A mediados del siglo XIX el nacionalismo parecía la mejor respuesta para cohesionar los estados y nivelar las clases sociales. Pero entre 1880 y 1914 el nacionalismo se convirtió en el principal factor de desestabilización política, al aspirar las distintas nacionalidades de varios imperios europeos a convertirse en entidades autónomas. Esta presión llegó a ser una de las principales causas del estallido de la Primera Guerra Mundial.
Hasta ese dramático desenlace, durante casi 70 años en Austria gobernó Francisco José I manteniendo un difícil equilibrio entre un conglomerado de nacionalidades. Prusia se había convertido, gracias a su unificación, en una potencia de primer orden.
Las nuevas corrientes nacionalistas y liberales también afectaron a Rusia; al aumentar los contactos con el resto de Europa, se difundieron ideas encaminadas a construir una sociedad más justa, hasta el punto de acabar con la servidumbre. Mientras tanto, los movimientos nacionalistas y paneslavistas socavaban el proceso centralizador y rusificación iniciados por el Zar.
Donde el nacionalismo sí provocó cambios definitivos fue en el Imperio Otomano. Los intereses expansivos del resto de las potencias acabaron por dividir en diferentes Estados la zona balcánica así como Túnez y Egipto.
Entretanto, dos nuevos países se fueron posicionando en el tablero internacional: Estados Unidos y Japón. Ambos vivieron en la segunda mitad del siglo XIX un proceso de modernización e industrialización que les permitió llegar a equipararse con los occidentales.
El declinar del Imperio austrohúngaro y el ascenso de la potencia prusiana
Tras las victorias prusianas de Sadowa (1866) y Sedán (1870) despuntó un nuevo imperio compuesto por 22 estados y tres ciudades libres y 42 millones de súbditos sometidos al Káiser Guillermo I. Con la unificación alemana el equilibrio de fuerzas del viejo continente varió ostensiblemente. Bismark había optado por excluir a Austria, que era un imperio formado por 20 estados, además de Austria y Hungría.
El Imperio austrohúngaro
Debilitado por las guerras italianas, agitado por los movimientos nacionalistas del 48, atacado por Napoleón III en 1859 y humillado en Sadowa, el imperio austrohúngaro aún mantuvo su cohesión hasta 1918. A pesar de estos avatares poseía la solidez necesaria como para extenderse absorbiendo parte de la conflictiva zona balcánica segregada del imperio otomano. Confinado en el centro de Europa, Austria sólo gozaba de una salida al mar por el Adriático, lo que dificultaba su crecimiento económico y su industrialización. Uno de sus mayores empeños fue conseguir en el Congreso de Berlín de 1878 la administración de Bosnia-Herzegovina. En ese mismo encuentro las potencias habían reconocido al Reino de Serbia, independizado del Imperio otomano.
Hablar del imperio Habsburgo es hacerlo de Francisco José I (1830-1916), pues reinó durante 68 años, de 1848 a 1916. En este tiempo mantuvo centralizado su imperio aun en contra de las corrientes revolucionarias. Para combatir las oleadas revolucionarias se alió con la iglesia y con los grupos más conservadores de Viena. Francisco José ejerció un gobierno autocrático que gobernaba sobre una pequeña clase terrateniente y una enorme masa campesina sin tierras, sobre un proletariado urbano compuesto por clases bajas y pueblos enteros de campesinos emigrados a las ciudades que se hallaban al margen del proceso civilizador. Sus inversiones en ferrocarriles y otras grandes empresas permitieron cierta paz social y modernización. Aún en contra de los terratenientes, mantuvo la abolición de servidumbre.
