Los años treinta se inauguran con el fatídico “crack del 29” y la posterior crisis económica, que sumirá a Estados Unidos y a Europa en la “Gran Depresión”. Esta crisis, que afectó por igual a países ricos y pobres, tuvo efectos devastadores y sus consecuencias se prolongaron hasta el comienzo de la II Guerra Mundial.
La quiebra de la seguridad colectiva (1931-1936)
Manchuria: el arranque del expansionismo japonés
La primera iniciativa contra el orden internacional procedió de Japón, cuyo desarrollo y presión demográfica se vieron comprometidos por el cierre de los mercados internacionales por la crisis económica. Desde finales del XIX Japón se había convertido en la potencia dominante en Extremo Oriente. Aliado de los occidentales en la guerra de 1914, la victoria de 1919 había reforzado sus posiciones en la región.
Esta situación preponderante era inaceptable para Inglaterra y sobre todo para EE. UU. La alianza anglo-japonesa fue denunciada en 1921 y la presión norteamericana obligó a Tokio a aceptar una conferencia en Washington sobre Extremo Oriente (noviembre 1921 a febrero 1922), cuyos acuerdos lo forzaban a renunciar a las ventajas territoriales de 1919 (Shangtung y la Provincia Marítima), comprometiéndolo a respetar el statu quo y a limitar su rearme naval.
Tokio conservaba sus privilegios en Manchuria meridional y archipiélagos alemanes en el Pacífico. La presión demográfica y los intereses económicos mantenían el expansionismo sostenido por sectores militares. La idea de que en las 3 provincias manchúes había que liquidar la administración china para desarrollar la expansión poblacional y económica pasó a ser objetivo persistente, estimulado por la actitud antijaponesa del gobierno chino del Kuomintang, que había restablecido más o menos la unidad del Estado. Hasta fines de década se había impuesto la política del sector liberal encarnada en el ministro de Exteriores, Shidehara, partidario de procedimientos pacíficos de penetración comercial. Pero en 1930 el poder se desplazó hacia los medios militares, representantes de un nacionalismo agresivo. El inmenso territorio vecino del Estado chino, que vivía en una situación de crónica debilidad, se ofrecía como la mejor perspectiva para el expansionismo japonés.
Desde 1905 las tropas niponas ocupaban la “zona del ferrocarril” meridional de Manchuria, donde Japón ejercía su influencia económica. El estallido en septiembre de 1931 de una bomba en el ferrocarril fue el pretexto para una acción militar que en pocas semanas se extendió por toda la provincia. El 1 de Marzo de 1932 se proclamó la independencia, respecto a China, de Manchuria, que, bajo el nombre de Manchukúo y el poder nominal del príncipe Pu-Yi, quedaba de hecho como un protectorado de Tokio.
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Manchukuo |
Era una iniciativa doblemente grave porque China era también miembro de la Sociedad de Naciones, a la que Pekín apeló. Los resultados de la respuesta internacional a esta agresión a los tratados resultaron débiles. La Sociedad de Naciones comenzó por evitar calificar a Japón de agresor, aceptando la posibilidad de una ampliación de los privilegios económicos nipones en la región. Y, cuando vino a constituirse el Estado fantasma de Manchukúo, a pesar de no reconocerlo, surgió la solución de que las provincias manchúes recibieran un régimen de autonomía administrativa. Sólo cuando la firmeza de Tokio tornó inviable cualquier solución de compromiso, la Sociedad de Naciones exigió, en febrero de 1933, la retirada de las fuerzas japonesas y declaró formalmente que no reconocía a Manchukúo. Pero ni calificó a Japón de agresor, ni contempló aplicar las sanciones previstas en el artículo 16 del Pacto. La debilidad de la Sociedad de Naciones era reflejo de la debilidad de las grandes potencias con intereses en la zona, Inglaterra y EE.UU., que no se atrevieron a enfrentarse a Japón.
La crisis de Manchuria fue mortal a los principios, tratados y organizaciones internacionales. Se había atentado contra la soberanía de un Estado sin que el agresor sufriera otra sanción que la condena moral. Incluso la réplica a esa condena fue el abandono de Japón de la Sociedad de Naciones el 27 de marzo de 1932.
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Manchukuo |
Etiopía en el objetivo expansionista italiano
La frustración del nacionalismo italiano por los acuerdos de Paz había estado en el origen de la dictadura fascista en 1922. Su política revisionista se había reflejado desde otoño de 1923 en una reactivación de su acción colonial en África Oriental donde poseía Somalia y Eritrea. El sentido de estas colonias era la expansión hacia el Estado independiente de Etiopía, que podía suministrar mercados y un territorio a la emigración italiana. La dictadura fascista basaba sus pretensiones de expansión económica o política en Etiopía en el acuerdo firmado el 13 de diciembre de 1906 con Francia y GB delimitando sus zonas de influencia en el Estado etíope. En 1925 Roma había suscrito otro con Inglaterra, obteniendo el plácet británico para construir un ferrocarril y acometer una política de realizaciones en su zona de influencia exclusiva. Sin embargo, en los años siguientes la resistencia del gobierno etíope frente a las ofertas económicas italianas decidió al gobierno fascista a despejar la oposición del gobierno de Negus por la fuerza. Desde 1932 se estudió realizar una acción militar y a finales de 1933 Mussolini consideraba que en tres años el problema debía quedar zanjado. Daba igual que Etiopía fuera miembro de la Sociedad de Naciones, ante la que en 1926 el gobierno del Negus había denunciado el tratado anglo-italiano como una amenaza para su independencia. A principios de los 30, Italia estaba dispuesta a anexionarlo. Francia e Inglaterra conocían estas intenciones y se veían afectadas, pero las posibilidades de una respuesta de las grandes democracias eran escasas.
