, en julio de 1929, abrió una inestabilidad donde se sucedieron efímeros e inoperantes gobiernos ante cuya impotencia sobrevino la catástrofe económica. Ésta alcanzó a Francia más tarde y más moderadamente, puesto que las barreras aduaneras y la estructura más familiar de su agricultura y sus empresas industriales la hacían menos vulnerable a la recesión internacional. Se dejó sentir desde 1931 y resultó más continuada e intensa, sobre todo porque las autoridades respondieron tarde y con medidas contraproducentes.
Poincaré |
Las legislativas de mayo de 1932 dieron un gobierno presidido por Herriot, con socialistas y radicales. La caída del gabinete, en diciembre, liquidó esta reedición del “bloque de izquierdas” del 24, para orientarse hacia el centroderecha, siempre con los radicales. Los importantes recursos de oro del Banco de Francia y la estabilización del franco en 1928 a niveles competitivos habían permitido suponer que se encontraba bien pertrechado para enfrentarse a la crisis. Pero el incremento comparativo de los precios franceses ante la ola de devaluaciones, sobre todo de la libra (1931) y del dólar (1932), dispararon el déficit. Los sucesores de Herriot, empeñados en evitar el déficit, optaron por la deflación de precios y salarios. Las consecuencias, desastrosas: la caída de precios internos no pudo competir con las devaluaciones, pero la actividad económica se contrajo más, el paro aumentó, y los efectos sobre rentas de productores, campesinos y asalariados se dejaron sentir en un descenso brusco del nivel de vida. La crispación social y la polarización ideológica se agravaron, amenazando la paz social y el sistema político.
En febrero de 1934, a consecuencia de un asunto de corrupción (el “caso Stavisky”), el día 6 más de 100.000 personas, movilizadas contra el sistema por organizaciones de la derecha radical, intentaron asaltar el Parlamento.
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caso Stavisky |
Se saldó con un centenar de víctimas por las cargas policiales y dio lugar a una acción de protesta de comunistas y socialistas que los días 9 y 12 llenaron también las calles de París con decenas de miles de manifestantes.
Los gobiernos de centroderecha que se sucedieron tras la caída del gabinete de Daladier fueron incapaces de superar la fractura política y social, al tiempo que se aferraban al recurso deflacionista. Frente a la amenaza de la derecha radical, animada por la experiencia fascista, la crisis de febrero de 1934 fue el arranque de la unión de izquierdas para formar un “frente popular”. Los comunistas, siguiendo consignas de la III Internacional (es decir, Stalin) desde 1935, impulsaban ese “frente único” con socialistas y partidos burgueses democráticos para cerrar el paso al fascismo. Era una alianza electoral, sin programa común, aunque con objetivos mínimos: defensa liberal, de las libertades sindicales y abandono de la política económica ortodoxa para combatir la crisis. En torno a las alternativas polarizadas de izquierda y derecha, Francia vivió en 1935 y principios de 1936 un ambiente de intensa movilización que el 26 de abril de 1936 llevó a las urnas a casi un 85% del cuerpo electoral. Triunfó la coalición de centro izquierda.
El gobierno estaba integrado por radicales y socialistas, los comunistas debían asegurarle su apoyo. Presidido por Léon Blum, de familia judía, suscitó tanto entusiasmo por parte de la izquierda como rechazo de sectores radicales de la derecha que expresaron su antisemitismo con una propaganda injuriosa contra el presidente. Los comunistas no tardaron en acusar al gabinete de debilidad y promovieron un movimiento de huelgas con ocupación de fábricas. La guerra civil de España acumuló mayor tensión sobre la opinión francesa, dividida entre derecha e izquierda, al punto de que el gobierno hubo de renunciar a apoyar a la República ante el temor a provocar una confrontación en Francia.
Entre junio de 1936 y marzo de 1937 el gobierno de Blum puso en marcha una política similar a la del New Deal. Los Acuerdos de Matignon (junio 1936) entre patronal y obreros establecieron el sistema de convenios colectivos, elevación de salarios, reducción a 40 horas de la semana laboral y vacaciones pagadas. Trataba de mejorar la situación de los trabajadores y estimular la demanda. Para favorecer las exportaciones, el franco perdió su paridad de 1928, devaluándose hasta 4 veces entre octubre de 1936 y mayo de 1938. Los resultados fueron decepcionantes. El empleo aumentó, pero la situación económica no logró enderezarse, al no obtenerse un aumento de productividad, la producción tendió a retraerse y el aumento de sus costes salariales se trasladó a los precios, que muy pronto superaron a los salarios, la manteniéndose las causas del descontento y de las agitaciones sociales.