Francisco José I (1830-1916) |
No obstante, los diversos pueblos aspiraban a tener ciertos derechos nacionales, aunque bajo la estructura que el imperio proporcionaba. Los primeros en exigir una mayor autonomía y participar en los asuntos del gobierno fueron los nobles húngaros. Como resultado se constituyó un estado federal dual donde Hungría pasó a ser un reino que administraba de forma autónoma sus territorios con una Constitución propia; es decir, se establecieron unas Cortes liberales independientes y una monarquía común. En el Compromiso Austrohúngaro quedaban fuera del acuerdo los territorios latinos y eslavos: Bohemia, Croacia y Transilvania. El 8 de junio de 1867 Francisco José I e Isabel de Baviera (Sissí) fueron coronados reyes de Hungría. Pero este acuerdo funcionó con dificultad, capítulos como la contribución magiar a las arcas del Estado o la división dentro del ejército alimentaron el independentismo húngaro. A su vez, la política de magiarización en el Reino de Hungría, sobre croatas, eslovacos y rumanos, impulsó a los diferentes nacionalismos a radicalizarse, surgiendo dos tendencias encontradas. La primera planteaba la creación de una Yugoslavia autónoma dentro de la monarquía austriaca, organizada en torno a una entidad política propia, compuesta por croatas, serbios y eslovenos, la principal diferencia que tenían era la religiosa. La otra defendía el desarrollo de un nacionalismo serbio que pugnaba la liberación de los eslavos del sur, pero bajo el Reino de Serbia.
En Austria se dieron conflictos como el nacionalismo checo y de otras nacionalidades. El equilibrio mantenido hasta 1893 se vino abajo con el nacimiento de partidos cada vez más radicales y contrarios a los proyectos gubernamentales, cuando éste intentaba diluir los votos nacionalistas a través del sufragio universal masculino. El liberalismo dinámico austriaco estaba cada vez más paralizado a causa de los problemas de las nacionalidades y superado por los partidos de masas. Ni el emperador ni los grupos conservadores fueron capaces de integrar a las nuevas fuerzas políticas en el entramado del poder. En 1907 el sufragio universal dio como resultado 30 partidos en el Parlamento, lo que lo hacía en ingobernable.
A partir de ese momento, y de acuerdo con la Constitución, el Emperador nombró gabinetes no parlamentarios que gobernaron por decreto. El asesinato en Sarajevo del heredero al trono, el archiduque Francisco Fernando, por un nacionalista serbio el 28 de junio de 1914, acabó con la única posibilidad de reorganizar el Imperio de una manera descentralizada.
- La potencia prusiana
El káiser Guillermo I y su canciller Bismark sabían muy bien cuáles eran los escollos para el nuevo Reich que en 1871 acababan de proclamar. Había grandes diferencias económicas entre las zonas del Este, Oeste y Sur casi feudales y la región industrializada de Renania, Silesia y Westfalia donde las clases burguesas y capitalistas dominaban, y eran las únicas partidarias de la unificación. Al mismo tiempo, existía una división religiosa en dos grandes confesiones: los protestantes, en su mayoría luteranos, estaban agrupados en iglesias evangélicas presididas por un poder local y temerosos de la “dependencia” del Papa y de los católicos; estos últimos estaban congregados en Renania y Baviera, asimismo alertas ante la posible unificación de los protestantes. Al mismo tiempo, las distintas poblaciones no alemanas incorporadas al Reich se sentían extrañas bajo una lengua, una religión y una estructura social ajenas a ellas. Sobre todo los de habla danesa de Schleswig; los polacos, que ansiaban su propia reunificación y los franceses de Alsacia y Lorena. A ello se unían las suspicacias de los Estados del Centro y del Sur anexionados tras la última victoria sobre Austria, con quienes se había firmado una serie de acuerdos según los cuales sus príncipes y senados ejercerían una soberanía conjunta a la vez que delegaban en el Reich asuntos como las relaciones internacionales, el sistema aduanero, la organización bancaria o la moneda.
Proclamación II Reich alemán |
En el ámbito internacional, la política exterior diseñada por Bismark compatibilizó los intereses de los Estados nacionales y los extranjeros asegurando una etapa de paz. Para alcanzar la máxima igualdad entre estados federados, el Reich impulsó una política monetaria y de transportes común. Se creó una moneda única, el marco, que sustituyó a las siete monedas en circulación.
En poco tiempo, el marco empezó a competir en los mercados internacionales con las libras, los francos y los rublos. A partir de junio de 1873 se estableció el patrón oro y, dos años después, el Banco Real de Prusia pasaba a convertirse en el Reichsbank, una sociedad anónima dependiente del Estado. Este nombraba a sus directivos y controlaba su presupuesto.
En cuanto a los ferrocarriles, la implicación del Estado supuso un aumentó de 10.000 km en cuatro años, además de armonizar maquinaria, tarifas, reglamentos, controles, etc. La crisis económica de 1873 facilitó la compra por la administración federal de gran parte de las compañías privadas. El ferrocarril ya había mostrado su enorme utilidad para evitar conflictos sociales al ser una fuente de empleo, así como para el traslado de tropas en caso de enfrentamientos bélicos y el transporte rápido de mercancías y pasajeros.