Los franceses, temerosos de las intenciones alemanas de anexionar Austria, precisaban el apoyo de Italia para frenar las iniciativas germánicas, mientras que las fuerzas armadas y la marina británicas estaban aún muy disminuidas.
Los primeros pasos del revisionismo alemán
Las primeras iniciativas alemanas para liquidar los acuerdos de posguerra fueron anteriores a la llegada de los nazis.
Los últimos gobiernos conservadores de la República de Weimar se vieron presionados por la crisis económica y por el sentimiento nacionalista. Pretendieron además evitar el ascenso arrollador del nacionalsocialismo retirándole los argumentos patrióticos en que basaba su estrategia.
La declaración del canciller Brüning, en junio de 1931, de que Alemania dejaría de pagar las reparaciones de guerra fue la primera medida de revisión. La posición comprensiva de Inglaterra y EE.UU. dejó aislada a Francia, que tuvo que cancelar unilateralmente las deudas interaliadas. Otro éxito del revisionismo alemán, en diciembre de 1932, fue cuando el canciller Von Papen consiguió, también con beneplácito de Londres, que en la conferencia internacional de desarme reunida en Ginebra en febrero se aceptase el principio de igualdad de derechos. Probablemente las potencias democráticas temieron que una negativa acelerase la llegada de Hitler. Alemania tuvo que renunciar en septiembre de 1931 a un proyecto de unión aduanera con Austria (marzo de 1931), para combatir los efectos de la crisis, que hubiera sido la antecámara de una unión política.
La llegada del nacionalsocialismo al poder en enero de 1933 supuso una aceleración brusca de un revisionismo expansionista que en 6 años condujo a la guerra. Los objetivos hitlerianos apuntaban en una primera fase a la reconstrucción de las fuerzas armadas y a la incorporación al Reich de las poblaciones alemanas de otros Estados, antes de acometer la conquista del “espacio vital” en dirección al Este.
La política de incorporación de población alemana sólo tuvo éxito en el Sarre, cuya población segregada de Alemania en 1919 y puesta bajo jurisdicción de la Sociedad de Naciones, debía decidir su futuro mediante referéndum. La consulta del 13 de enero de 1935 arrojó un 90% de votos a favor del regreso a Alemania.
El objetivo de anexionarse Austria fracasó. Hitler actuó con cautela en el tema de las poblaciones alemanas en el exterior y la cuestión de los alemanes en Polonia y las disputas por el pasillo de Dantzig, fueron relegadas. A propuesta alemana, en enero de 1934 Varsovia y Berlín suscribieron un pacto de renuncia a la guerra, que, además de tranquilizar a Hitler por el este, debilitaba enormemente la alianza franco-polaca.
La política de paz hacia Polonia tuvo su contrapartida en las iniciativas para incorporar a Austria Aunque desde el ascenso de Hitler el mayoritario apoyo de la opinión austriaca al Anschluss había sido sustituido por rechazo, el gobierno alemán tenía dos bazas a favor: un partido nacionalsocialista austriaco y las luchas internas que enfrentaban al socialismo con el gobierno del partido cristiano-social del canciller Dollfuss. Del 11 al 13 de febrero de 1934 Viena vivió una batalla entre milicias socialistas y fuerzas gubernamentales y el 1 de mayo se instauró una constitución autoritaria. El partido nazi austriaco trató de explotar la crisis interna preparando un golpe de Estado que acabó con la vida del canciller Dollfuss (25 de julio de 1934), pero no cuajó, carente del respaldo de la población y las
fuerzas del Estado. El nuevo canciller Schusschnigg ocupó el poder sin oposición. Berlín no se movió en apoyo de los nazis austriacos por la oposición de Italia que había advertido su decisión de proteger, incluso por las armas, la independencia austriaca. En cambio, las potencias democráticas estuvieron menos firmes, evitando vincularse de forma directa a la posición del gobierno italiano.
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Schusschnigg |
La dictadura nazi actuó con contundencia en la cuestión del rearme, violando los compromisos y obligaciones internacionales. Francia, abandonada por Inglaterra, había aceptado en diciembre de 1932 la igualdad de derechos, pero, a la hora de llevarla a cabo, proponía cuatro años para que pudieran entrar en juego mecanismos de control por la Sociedad de Naciones. En mayo del 33 Hitler reclamó la puesta en práctica de la igualdad de derechos y, ante la negativa francesa, el 14 de octubre abandonó la Conferencia de Desarme y la Sociedad de Naciones. Fue el comienzo de un rearme clandestino que, desde marzo del 35, pasó a declararse abiertamente por el gobierno alemán, con el anuncio del restablecimiento del servicio militar obligatorio y de la constitución de un ejército. Hitler sabía que era un paso al margen de la legalidad internacional. Los británicos y los franceses no se enfrentaron de forma eficaz a las iniciativas germánicas y esta pasividad dio una fácil victoria a Hitler.