En junio de 1937 el bloqueo en el Senado de un proyecto que hubiera dado al Gobierno plenos poderes en materia financiera echó por tierra el gabinete de Léon Blum y con la experiencia frentepopulista que no se mantuvo con los gabinetes radicales de Chautemps y Dadalier, orientados hacia los moderados.
Inglaterra: el relativo éxito del sentido común
GB resolvió bastante bien la crisis y no padeció las tensiones políticas francesas. De hecho, en los 20 cuando perdió su hegemonía mundial y las desastrosas consecuencias del regreso al patrón oro (1925) provocaron un fuerte impacto sobre sus posiciones económicas, generando importante contestación social. En general la recesión de los 30 fue combatida con medidas razonables, desde un sistema caracterizado por estabilidad y sentido de la responsabilidad nacional.
Fue un segundo gobierno laborista presidido por MacDonald, tras las elecciones de mayo de 1929, el que se enfrentó a la llegada de la crisis. Los parados subieron de 1,2 millones en 1929 a 2,4 un año después. En julio de 1931 los generosos préstamos al Estado y a Alemania habían dejado baja la solvencia del Banco de Inglaterra sujeto a masivas retiradas de oro. Sin posibilidad de obtener créditos del extranjero, la libra se hundía. Los medios políticos estaban divididos sobre las medidas para la crisis: la mayoría del laborismo postulaba un aumento de impuestos, la oposición conservadora reclamaba austeridad en el gasto y un sistema proteccionista, manteniéndose el librecambio en las relaciones con el Imperio. El primer ministro se inclinó por la conservadora. El grueso del partido le dejó, pero MacDonald formó un gobierno con laboristas, conservadores y liberales. Fórmula de unión nacional hasta 1935.
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MacDonald |
Las medidas para combatir la recesión fueron mezcla de ortodoxia y heterodoxia económicas, combinadas con sentido pragmático. Se evitó financiar la recuperación con déficits y se tomaron medidas para favorecer la actividad económica y el empleo. El gobierno prestó ayuda a los parados, favoreció el desplazamiento de la mano de obra a regiones con índices bajos de desempleo y trató de estimular la actividad industrial, facilitando a los empresarios el acceso a las infraestructuras. Resultó innovadora la devaluación de la libra, que permitió reactivar las exportaciones, y la implantación de medidas proteccionistas para reservar el mercado interno.
Se echaba por tierra una larga tradición librecambista. Fue asimismo innovador el acuerdo adoptado en la conferencia imperial de Ottawa (julio-agosto 1932) de un sistema de “preferencia imperial”, que trataba de favorecer el comercio en el interior del espacio británico.
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conferencia imperial de Ottawa |
Los resultados fueron desiguales según sectores. Los grandes centros textiles y construcción naval no recuperaron los niveles de 1929, en cambio se desarrollaron las nuevas industrias (mecánica y química) en la región de Londres, y la construcción de viviendas creció vertiginosamente. El número de parados descendió de 3 millones a 1,7 en 1937.
Tras la dimisión de MacDonald, en junio de 1935, le sucedió el conservador Stanley Baldwin. Los conservadores revalidaron su mayoría en las elecciones generales de noviembre de 1935. Bajo Baldwin primero y con Neville Chamberlain como primer ministro desde mayo de 1937, gobernaron el país hasta 1940. La política británica estuvo cada vez más absorbida por los problemas internacionales por el expansionismo hitleriano. Los gastos militares comenzaron a subir desde 1935, pero la pacifista opinión pública tardó en comprender la amenaza nazi y el gobierno hizo lo que pudo, con concesiones, para frenar con concesiones el expansionismo germano.
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Chamberlain |
España: una democracia extemporánea
La crisis económica, con sus tensiones sociales e ideológicas, se había dejado sentir en las grandes democracias, aunque, salvo en Francia donde el sistema tenía cada vez más en contra a amplios sectores, su capacidad de resistencia a los vientos autoritarios estaba fuera de dudas. El bloque demoliberal de Occidente se había agrandado con España que, tras la caída de Primo de Rivera (1930) y la imposibilidad de una regeneración dentro de la Monarquía, había establecido en abril de 1931 una república democrática (la II República) con tintes muy avanzados en materia social. Hasta noviembre de 1933 el gobierno estuvo en manos de una coalición de republicanos de izquierda y socialistas, que trató de llevar a cabo reformas políticas, sociales, territoriales y militares profundas, mientras que apostaba por un pacifismo internacionalista basado en la Sociedad de Naciones. Pero las circunstancias eran las peores posibles para ese ensayo progresista. Acosado por la izquierda revolucionaria del anarcosindicalismo y por la derecha contrarrevolucionaria, la coalición de centroizquierda se vino abajo, siendo sucedida en otoño de 1933 por un gobierno de centroderecha, que se dedicó a desmontar la obra del primer bienio.