Las grandes inversiones públicas fueron posibles gracias a la integración de la producción de las zonas industriales de Alsacia y Lorena así como la recepción de indemnizaciones de guerra. Entre 1871 y 1873 se duplicó la circulación monetaria, aumentaron los precios y salarios, y con ello las inversiones. La producción de hulla se duplicó y la de hierro se triplicó. Esto incitó a los terratenientes a solicitar del gobierno una política librecambista, hasta el punto de suprimir los aranceles con Francia por una cláusula de nación más favorecida. Pero la fiebre especulativa condujo a una fuerte inflación que terminó en la crisis económica y financiera de 1873, traducida en un descenso del consumo del hierro, acumulación de excedentes, desconfianza inversionista, crisis bursátil, empobrecimiento de las clases medias y crecimiento del desempleo. Los terratenientes y los industriales solicitaron protección del gobierno frente a la competencia del hierro británico, el algodón turco y los cereales rusos. El comercio exterior pasó a ser regulado por la ley arancelaria de 1879. Alemania se convirtió en un bloque económico que potenció la integración de todos los estados del Reich. La burguesía industrial y los terratenientes quedaron blindados, apoyando la política conservadora contraria a los movimientos socialistas y liberales.
La unificación y el crecimiento económico no hubiesen sido posibles de no haberse diseñado una estructura política autocrática muy efectiva. La constitución alemana excluía del poder a los partidos políticos, es decir,éstos no intervenían en la designación del Canciller ni del Gobierno. Aun así existían dos corrientes, los conservadores y los liberales. Los primeros se dividían en dos grupos, los clásicos, terratenientes en contra de la unificación; y los jóvenes, moderados, altos funcionarios y capitalistas. Ambos acabarán por constituir el partido alemán conservador, fieles al Emperador y a la Iglesia. Por otro lado, los liberales, divididos en nacionales, partidarios de la unificación; y progresistas, clases medias urbanas, comerciantes, industriales... A partir de ese momento, junto a los socialistas, se convirtieron en enemigos del canciller.
Los socialistas también estaban divididos en dos grupos, los que deseaban integrarse en el sistema parlamentario y los que insistían en destruirlo. Después de 1875, los efectos de la crisis y actividades delictivas obligaron a los grupos más extremistas a pasar a la clandestinidad, donde organizaron una resistencia eficaz y muy activa. Por otra parte, en 1871 nacía un partido católico, el Zemtrum, contra el que Bismark entabló una feroz batalla.
- La hegemonía internacional alemana. El sistema de alianzas
Con la consolidación del II Reich, la política internacional basculó hacia Europa central. Bismarck se convirtió en el árbitro europeo con un objetivo muy claro: mantener el statu quo alcanzado en 1870. Para ello era imprescindible aislar a Francia e Inglaterra y facilitar el entendimiento con Rusia, Austria e Italia.
Al considerar a Francia su enemiga natural, el Canciller apoyó su sistema político republicano en un continente regido por monarquías. Temía ante todo su posible alianza con Rusia. Procuró incitar sus ansias colonialistas, para alejarla de los asuntos europeos y de paso enemistarla con Gran Bretaña, a quien respetaba. Respecto a Austria, mantuvo una política de estrecha colaboración, sin visos de revanchismo, a pesar ser una potencia perdedora. Nunca le aplicó el mismo trato que a Francia, y tras Sadowa no exigió ninguna cesión territorial. En cuanto a Rusia, Bismarck creía que lo mejor era neutralizarla apoyando a Austria en su extensión por los Balcanes. Para eso contaba con la anuencia de Inglaterra, preocupada de la posible expansión rusa por Turquía y los Estrechos. Gracias a un entramado complejo de alianzas, Bismarck consiguió evitar una hipotética apertura de dos frentes a la vez.
Entre 1872 y 1878 se firmaron una serie de acuerdos entre Alemania, Austria y Rusia basados en la “solidaridad monárquica” en contra del republicanismo francés. Se trataba de un compromiso militar de socorro mutuo, que se activaría en caso de agresión por parte de una cuarta potencia. Francia enseguida acusó a Berlín de “tendencias hegemónicas” y Bismarck tuvo que explicarse ante las demás potencias enunciando su único interés de defender la paz.