Fracaso de la contención e impulso del bloque fascista
Ante el derrumbe de las estructuras internacionales para poner coto al revisionismo alemán, la diplomacia francesa buscó desde 1934 el entendimiento con los países afectados por la política alemana: URSS e Italia. Stalin, consciente de este peligro nazi, había pasado en 1935 a orientar la estrategia del comunismo hacia el establecimiento de acuerdos con los partidos democráticos, impulsando la formación de frentes populares. Esta barrera frente al peligro germánico se concretó en la declaración de clausura de la Conferencia de Stresa (16 de abril de 1935) por Francia, GB y en el tratado franco-ruso de ayuda mutua (mayo de 1935). Por la declaración de Stresa, se comprometían a oponerse a cualquier medida que violara los tratados internacionales, mientras que el pacto franco-soviético comprometía a ayuda inmediata frente a agresión no provocada.
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Conferencia de Stresa |
Ambos instrumentos diplomáticos estaban llenos de reservas. Los acuerdos de Stresa incluían arreglos coloniales concernientes a los intereses italianos en Etiopía. Mussolini daba por sentado que Francia aceptaba sus pretensiones, mientras ésta, habiéndose mostrado complaciente, alegaba que en sus cálculos sólo entraba el control económico del territorio. En suma, el Duce vinculaba sus esfuerzos en
defensa del statu quo europeo que tanto interesaba a Francia, a la obtención de mano libre en su proyecto etíope. El acuerdo de Stresa nacía lastrado por un equívoco que a ninguno interesaba despejar porque era resultado de intereses contradictorios.
Tampoco el pacto franco-soviético gozaba de entusiasmo en Moscú ni París, donde se lo consideraba más una forma de descargar los compromisos de Francia con Polonia y la Pequeña Entente e incluso de inquietar a Berlín induciéndole a entablar negociaciones, que una extensión del sistema francés de alianzas en la retaguardia germánica.
Por eso Francia eludió la oferta de URSS para concretar el acuerdo con un pacto militar.
El frágil dique de Stresa se cayó ante la invasión italiana a Etiopía a primeros de octubre de 1935. La única posibilidad de mantenerlo hubiera sido aceptar la conquista italiana que concluyó en marzo de 1936. Pero ante un hecho de tanta gravedad las grandes potencias democráticas revelaron debilidad. Londres descartó la fuerza y optó por las sanciones de la Sociedad de Naciones. Se prohibía suministro de armas a Italia, concesión de créditos e importaciones de la península. Pero no se contemplaban medidas como el bloqueo o el derecho de visitas, para hacer efectivas las sanciones, mientras que el petróleo continuó siendo abastecido por los EE.UU.
La actitud francesa fue aún más débil. Apoyaba a Inglaterra si se producía un enfrentamiento con Italia, aunque no realizó ninguna exhibición de fuerza y votó por las sanciones. Ante la agresión, atrajo en diciembre al ministro británico de Exteriores a la propuesta de un vergonzoso plan de reparto que entregaba a Italia 2/3 del territorio etíope.
La frontal oposición del parlamento de Londres echó por tierra el proyecto. Hoare hubo de dimitir, sustituido por Eden, y poco después Laval. El 9 de mayo de 1936 el rey de Italia era proclamado emperador de Etiopía.
La diplomacia franco-británica pretendía oponerse a la agresión italiana sin pagar el precio de una ruptura del frente de Stresa, vital para contener al peligro nazi. La determinación del Duce evidenció la debilidad de las democracias ante las iniciativas revisionistas de las potencias dictatoriales. En diciembre de 1935 el gobierno fascista respondía a las sanciones con la denuncia de los acuerdos francoitalianos de enero de 1935 y de la declaración de Stresa, de abril de ese mismo año.
Entretanto, el tratado franco-ruso de mayo había entrado en una vía muerta. El gobierno francés desoyó las propuestas soviéticas para un acuerdo militar y retrasó hasta febrero de 1936 la ratificación parlamentaria del tratado.
El debilitamiento de la relación y la liquidación del acuerdo entre las potencias democráticas y la Italia fascista habían destruido el frágil muro diplomático que protegía la legalidad internacional.
Cuando la crisis de Etiopía tocaba a su fin, Alemania aprovechó para dar un paso más en la liquidación del Tratado de Versalles. Pretextando que el pacto franco-soviético estaba en contradicción con los acuerdos de Locarno, en marzo de 1936 Hitler anunció la entrada en la zona desmilitarizada de Renania, convencido de que Francia no reaccionaría, porque carecía el apoyo de Italia y de que Inglaterra, que en junio del 35 había firmado un ventajoso acuerdo naval con Alemania, no querría perderlo. Hitler no se equivocó.