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Proclamación de la II república española |
Los socialistas se echaron en brazos de la revolución con el pretexto de que el advenimiento de las derechas a las instituciones anunciaba el triunfo del fascismo en España. La revolución de octubre de 1934, duramente reprimida, no trajo el fascismo, pero fue un punto sin retorno en la confrontación entre las “dos Españas”. La victoria de un “frente popular” en las elecciones de febrero de 1936, constituyó ya el pórtico de una larga guerra civil (julio 1936-abril 1939) que, ubicada en el escenario de las tensiones internacionales conducentes a la Segunda Guerra Mundial, vendría a concluir con el establecimiento de la larga dictadura del general Franco (1939-1975).
Las respuestas contra el sistema
La crisis de los 30 (política, social, ideológica) fue terreno abonado para el ascenso de las tendencias opuestas al sistema liberal, desde posiciones revolucionarias o contrarrevolucionarias.
La URSS de Stalin o el nacimiento del otro mundo
La Rusia soviética de los años treinta no debió nada a la crisis del 29, sino que su sistema político y económico, opuesta al demoliberalismo y al sistema de mercado, era consustancial al proyecto revolucionario de los bolcheviques desde su triunfo a fines de 1917. Un año antes del crash de Wall Street, Stalin se había impuesto a Trotsky y el primer plan quinquenal ponía término al occidentalismo de la NEP (Nueva Política Económica). Frente al internacionalismo revolucionario y la “revolución permanente” de Trotsky, Stalin imponía una revolución nacional, identificada con un poder revolucionario sobre el partido, sobre el Estado y sobre el proletariado, cuya dictadura pretendía encarnar. Este sistema realizó una brutal revolución desde arriba para transformar al país en una potencia industrial. Los planes quinquenales fueron la expresión en el terreno de la economía.
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Stalin |
En la década se pusieron en marcha tres planes quinquenales (1929-1933; 1933-1937; 1938-1941), el último, interrumpido por la invasión alemana. Se trató de un gigantesco esfuerzo de revolución industrial impuesta desde el poder, desagrarizando y transfiriendo gran parte del potencial demográfico rural a la industria, modernizando el sector agrícola y desarrollando la producción de bienes de capital. Los recursos de inversión procedieron básicamente de las plusvalías del trabajo nacional “confiscadas” por el Estado mediante impuestos, bajos salarios y escasas prestaciones sociales y hasta una propaganda enaltecedora (stajanovismo) para aportar horas de patriótico trabajo a la causa suprema de la nación revolucionaria. Los resultados fueron espectaculares. En términos generales los planes sobrepasaron los objetivos. Y en vísperas de la guerra, la URSS era una gran potencia.
Pero el coste social había sido tremendo. La industria de bienes de consumo fue sacrificada en beneficio de la de bienes de producción. La industrialización se había financiado con enorme sacrificio de los recursos familiares. En el campo, las colectivizaciones (en la práctica estatalizaciones) fueron traumáticas por la oposición de los campesinos que preferían destruir sus propiedades antes que entrar en las granjas colectivas. El saldo en términos de víctimas fue enorme y los resultados económicos de esta revolución agrícola resultaron muy inferiores a los de la industria.
En el poder político, desde diciembre de 1934 dio lugar a una masiva represión de disidentes y sospechosos frente al dominio de Stalin. Las “purgas” se tradujeron en decenas de miles de deportaciones de bolcheviques a Siberia, donde fueron sometidos a trabajos forzados o eliminados. Acusados de traición o de espionaje, muchas personalidades del régimen, como Zinoviev, Kamenev (1936), Radek, generales como el mariscal Tukhachevski y otros (1937), Ryckov o Bujarin (1938) fueron ejecutados, obligándoles a autoinculparse de crímenes políticos inexistentes. Mediante la “autocrítica” el partido quedó depurado de cualquier futura oposició. Las universidades fueron saneadas, los historiadores y escritores silenciados o forzados a ponerse al servicio del culto a la personalidad de Stalin.