Liga de los tres emperadores |
- La cuestión de Oriente
La crisis internacional de 1877 en los Balcanes dio oportunidad a Bismarck de actuar como árbitro. Ese año Serbia y Montenegro declararon la guerra al Imperio otomano, a quien pertenecían, y Rusia aprovechó para declarar la guerra a Turquía. Aunque Inglaterra envió una flota al mar Negro para detener a los rusos, cuya intención era hacerse con el Bósforo, Rusia obligó a Turquía a firmar el acuerdo de San Stefano por el que se constituía la gran Bulgaria.
Las protestas de Viena y Londres no se hicieron esperar y el miedo de Alemania a un pacto franco-ruso llevó a Bismarck a reunir en el Congreso de Berlín (1878) a todas las potencias. Su renuncia a cualquier interés en la zona permitió alcanzar una serie de acuerdos que mantuvieron en paz los Balcanes hasta comienzo del siglo XX.
En esta reunión se revocaron varios apartados del tratado de San Stefano, que se entendían demasiado beneficiosos para Rusia. Así, la Gran Bulgaria, que ocupaba del Egeo al Negro, se dividió en dos; Rumania, Serbia y Montenegro mantuvieron su independencia frente al imperio turco, aunque fueron reducidos en extensión; Armenia quedaba bajo el dominio turco; Bosnia-Herzegovina pasó a ser administrada por Austria; Inglaterra ocupó Chipre y Francia e Italia vieron reconocidos sus intereses sobre Tunicina y Tripolitana. Bismarck incorporó una cierta flexibilidad hacia Francia y propició el acercamiento a Austriapara crear un bloque más sólido.
Entre 1879 y 1885, Bismarck practicó una política internacional basada en tres líneas fundamentales. La primera fue la firma en 1879 de un tratado defensivo con Austria para evitar una posible agresión rusa. Pero el miedo constante a Francia exigía un nuevo acercamiento a Rusia, lo que dará una firma de una Entente en 1881 entre los tres imperios. El acuerdo pretendía asegurar por tres años la neutralidad en cualquier conflicto frente a una potencia ajena al acuerdo. Por último, la fragilidad de este pactó llevó a Bismarck a buscar el apoyo de otros países, consiguiendo la participación de Italia, con quien se firmó la Triple Alianza junto a Austria en 1882.
Este complejo entramado para aislar a Francia aún se reforzó más con dos nuevos tratados, uno angloitaliano, firmado en 1887, que aseguraba el statu quo en el Mediterráneo, a la vez que auspiciaba cierto compromiso británico contra la posible expansión de Rusia sobre los territorios turcos y de Francia en el Norte de África, y el tratado secreto de Reaseguro germano-ruso que exigía la neutralidad en caso de ataque francés a Alemania y de ataque austriaco a Rusia.
A pesar de la fragilidad y contradicciones del sistema, hasta 1891 la política de Bismarck consiguió la paz y estabilidad en Europa. El ascenso de Guillermo II, su deseo de expansión y protagonismo y su falta de entendimiento con el canciller le llevaron a cesar a éste. La nueva política del Káiser condujo a la derogación del tratado de Reaseguro y un alineamiento con Austria, lo que provocó la alianza franco-rusa así como un acercamiento ítalo-francés. Estos posicionamientos agudizaron las tensiones entre las distintas potencias hasta dividir a Europa en dos bloques enfrentados.
La Rusia zarista y su política de expansión
El territorio de los zares se regía a fuerza de ucases (decretos), ejecutados por la acción policial y por el ejército. En todas las acepciones del término, el poder de los Romanov era absoluto. Como jefes de la Iglesia y del Estado eran venerados y obedecidos. En el exterior, la derrota de Napoleón en 1812 le había asegurado un lugar preferal anexionarse territorios de Polonia y Finlandia en Europa; en el Cáucaso, a costa del imperio persa, y Alaska. A partir de ese momento, Rusia se había expandido al anexionarse territorios de Polonia y Finlandia en Europa; en el Cáucaso, a costa del imperio persa, y Alaska. A mediados del siglo XIX Rusia era la mayor potencia continental.