Francia, afectada por la remilitarización, no reaccionó. La actitud británica aceptó, con malestar pero resignación, y recomendó prudencia a los franceses, influyendo en la actitud del gobierno de París, paralizado también por la impresión de que, a pesar de la alianza franco-polaca, el gobierno de Varsovia y en general las “alianzas de retaguardia” no eran muy seguras en caso de guerra con Alemania. De nuevo se había impuesto en las democracias occidentales el espíritu conciliador y acomplejado que se revelara en anteriores ocasiones.
Hacia la guerra (1936-1939)
Los conflictos periféricos: la guerra de España y la guerra chino-japonesa
En julio del 36, comenzaba en España la guerra civil. Esta obedeció sólo a circunstancias internas, aunque enseguida adquirió dimensión internacional. Las dos “Españas” confrontadas recibieron apoyos del exterior.
La España franquista fue eficazmente auxiliada por Alemania, Italia y Portugal. Roma contemplaba un refuerzo de sus posiciones en el Mediterráneo, con la obtención de bases en Baleares, la amenaza a Inglaterra en Gibraltar y, en general, cierta satelización española a sus intereses en la región. Alemania valoraba la posibilidad de crear una amenaza contra Francia en la frontera de los Pirineos y el acceso a importantes materias primas para su industria de guerra. Para Portugal, la victoria franquista era políticamente deseable, puesto que el salazarismo entendía que la alternativa en España era el triunfo de una situación revolucionaria que representaría una amenaza tanto para el Estado Novo como para la propia independencia nacional, que la naturaleza federal e internacionalista de la España republicana no respetaría.
Las tres apoyaron decididamente a Franco, aunque con aportaciones distintas. La alemana con envío de especialistas, recursos técnicos y armamentísticos. La italiana, suministro de armas y blindados ligeros y un contingente de voluntarios. El portugués en hombres fue modesto; en cambio, el logístico desde la frontera peninsular, el respaldo propagandístico al franquismo y, sobre todo, el auxilio diplomático en el marco de sus privilegiadas relaciones con Inglaterra, resultaron extraordinariamente útiles a la causa de Franco.
La contrapartida fue sobre todo el apoyo que la URSS prestó a la República, a partir del otoño de 1936, bien directamente, bien con su patrocinio de la Internacional Comunista que organizó las Brigadas Internacionales, decisivas en la defensa de Madrid. También la frontera francesa, tanto la pirenaica como la marítima, canalizó periódicamente armas y hombres, franceses o no, con destino a la zona republicana.
Las potencias democráticas, Francia e Inglaterra, pretendieron aislar internacionalmente el conflicto español ante el temor de que pudiera provocar una guerra general. Sus opiniones públicas distaban de sentir simpatía hacia la República. Franceses y británicos impulsaron la firma de un acuerdo de “no intervención”, con un Comité de control en Londres.
La asimetría de los apoyos favoreció a la España franquista, colaborando a su victoria. La no intervención y su incumplimiento fueron reflejo de la política de apaciguamiento de las potencias democráticas frente a las ofensivas fascistas.
El resultado fue un paso más en los desafíos de las dictaduras y un primer avance en el establecimiento de una expresa solidaridad entre ellas a partir de su común actitud ante la guerra de España. En octubre de 1936 Italia y Alemania firmaron un protocolo de solidaridad; nacía así el Eje Roma-Berlín.
Japón dio comienzo en julio del 37 una ofensiva contra China que se prolongaría durante la IIGM. Después del establecimiento de su protectorado en Manchuria, en 1932, los japoneses habían proseguido su presión expansionista. Las razones fueron políticas y, sobre todo, económicas, puesto que la fuerte presión demográfica y la crisis de las exportaciones agrarias e industriales obstaculizaban la recuperación y extendían la pobreza y el paro. La presión militar sobre China había continuado de forma intermitente tras la ocupación de Manchuria. El 25 de noviembre de 1936 Tokio y Berlín suscribieron el Pacto AntiKomintern, contra el comunismo internacional al que un año más tarde se adhirió Italia. La respuesta de Moscú consistió en favorecer la aproximación de los comunistas chinos y los nacionalistas para luchar juntos contra Japón.
Después de que en marzo de 1937 el gobierno de Tokio cayera en manos de los nacionalistas más intransigentes y ante la resistencia china a abrirse a los intereses económicos de Japón, en julio de 1937 la estrategia de presión armada dejó paso a la guerra abierta. Las campañas de 1937 y 1938 pusieron en manos de Japón la China del Norte, numerosos puertos y el valle medio e inferior del Yang-Tsé-Kiang, territorio extendido por las regiones más importantes desde el punto de vista económico. Pero el espacio rural y la guerrilla de nacionalistas y comunistas se le escapaban de las manos. A fines de 1938 los japoneses detuvieron las ofensivas masivas, comprendieron que la forma de acabar con la resistencia de Chiang Kaishek era asfixiarle mediante el corte de vías de abastecimiento.
China no acababa de doblegarse y la guerra se prolongaría años.