Esta URSS fue percibida en los 30 por los comunistas y una parte de la intelectualidad occidental, como el santuario de una revolución mundial que debía redimir al proletariado internacional de la miseria y de la nueva esclavitud generada por el capitalismo. La III Internacional (comunista) fue el instrumento del imperialismo ideológico de Stalin. La juventud que en los años 30 se rebelaba contra la corrupción de la democracia liberal y contra la miseria social que extendía por doquier su aliada, la plutocracia capitalista, tendía a enrolarse en las filas de las dos revoluciones antisistema: la comunista o la fascista, unidas por su odio al demoliberalismo. La llegada de Hitler al poder y el avance de autoritarismos de derecha hizo comprender a la URSS que el combate al fascismo resultaba prioritario, llevándola desde 1935 a promover “frentes populares” con las “caducas” fuerzas de las democracias burguesas” para poner dique al avance del enemigo común.
Hitler en Alemania: la solución de la guerra
El derrumbe del edificio democrático europeo, aparentemente en plenitud tras la victoria aliada en la IGM, comenzó en 1922 con la dictadura de Mussolini. En los años siguientes se habían impuesto otras en España, Portugal, Polonia, Grecia, Hungría, Yugoslavia.
Pero fueron las consecuencias de la crisis y la influencia de la “revolución” hitleriana los catalizadores de la “era fascista” que para muchos anunciaba una nueva fase histórica.
En Alemania, la insatisfacción nacionalista por la derrota de 1918 y las duras imposiciones de los vencedores, aliada a las consecuencias de la crisis, proyectaron el ascenso electoral del partido nazi. La economía alemana fue especialmente sensible a la crisis del 29 por la dependencia de los capitales extranjeros. En julio de 1931 el Reichsbank hubo de suspender pagos al exterior. Ante la caída de precios internacionales, el gobierno optó por una política deflacionaria, decretando en diciembre de 1931 la reducción de salarios a nivel de 1927, que debía producir una reducción equivalente de precios. Esa disminución no pudo competir con las devaluaciones de otros países, mientras que la deflación agravó hasta límites desconocidos los efectos de la crisis, acentuando la inhibición de productores y consumidores y disparando el paro. El país se había hundido. La respuesta fue el advenimiento al poder del Partido Alemán Nacional-Socialista de los Trabajadores convertido por Hitler en una fuerza política arrolladora.
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Hitler |
El proyecto hitleriano, expreso en Mi lucha, de 1925, se basaba en un nacionalismo racista que aspiraba a reunir bajo el Reich al conjunto de población alemana dispersa en otros Estados y a ampliar el “espacio vital” europeo de la nueva Alemania al Este. El objetivo declarado era la expansión territorial; su condición previa, el establecimiento de un poder totalitario; el camino final, la guerra.
Su asalto al poder fue consecuencia del impacto económico y social de la crisis del 29. Sus consecuencias políticas se reflejaron en una erosión del espectro de centro (socialdemócratas, católicos, liberales), soporte del régimen constitucional de Weimar, y un crecimiento de las alternativas extremas, comunista y nazi. Los procesos electorales entre 1930 y 1932 convirtieron al partido de Hitler en fuerza mayoritaria, sin la cual era imposible gobernar. Señor de la calle, a través de una milicia partidaria (las S.A.) y capitalizando la conciencia nacionalista del alemán medio, demagógicamente atraído con el señuelo “revolucionario” del doble combate a la “plutocracia” y al comunismo, en enero de 1933 Hitler fue designado canciller por Hindenburg.
La imposición de la dictadura nazi fue rápida. En febrero de 1933, el incendio del Reichstag, del que se culpó a los comunistas, puso en marcha su implantación. Una nueva Cámara, tras las elecciones de marzo, con el 44% para el partido nazi, dio a Hitler plenos poderes. La constitución de Weimar moría. Al régimen de libertades sucedió un Estado policial encarnado en el Führer, que persiguió todo tipo de oposición y depuró a su propio partido en junio de 1934. Tras la muerte de Hindenburg, en agosto, la celebración el día 19 de un plebiscito, que arrojó un 90% de votos favorables, puso también en manos de Hitler la jefatura del Estado, completando así el control de las instituciones.
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Incendio del Reichstag |
La lucha contra la crisis, consonante con la naturaleza dictatorial del régimen, estableció una estricta política de controles (salarios, precios, comercio exterior, cambios, mercados monetarios y de capitales), de planificación selectiva y de impulso a las inversiones públicas, orientadas desde 1936 al rearme. El gasto gubernamental se disparó a costa del privado y del consumo. Para hacer frente al enorme gasto público, se sacaron recursos del sector privado, limitando las inversiones en industrias de consumo y frenando su demanda mediante estrictos controles de salarios y precios, aumento de los impuestos y ahorro forzoso. El comercio exterior fue objeto de estricta regulación, limitando las importaciones no esenciales y estimulando las exportaciones. Para evitar la salida de divisas, se firmaron acuerdos bilaterales de clearing, sobre todo con países de la Europa sudoriental, que fueron entrando en la órbita económica del Reich, preparando así su satelización política. Los resultados fueron espectaculares: el paro era prácticamente inexistente en 1938.