Nicolás I accedió al trono en 1825 tras la muerte de su hermano Alejandro I. Magnifico militar, no había sido educado para el gobierno pero poseía un frío sentido de la responsabilidad. Contrario a las ideas revolucionarias, uno de los aspectos más significativos de su reinado fue la total represión de la libertad de expresión. Su intervención en Polonia en 1831 y en Hungría en 1849, aplastando sin piedad ambas revoluciones, le dieron el título de “El gendarme de Europa”.
Nicolás I |
Pero la grandeza no era sinónimo de buena administración. La enorme brecha entre los ingresos y gastos estatales era difícil de cerrar. Rusia vivía hipotecada. La pobreza extrema de los siervos provocaba numerosos estallidos de violencia; en los meses más críticos de 1848 se produjeron más de 60 levantamientos campesinos. Los contactos con el resto de Europa, sobre todo a través de los militares polacos, habían permeado a pesar de la policía secreta y la legislación, sembrando unas ideas de libertad y fraternidad encauzadas a alcanzar una sociedad más justa. Aunque no eran los campesinos quienes criticaban al gobierno, sino la aristocracia, la pequeña nobleza rural y la Iglesia, hasta el punto de terminar liquidando la institución básica del régimen zarista: la esclavitud legalizada, la servidumbre. Nicolás I se negó a abolir la servidumbre de la gleba, aunque permitió a los terratenientes gobernar a sus campesinos y mejoró la suerte de los siervos propiedad del gobierno. Sería su sucesor Alejandro II en 1861 el que aboliera la servidumbre. A pesar de ello, la mayor parte de la población siguió viviendo en primitivas comunidades rurales con una agricultura de subsistencia.
- La expansión hacia el sur
El enfrentamiento con Francia y Gran Bretaña por el dominio del Mediterráneo no fue el factor principal que motivó a Nicolás I a iniciar la Guerra de Crimea (1853-1856), aunque se jugaba su salida al mar por el Bósforo y los Dardanelos, hasta el momento en poder de los turcos. Para el Zar se trataba más de una cruzada en defensa de los cristianos balcánicos y el catolicismo ortodoxo de los santos lugares, un envite a la Francia atea y revolucionaria, y una defensa del suelo sacrosanto ruso; motivo político por el que Nicolás deseaba hundir al enemigo turco del sur.
De todos modos, el celo religioso y político del Zar no se correspondía con la eficacia de su ejército, que cometió muchos errores tácticos. A pesar de ello pudo defender Sebastopol durante casi un año. Seis meses antes de su rendición, el 6 de marzo de 1855 el Zar moría en San Petersburgo.
Su sucesor, Alejandro II (1855-1881), concurrió a la firma del Tratado de París (1856) donde apenas pudo salvar los enseres de su imperio. Perdió gran parte de su influencia sobre los príncipes alemanes así como de la zona balcánica, tuvo que ceder las bocas del Danubio y aceptar la desmilitarización del mar Negro.
En el interior, las teorías nacionalistas contrarias al centralismo zarista fueron haciendo mella. La rusificación dictada por Nicolás I resultó contraproducente para mantener la unidad en el complejo mosaico de los territorios zaristas; los nacionalismos polaco, lituano, estonio, letón, georgiano, armenio, ucraniano y finlandés se recrudecieron.
Por otra parte, el ejército arcaico, que prefería la bayoneta a las balas, sinónimo de cobardía, o la falta de modernización de su marina, cada vez la alejaron más del poder internacional. Los anarquistas acabarían con la vida de Alejandro II en 1881
El Imperio otomano, “el enfermo de Europa”
Si ya en 1830 el sultán de Turquía había perdió Grecia, las revoluciones nacionalistas posteriores fueron desgajando un imperio que era imposible de sostener. Los territorios balcánicos, habitados por rumanos, serbios o búlgaros exigían el derecho a una existencia independiente y fueron constituyendo las nuevas nacionalidades balcánicas.
Tanto el imperio austriaco como el ruso veían en el “hombre enfermo de Europa”, tal y como definió Nicolás I al Imperio otomano, la vía inmediata de expansión. Las razones esgrimidas para ocuparlo estaban claras: contenía población germánica y eslava, era la salida al mar para los productos de ambos imperios y suponía el dominio del Mediterráneo oriental. Así mismo, en Turquía confluían también los intereses británicos y franceses. Y el miedo a la desaparición del Imperio otomano con el consiguiente aumento en la zona de la influencia tanto rusa como austriaca, tejió una serie de complejas alianzas para sostener al turco. Pero, tanto sus problemas internos como externos, harán cada vez más difícil su estabilidad, defensa de su independencia y cohesión.