Sin embargo, Japón había extendido sus tentáculos por el continente, con perjuicio de los intereses geopolíticos de la URSS en la frontera norte y de la importante presencia económica de las potencias occidentales (Inglaterra y EE.UU.), en las ciudades chinas. Pese a lo cual la reacción internacional fue inexistente por el alineamiento japonés con las potencias fascistas.
La expansión nazi en Europa Centro-oriental: Austria, Checoslovaquia, Polonia
A fines de 1937 Alemania había destruido las cláusulas no territoriales del Tratado de Versalles, rearmándose y remilitarizando Renania. En noviembre, Hitler anunció a sus colaboradores que había que acometer su programa de expansión territorial, incorporando al Reich a las poblaciones alemanas del exterior, antes de pasar a la conquista del espacio vital en el Este. Los objetivos inmediatos serán por tanto Austria y Checoslovaquia.
En febrero de 1938 impuso al canciller austriaco Schuschnigg la entrada en el gobierno del nazi Seyss-Inquart, que con el control de la policía debía realizar desde dentro la unión con Alemania. Cuando el canciller trató de despejar la presión de Berlín mediante un plebiscito sobre el Anschluss, Hitler lo forzó a renunciar, sustituido por el propio SeyssInquart (11 de marzo), que al día siguiente abría las puertas a las tropas alemanas. La unión quedó proclamada y “legalizada” por un plebiscito en ambos países (97% sí).
Las potencias no se movieron. Francia, como era habitual, mantuvo una actitud estrechamente dependiente de Inglaterra, sin cuyo apoyo no se atrevía a actuar. Londres siempre había mostrado un claro rechazo a involucrarse en los asuntos continentales y su gobierno conservador era partidario de una política de “apaciguamiento”. Italia, tradicionalmente interesada en la Europa danubiana y siempre opuesta al Anchsluss, que haría sentir sobre su frontera el peso de 70 millones de habitantes, había tenido que distraer gran parte de sus efectivos militares para las campañas de Etiopía y España, que al mismo tiempo la iba aproximando a Alemania. Por tanto, había ido aceptando lo inevitable, conformándose con que Berlín la previniera con antelación, lo que por otra parte no sucedió.
A raíz de la imposición alemana al canciller Schuschnigg, hubo cierto amago de reconstrucción del frente anglofranco-italiano de abril de 1935 para oponerse a la anexión austriaca. Italia sugería el reconocimiento por Londres de la anexión de Etiopía y la satisfacción a los intereses italianos en el Mediterráneo. Chamberlain se mostraba proclive, pero el ministro del Foreing Office, Eden, condicionaba el acuerdo a la retirada de las tropas italianas de España. En cualquier caso, la tentativa de reconstruir el dique contra el expansionismo nazi no pasó de allí. Pero el Duce estaba ya decidido a orientar sus aspiraciones de grandeza hacia el Mare Nostrum, lo que exigía el apoyo de Berlín y la aceptación de las pretensiones nazis.
Hitler se volvió hacia Checoslovaquia, con una minoría alemana de 3,2 millones en los Sudetes. La negativa del presidente de la República checa, Benes, a negociar una solución bilateral con los alemanes de los Sudetes y los ataques de la prensa germánica acabaron por desencadenar la crisis desde abril de 1938. En septiembre Hitler dejó claro que la solución no sería la autonomía, sino la incorporación a Alemania.
Una vez más, todo dependía de la actitud de las otras potencias. La responsabilidad afectaba a Francia y URSS, puesto que Inglaterra, cuando se firmaron los tratados de Locarno (1925), se negó a garantizar las fronteras de Checoslovaquia. Francia lo había hecho en el tratado de alianza firmado con Praga en octubre de 1925, y URSS, que había suscrito una alianza con Checoslovaquia (mayo de 1935), se había comprometido a apoyo armado si París cumplía. El retraimiento francés se apoyaba en la inferioridad militar, en las vacilaciones de los gobernantes checos y en la ausencia de energía por parte de las otras potencias. Efectivamente, en Inglaterra la opinión y los medios políticos se mostraban proclives al pacifismo, respaldando en general la política appeaser del jefe del Gobierno, Chamberlain, que consideraba que Hitler se detendría después de haber reunido en el Reich a las poblaciones alemanas. La URSS, que no tenía fronteras con Checoslovaquia, precisaba la autorización de tránsito de tropas por Polonia o Rumanía lo que ninguno aceptó. EE.UU. se mantuvieron como espectadores de los asuntos europeos.
La crisis alcanzó su punto más alto en septiembre. El 15 Chamberlain viajó a Berchtesgaden para escuchar de Hitler su voluntad de anexionar los Sudetes. Un ultimátum franco-británico forzó al presidente checo a aceptar la segregación. Pero ahora Hitler exigía también que antes de octubre la población checa abandonase el territorio sin sus bienes. La negativa franco-británica parecía que conduciría a la guerra, que se evitó por una iniciativa de Mussolini, a sugestión de Chamberlain, de reunir una conferencia en Múnich (29-30 de septiembre). En ella Hitler aceptó escalonar entre el 1 y el 10 de octubre la ocupación de los Sudetes y la liquidación de sus bienes por la población checa. La paz se había salvado de momento.