La eficacia contra la crisis, la utilización de una propaganda movilizadora y una máquina represiva aseguraron el éxito de una extremosa experiencia totalitaria. Estaba condenada al desastre (de Alemania y de Europa) puesto que, carente de divisas y mercados de exportación, y por tanto de los recursos propios de una normal economía de mercado, sólo el pillaje internacional y la política armamentística eran capaces de sostener la regeneración alemana.
Y, porque, en último término, la confesada razón de ser de ese Estado totalitario era la realización de unos objetivos imperialistas que pasaban por la guerra y la destrucción.
Salazar en Portugal: “un Estado tan fuerte que no precise ser violento”
Inscritas dentro del fenómeno de crisis del Estado liberal, las experiencias dictatoriales se extendieron en el período de entreguerras y alcanzaron su máxima expresión en los 30. La Italia fascista había creado un modelo desde 1922 que se radicalizó en los 30, pero perdió también en gran medida su liderazgo como referente desde el ascenso nazi.
Otras dictaduras se habían ido imponiendo en España (1923, 1939), en Portugal y Polonia (1926), en Grecia (1928), en Yugoslavia (1929), en Hungría (1932), en Austria y en Rumanía (1933), en Bulgaria (1934) y en los Estados bálticos. Sin embargo, la naturaleza de estos regímenes era más autoritaria que totalitaria. Bajo una parafernalia simbológica y/o institucional de aspecto fascistoide, encubrían a menudo simples dictaduras conservadoras cuyos objetivos eran siempre más de control que de movilización social.
En Portugal, la crisis permanente de la República parlamentaria establecida en octubre de 1910 acabó desembocando en un amplio movimiento militar (28 de mayo de 1926) que impuso una dictadura. Sin embargo, los militares fueron gestores desastrosos, agravando la situación de la Hacienda Pública, e incapaces de articular un sistema alternativo estable que conciliara la tradición liberal-constitucional con la eficacia administrativa y la solidez del poder. En abril de 1928 fue invitado a hacerse cargo de Finanzas el Dr. António de Oliveira Salazar; éste exigió poderes excepcionales en materia financiera y logró enderezar las cuentas del Estado. El éxito agrandó su poder, pasando a ocupar la Presidencia del Consejo de Ministros en julio de 1932, que no abandonaría hasta su retirada, por enfermedad, en septiembre de 1968. La clave del ascenso y consolidación del poderoso ministro fue aportar a la dictadura ideas e instituciones que transformaron una desorientada situación política de facto, de naturaleza militar, en un régimen de estirpe civilista y fundamentación jurídica, estable y autoritario, a la vez que dotado de un entramado institucional no frontalmente antidemocrático y de una praxis dictatorial relativamente templada.
La estructura del llamado Estado Novo quedó configurada en los primeros años treinta con la publicación del Acta Colonial (1930), que establecía la indisoluble unión de Portugal y sus colonias; la formación de la Unión Nacional (1932), mezcla de partido único y plataforma cívica de apoyo y legitimación del régimen; la Constitución política (1933), modelo “ecléctico” que combinaba elementos autoritarios con otros del constitucionalismo liberal clásico; y los decretos de organización corporativa (1933). La política económica salazarista (conciliando ortodoxia financiera, devaluación del escudo, inversiones públicas y cartelización industrial) contribuyó a amortiguar los efectos, en sí mismo débiles, de la crisis mundial. Las tensiones internacionales y la guerra de España (en las que Salazar intervino en apoyo del franquismo) acentuaron los perfiles “fascistas” de la dictadura: creció la represión y se crearon organizaciones tan representativas del nuevo estilo como la Legión Portuguesa y la Juventud Portuguesa. Pero el régimen nunca llegó a alcanzar los niveles de crispación de otros países, la represión fue comparativamente moderada y el propio Salazar marcó expresas distancias con los regímenes totalitarios, que decía comprender, pero que también condenaba por despóticos y ajenos a los valores de la sociedad. Como el franquismo, y aún de forma menos problemática y más confortable, su neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, permitió al salazarismo sobrevivir a la caída de los fascismos en 1945 y prolongar la dictadura del Estado Novo hasta su derrumbe en abril de 1974
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