El conglomerado formado por el imperio turco no hubiera sido en sí un obstáculo para su mantenimiento si no fuera porque a mediados del siglo XIX aún se sustentaba sobre las estructuras del Antiguo Régimen. Estaba gobernado por una administración corrupta, un ejército débil y una teocracia que impedía modernizarse. Era un vasto imperio que además incluía dos religiones muy diferentes, la musulmana y la ortodoxa cristiana; y cuatro tipos de etnias: eslavos, indoeuropeos, túrquicos y árabes. Pero lo peor eran los graves problemas políticos y económicos.
Las medidas reformadoras emprendidas por los diferentes sultanes a partir de 1859 no llegaron a ninguna parte, boicoteadas por los diferentes príncipes y visires que se negaban a perder sus prerrogativas. Lo único que se consiguió fue conducir a la hacienda imperial a la bancarrota. La ampliación de la marina, el sostenimiento de un ejército numeroso y mal adiestrado y los gastos en palacios y harenes, obligaron a los sultanes a solicitar un empréstito tras otro. En 1875 existían trece, cubiertos por franceses e ingleses y garantizados por diferentes tributos.
En cierto modo, esta situación hacía que los occidentales considerasen aquel imperio un poco suyo, además de por lo mucho que habían invertido en hombres y armas durante la Guerra de Crimea. Por diferentes motivos, se negaban a aceptar la ocupación rusa de los territorios. Debido a los intereses comerciales de las grandes potencias, Turquía fue manejada por estas a su antojo en el Tratado de Paz de París de 1856, que zanjaba la Guerra de Crimea: ciertamente consiguió sobrevivir gracias al apoyo de sus aliados, no sin perder algunos territorios, el compromiso de permitir la libre navegación por las bocas del Danubio y la neutralidad del mar Negro.
A partir de ese momento y hasta 1914 el imperio turco se fue disolviendo al perder diferentes territorios.
Los movimientos de liberación nacionalistas provocaron la emancipación en la zona balcánica. En 1875, con un gobierno en bancarrota, estallo la insurrección en Bosnia, Bulgaria, Serbia y Montenegro, en medio de una crisis que desembocó en la guerra ruso-turca de 1877-1878. Tras la firma del tratado de San Stefano Rusia ocupó la mayor parte de los Balcanes, zona que le fue confiscada en el Congreso de Berlín de 1878, y devuelta a Turquía. También vio cómo aumentaban su autonomía los territorios de Asia Menor y África del Norte, o eran invadidos por las potencias europeas: Francia domino los beyliatos de Argelia y Túnez.
Aun así, todavía en 1895 Turquía litigó contra los griegos por Creta. A pesar de la victoria otomana en una efímera guerra, las potencias decidieron que la isla fuera administrada por Grecia. Después de este hecho, desapareció todo signo de magnificencia de la corte otomana. Sus finanzas jamás se recuperaron como tampoco el estatus imperial. Aunque en 1876 el sultán dictó una Constitución, en realidad Turquía nunca se rigió por otros principios que los de una autocracia poco efectiva. El aumento de las revueltas nacionalistas y la creciente oposición iniciada en 1905 por los “Jóvenes Turcos” desde Damasco, terminó con el último sultán Abdul Hamid II, depuesto en abril de 1909.
Jóvenes Turcos |
Los intereses económicos alemanes y la necesidad de someter los levantamientos militares y sublevaciones nacionalistas llevaron a Turquía a establecer una alianza defensiva en 1914 con Alemania.
Tras el conflicto bélico desapareció el Imperio otomano como tal al perder sus territorios árabes.
La génesis de un nuevo mundo: Estados Unidos y Japón
Poco después de que terminara la guerra civil (1861-1865), Estados Unidos se recuperó con rapidez y aceleró su proceso de industrialización. La segunda revolución industrial estimuló un amplio desarrollo de las producciones petrolíferas, químicas y automovilísticas. La política liberal y no intervencionista seguida por el Estado fue el principal motor del progreso.
Este contexto permitió un incremento del monopolio empresarial lo que limitó la competencia, redujo los riesgos y obtuvo los máximos beneficios. Trust y Holding conformaron el paisaje financiero y económico.
La colonización del oeste y la extensión del ferrocarril propiciaron el crecimiento de las zonas cultivadas.