Las consecuencias de Múnich fueron desastrosas: se había dado vía libre a la fuerza. Francia, perdió su prestigio, y URSS, comprendiendo que no podía esperar nada de las democracias, se aproximó a Alemania. Tras un ultimátum, en octubre, Polonia se anexionó el territorio checo de Teschen, mientras que Hungría se vio adjudicar por el Arbitraje ítalo-alemán de Viena, en noviembre, un territorio al sur de Eslovaquia. Alemania se dispuso a acabar con Checoslovaquia. Forzado por Hitler bajo amenaza de bombardeo, el nuevo presidente checo, Hacha, aceptó la llamada de las tropas nazis, que entraron en Bohemia. Hitler creó el “Protectorado de Bohemia y Moravia”, mientras que Eslovaquia se segregaba como satélite de Alemania. Hungría se anexionaba la Rutenia subcarpática y Hitler incorporaba la antigua ciudad prusiana de Memel. Mussolini, que no quería desperdiciar la ocasión para fortalecerse en el control del Adriático, conquistaba Albania.
Liquidada Checoslovaquia, Hitler dirigió sus objetivos expansionistas hacia Polonia, con la que en enero de 1934 había firmado un acuerdo por diez años de renuncia a la guerra. En marzo de 1939, el ministro de Extranjeros, Von Ribbentrop, planteaba al embajador polaco las reivindicaciones alemanas: la ciudad de Dantzig y la concesión de un pasillo extraterritorial de comunicación a través de territorio polaco con la Prusia Oriental. En realidad, el objetivo era acabar con Polonia. Desde abril se había fijado la fecha del 1 de septiembre para invadir. Ya plenamente conscientes de la dinámica expansionista nazi, las potencias occidentales reaccionaron. El 31 de marzo el premier se declaró dispuesto a ir a la guerra para defender la independencia de Polonia, y en agosto se formalizó una alianza anglopolaca, que completaba de la París y Varsovia de 1921.
Con las vistas en una guerra inevitable, desde la primavera del 39 se activaron los preparativos diplomáticos. La Italia fascista, que desde la guerra civil española había ido estrechando su solidaridad con la Alemania nazi, firmó el 22 de mayo una alianza ofensiva con Berlín, el llamado Pacto de Acero.
La atracción de la URSS era clave para las democracias y para Alemania. Las negociaciones de franceses y británicos con Moscú comenzaron en abril. Pese a las diferencias sobre la suerte de los países bálticos, a los que aspiraba la URSS, el 24 de julio estaba listo el acuerdo. Ahora el obstáculo provino de Polonia que, temiendo más a los rusos que a los alemanes, se negó a permitir la entrada en su territorio de tropas rusas.
Mientras los soviéticos negociaban también con los alemanes. Stalin desconfiaba de las democracias desde la conferencia de Múnich. La URSS deseaba también expandirse a costa de los Estados bálticos, Polonia y Rumania, y sabía que encontraría más facilidades en Alemania que en las democracias. El hecho cierto es que ambos procesos —absolutamente incompatibles— discurrieron en paralelo. Aunque las sugerencias aliancistas procedentes de la URSS databan de abril-mayo, fue Alemania la que el 26 de julio, ya con la fecha fijada del 1 de septiembre para el comienzo de la invasión de Polonia, propuso formalmente la firma de un acuerdo y de un protocolo de reparto territorial. El 23 de agosto Alemania y URSS firmaron un pacto de no agresión, que en la práctica daba luz verde a la invasión de Polonia y un protocolo secreto, que dividía entre ambas Polonia y entregaba como zona de influencia y de expansión soviética los Estados bálticos (Estonia, Letonia, Lituania, Finlandia) y Besarabia, en poder de Rumania.
Franceses y británicos hicieron en vano una llamada a Alemania y trataron de promover negociaciones germanopolacas. Italia trató de organizar una conferencia similar a la de Múnich, que las potencias occidentales únicamente admitían si se evacuaba Polonia. El 3 de septiembre, Francia e Inglaterra declaraban la guerra a Alemania.
Las grandes potencias ante la guerra
La Italia de Mussolini gozaba de prestigio en los sectores conservadores internacionales porque había reconstruido la economía nacional y era una barrera frente a amenazas revolucionarias, sin caer en los peores excesos de los regímenes totalitarios. Estaba presente en las grandes decisiones internacionales y había conseguido una situación dominante en el Mediterráneo. Su poder militar había resurgido mediante un aumento muy significativo de los gastos de defensa.
Pero no tenía el respaldo de una economía sólida. La política de apoyar la economía agraria para evitar la emigración, reducir la dependencia de alimentos extranjeros e impedir el aumento de las tensiones sociales urbanas, limitaba las posibilidades de modernización económica. Los gastos del Estado en la preservación de una agricultura, atrasada y poco rentable, y el impulso a las fuerzas armadas, limitaban la inversión en actividades industriales. La política autárquica, que favorecía la ineficacia empresarial, obstaculizaba la entrada de capitales extranjeros que hubieran contribuido al desarrollo. Su dependencia de las importaciones de materias primas y petróleo, le hacían muy vulnerable, mientras que la escasez de divisas era obstáculo a la importación de bienes.