La gran depresión de 1873 se cebó en la agricultura. Al disminuir las adquisiciones ultramarinas descendieron los precios de los productos del campo mientras que los industriales, controlados por los trusts, se mantuvieron elevados. Los agricultores constituyeron el Partido Populista en 1892 cuya reclamación principal era la de elevar los precios de las cosechas.
La crisis también afecto a las clases urbanas más desprotegidas, desde donde surgió un movimiento obrero poco ideologizado pero reunido en diferentes sindicatos que abogaban por reformas sociales. Su presión actuó sobre los dos partidos del poder, republicanos y demócratas, para que lucharan contra la corrupción, defendieran el sufragio universal y plantearan cambios legislativos a favor de la clase obrera. Las presiones de las corporaciones empresariales no permitieron grandes reformas.
El imperialismo y la política exterior estadounidense
La crisis no interfirió en los planes imperialistas y expansivos de Estados Unidos. Los diferentes gobiernos utilizaron tres caminos para extender el país: la compra, la guerra y la repoblación. En el primer caso, comprando la Luisiana a Napoleón; en 1818 se anexionó la Florida, obligando a España a vendérsela y en 1867 le compró Alaska a Rusia.
El territorio de Texas, perteneciente a México, fue poblado por anglosajones esclavistas que en 1836 lo declararon “república independiente”. En 1845 el presidente James Polk, aceptó la propuesta de su anexión, y además barajó la posibilidad de avanzar hasta California por territorio mexicano. El modo de conseguirlo era luchando contra el vecino del sur. Tras la victoria de norteamericana, por el tratado de Guadalupe-Hidalgo (1848) México perdió casi la mitad de su territorio (los actuales estados de Utah, California, Nevada y Arizona y parte de Colorado, Nuevo México y Wyoming).
Respecto a la repoblación, el avance hacia el Oeste se hizo ocupando tierras habitadas por tribus indígenasa las que se expulsaba, mataba o confinaba, extendiéndose los estados de la Unión hasta el Pacífico. La adquisición de tierras y la búsqueda de oro trajeron a San Francisco a riadas de europeos que se instalaron en poblados cercanos a los yacimientos. El ferrocarril acompañó la penetración; el territorio fue atravesado por tres grandes líneas transcontinentales.
Es indudable que la conquista del Oeste definió la idiosincrasia de la nación estadounidense. El avance hacia el Pacífico constituyó el más sólido apoyo económico de la nueva nación, y tanto la construcción del ferrocarril como la ocupación territorial permitieron emplear y rentabilizar los excedentes de población, lo que evitó las tensiones y revoluciones producidas en Europa a causa de la industrialización.
Los estadounidenses también tomaron posesiones de las islas circundantes como Midway (1867), Samoa y Hawái (1899). Aunque el interés estadounidense fuera de sus fronteras se dirigió hacia el sur del continente. En el Congreso Panamericano de 1889 quedó perfilada su política exterior. Las consecuencias más significativas de su imperialismo fueron la guerra contra España, por la que Cuba y el resto de las colonias hispanas les eran cedidas en 1898, y la creación de la república de Panamá, tras apoyar su emancipación de Colombia en noviembre de 1903, para propiciar la construcción del canal.
La integración japonesa en el mundo occidental
Hasta mediados del siglo XIX, su insularidad y una estricta política de retraimiento había preservado a Japón del expansionismo comercial de las grandes potencias. Poseía una peculiar estructura política, basada en la existencia de una mítica, remota y divina dinastía imperial, factor de unidad y continuidad, que habitaba en su palacio de Kioto apartado de la realidad, y un gobierno efectivo y pacificador ejercido desde el siglo XVI por el clan guerrero de los Tokugawa. El jefe político-militar era el Sogún, apoyado por los nobles feudales, para los que el cultivo del arroz era la base de la economía.
Un cierto paralelismo asemeja la evolución de la sociedad japonesa con la europea. Tras el período de las luchas feudales se impuso un absolutismo en el que la paz civil era preservada por una burocracia imperial, a su vez respaldada por una privilegiada y anticuada clase militar, los samuráis. Existía asimismo una clase mercantil y artesana enriquecida por sus servicios a las otras dos, encasillada en una especie de tercer estado. A partir del siglo XVIII, los grandes señores fueron obligados por los sogunes a establecerse en la corte del Yedo (antigua Tokio). En 1800, Yedo era una ciudad con más de un millón de habitantes, mucho mayor que Londres, París o Moscú. En esta metrópoli los negocios habían permitido a algunos comerciantes adquirir el rango de samurái, lo que significaba un principio de resquebrajamiento de las estructuras tradicionales.