Sus fuerzas armadas llegaban a fines de los 30 en mala situación. Las guerras de Abisinia y España habían consumido recursos y desgastado el poder militar, que la carencia de divisas para importar máquinas de fabricación armamentística y las limitaciones tecnológicas impedían su renovación. Por último, Mussolini no tenía ni mucho menos el poder de Hitler. Italia era a finales de los 30 una potencia mucho más aparente que real.
Alemania en los 20 era una potencia limitada en su libertad de acción por los vencedores. Todo cambió en los 30 por la crisis económica y el ascenso de Hitler al poder. Pero había continuidades fundamentales: el intenso espíritu nacionalista y revisionista, que concitó indiscutible apoyo social al régimen y el fuerte potencial industrial que conservaba, a pesar de las crisis que había atravesado desde el final de la IGM. Hitler poseía un régimen sólido y muy popular, con estructura y espíritu económicos favorables para convertir al país en la gran potencia mundial. El rearme alemán, sobre todo desde 1935, fue espectacular.
Pero para afrontar este esfuerzo armamentístico la economía carecía de recursos a largo plazo. La planificación económica era poco coherente y no tenía en cuenta las posibilidades reales de la economía. Para importar las materias primas para el esfuerzo militar, ya no podía contar con los ingresos de sus exportaciones de artículos industriales, ya que la actividad estaba ahora centrada en fabricar armamento y los mercados exteriores se hallaban cerrados por la crisis internacional, mientras que los gastos de la IGM y el pago de las reparaciones habían acrecentado el déficit de divisas con las que hacer frente a las importaciones. Estas limitaciones sólo podían subsanarse con una fuerte presión sobre los recursos individuales, acuerdos comerciales de trueque que impidiesen la salida de divisas con los países de Europa suroriental sobre los que ejercía una tutela y una política de pillaje para obtener materias primas estratégicas y oro de los bancos centrales de los Estados anexionados (Austria, Checoslovaquia, Polonia)
La incapacidad de la economía alemana para afrontar los gastos armamentísticos impulsaba su política expansionista abocada a una guerra, que Hitler preparaba para mediados de los 40, suponiendo erróneamente que las potencias occidentales aceptarían la anexión de Polonia.
Japón había salido fortalecido de la IGM, que le había permitido aumentar su potencial industrial. Había liquidado sus deudas, convirtiéndose en acreedor. En los 30 su actividad industrial había progresado a ritmo muy superior al de todas las potencias, con excepción de la URSS. A pesar de las limitaciones por el tratado de Washington (1922), había desarrollado una marina poderosa y moderna. Además de las fuerzas armadas, estaban bien instruidos e imbuidos de un espíritu de abnegación y sacrificio, lo que representaba un valor militar añadido de primer orden.
Si la expansión nipona en los 30 había obedecido en gran medida a necesidades económicas (materias primas, alimentos y mercados), la dependencia estratégica exterior era su vulnerabilidad. El radio de su expansión por Asia era enorme. La intervención en China desde 1937 no aseguró una victoria definitiva y exigía más esfuerzo. Para aislar a China y acceder al petróleo y otras materias primas, se veía obligado a expandirse por el sudeste asiático, mientras en el norte sostenía la presión militar de URSS. Dada su superioridad se imponía a holandeses, franceses e incluso británicos, pero otra cosa era enfrentarse al tiempo con rusos y norteamericanos. La guerra con EE.UU. era un riesgo excesivo, pero que resultaba inevitable por el potencial económico y la capacidad de estrangulamiento de suministros estratégicos vitales que poseían los EE.UU.
Francia era la potencia más débil. En los años 20 aún dominaban en prestigio e incluso económica. En 1930 poseía una industria moderna y reservas de oro importantes. Pero en los años siguientes la deflación por la política de ortodoxia monetaria y financiera de los gobiernos fue agravando su posición económica. Las dificultades económicas repercutieron en la capacidad militar. Entre 1930 y 34 los gastos de defensa bajaron y sólo se incrementaron desde 1937, aunque la mayoría se destinó a reparar deficiencias. Sólo la marina, lo menos importante contra una ofensiva alemana, tenía calidad, la fuerza aérea realizó escasos progresos. La mayor debilidad militar es que no existía estructura de coordinación y planteamiento estratégico de defensa.
Si la postración económica y el conservadurismo de los jefes militares limitaban su capacidad militar, la situación sociopolítica constituía un serio agravante. La sociedad carecía de vigor demográfico y acusaba un cansancio y un espíritu pacifista nada favorables a la realización de esfuerzos colectivos. El régimen político de la III República estaba muy desacreditado. La derecha radical temía y detestaba más a los “rojos” de dentro que a los nazis, mientras que la extrema izquierda se oponía al aumento de los gastos de defensa. Encaraba la futura guerra en estado de profunda desmoralización. Los medios políticos se enfrentaban a la amenaza alemana con talante defensivo, entregado a que, llegado el momento, la opción más razonable era resistir la ofensiva y esperar que el auxilio británico y norteamericano impusiera la victoria aliada. De hecho, la diplomacia francesa había actuado con
dependencia de la actitud adoptada por las potencias anglosajonas.
Inglaterra había salido de la IGM en mala situación para otro esfuerzo. El espíritu pacifista estaba extendido por el cansancio y el escepticismo con los problemas internacionales. La cuestión social concentraba la atención de la opinión y de los gobernantes. Aunque la crisis había sido menos intensa que en otras potencias, reducía las posibilidades de las necesidades de defensa. Los gastos militares comenzaron a subir en 1936 y 2 años más tarde se inició un rearme grande. Las debilidades de la economía, la preocupación de los gobernantes por el equilibrio presupuestario o el gasto social fueron obstáculos que limitaron el desarrollo de las fuerzas armadas. Por otra parte, las tendencias aislacionistas, que rechazaban complicar al país en los asuntos europeos, y la oposición de los
dominios de la Corona (Canadá, Sudáfrica, Eire) a toda implicación en problemas continentales, no favorecían la resistencia frente al expansionismo de las potencias fascistas.
Inglaterra seguía siendo un poder mundial que tenía que defender intereses en lugares muy distantes, pero sus recursos económicos y militares eran notablemente inferiores a los que había dispuesto antes de 1914. Su participación en la industria mundial se había reducido mucho, mientras que los ingresos "invisibles" (transporte marítimo, seguros, inversiones exteriores) ya no eran capaces de compensar el desequilibrio de la balanza comercial.
Tampoco gozaba ahora Londres de las alianzas estratégicas de 1914. Rusia vivía retraída y generaba profundas desconfianzas, y Japón e Italia habían pasado a ser adversarios en el extremo Oriente y en el Mediterráneo, dos de las áreas vitales del imperio británico, mientras que el encerramiento de los Estados Unidos de los años 30 constituía una inquietante realidad. Tenía intereses fuera de Europa, pero carecía de poder suficiente para defenderlos de forma aislada y había perdido apoyos estratégicos vitales. Se le suma el espíritu pacifista y reacio a las implicaciones europeas que exhibía la opinión, se entiende la diplomacia de transigencia con las potencias revisionistas que caracterizó a la política externa británica hasta el año 39.
La suerte de las armas en una confrontación mundial dependería de las dos grandes potencias periféricas que después de 1945 se repartirían la hegemonía mundial: URSS y EE.UU. Pero en los 30 sus capacidades eran sobre todo potenciales y sus posiciones ante un conflicto europeo no estaban claramente definidas.
Tras el hundimiento entre 1917 y 1922, la potencia económica y militar de la URSS había despegado desde fines de los 20 por el asentamiento estalinista y los Planes Quinquenales. La “revolución agrícola”, con colectivización forzosa, había lanzado masas de trabajadores al sector industrial, mientras que la reducción de la renta para el consumo había permitido acumular formidables inversiones de capital en formación de trabajadores y técnicos y en el desarrollo de la industria de bienes de equipamiento, ahora planificada desde el poder.
El agravamiento de la situación internacional dio enorme impulso a los gastos militares. Su potencia militar residía más en la cantidad que en la calidad de sus armamentos, muy por debajo de la de los alemanes. La URSS se encontraba en una situación delicada entre el expansionismo japonés y los designios alemanes de avanzar al Este. La desconfianza hacia las potencias de Europa occidental acabó por llevar a concertar con Berlín un entendimiento de reparto territorial en los confines europeos de ambas, del que fue principal e inmediata víctima Polonia.
En 1920 el poder mundial de EE.UU. era alto por su capacidad económica y la debilidad del resto, sobre todo de Alemania y URSS. Era con diferencia la primera potencia en producción industrial y agrícola, en capacidad financiera y reservas de oro. El aislacionismo de la opinión y la ausencia de rivales en el mundo explican el repliegue de la diplomacia y la escasa atención dedicada a la expansión de las fuerzas armadas.
La crisis económica de los 30 contrajo la economía norteamericana más que la de cualquier otra potencia. Entre 1929 y 1933 el PNB se había reducido más de la mitad, el valor de los artículos manufacturados había caído un 75% y los parados casi se habían cuadruplicado. La gravedad de la crisis económica y la consecuente prioridad de las cuestiones internas reforzaron las tendencias aislacionistas, debilitándose los vínculos con París y Londres para poner coto al revisionismo de las potencias fascistas.
Desde 1937-1938 Roosevelt comenzó más comprometido con las democracias europeas y también se impulsaron los gastos militares. Las dos debilidades de EE.UU. ante los desafíos al orden internacional eran el sentimiento aislacionista dominante y los déficits en defensa. A finales de los 30 su economía estaba infrautilizada y su potencial de crecimiento era altísimo. Los alemanes y japoneses lo sabían y parece que esta previsión sobre las posibilidades norteamericanas de desequilibrar su capacidad militar les indujo a no retrasar más sus iniciativas bélicas
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