Durante el período Tokugawa, una activa vida intelectual propició una cierta desacralización de la sociedad, por lo que el budismo dejó de tener influencia en parte de la población. Se volvió la vista hacia el Bushido, “el camino del guerrero”, código de conducta personal y moral de los samuráis basado en el honor y la lealtad, que adquirió un gran predicamento entre la sociedad civil.
También resucitó el Shinto, la antigua religión del Japón, que aseguraba que el emperador era el hijo del Cielo. El interés hacia el pasado había aumentado la atracción por los estudios históricos y se había llegado a la conclusión de que los sogunes eran unos usurpadores del poder.
Los Tokugawa se aferraban a una política autárquica, cerrando la entrada de misioneros y comerciantes extranjeros, para evitar la subversión a través de las ideas occidentales. Sólo habían permitido a los chinos y a los holandeses acercarse hasta Nagasaki. Pero la situación cambió cuando la flota norteamericana se adentró en la bahía de Yedo en 1853. A continuación, los estadounidenses obligaron a los japoneses a abrirse al comercio internacional firmando en 1854 en tratado de Kanagawa, seguido de otros similares como los de Aigun y Tientsin, ratificados en 1858, por los que Gran Bretaña, Rusia, Holanda y Francia finalmente obtenían ventajas comerciales. Los japoneses pronto comprendieron que los occidentales habían abusado al hacerles firmar acuerdos en los que estos ponían los aranceles y les obligaba a mantener una tarifa baja para las importaciones, así como cláusulas de extraterritorialidad, es decir, que los ciudadanos occidentales no se hallaban bajo las leyes japonesas, sino bajo la jurisdicción de sus respectivos países impartida por funcionarios consulares. Los japoneses, según se abrieron más al conocimiento del mundo occidental, comprendieron que habían sido tratados como un pueblo atrasado e ignorante, lo que produjo una fuerte reacción xenófoba. En 1862, una infracción protocolaria de unos soldados ingleses, por la que uno de ellos fue ajusticiado, desencadenó la sublevación de los sogunes de las islas occidentales contra los Tokugawa al no sentirse respaldados. Su intención era derrocarlos y encabezar una insurrección nacional acaudillada por el Emperador para expulsar, de paso, a los extranjeros. La artillería japonesa cañoneó varios barcos occidentales por lo que Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y Holanda destruyeron las fortificaciones y la flota de las islas occidentales e impusieron una fuerte indemnización. Lo grave no fue que el sogún de Yedo no supiera resolver la situación, sino que de pronto los occidentales descubrieron que no era el gobernante supremo.
Los shogunes de las islas occidentales comprendieron que debían conocer bien al enemigo para hacerles frente y adoptar sus maneras. Una de ellas fue modernizar sus armas y adoptar la tecnología propia de Occidente. El contacto generó un cambio de mentalidad en algunas capas sociales japonesas que se inclinaron por la modernización.
Por otra parte, en 1865 y en 1867 van a suceder dos acontecimientos que variaron el rumbo de la política japonesa. Por un lado una fuerte crisis económica causada por el aumento del precio del arroz, que desencadenó múltiples revueltas urbanas y campesinas, a las que se unieron también los samuráis. El poder cada vez más socavado del sogún de Yedo le llevó a la dimisión en 1867.
Ese año también fallecía el emperador, lo que produjo un vacío de poder que utilizaron los reformadores para apoyar a su sucesor Mutsu-Hito con la intención de que asumiera el gobierno. El nuevo emperador aceptó el reto y tomó para su reinado el nombre de Meiji “el gobierno de las luces”. Los grupos contrarios a la modernización fueron eliminados y se iniciaron las reformas necesarias para la occidentalización del archipiélago.
En “El Juramento de los 5 artículos” el emperador dio las claves de su nueva gestión basada en reformas políticas, económicas y jurídicas que abolían el feudalismo. Suprimió las instituciones medievales, separó los poderes, centralizó el gobierno y creó un ejército imperial siguiendo el modelo prusiano. En cuanto a las reformas económicas, inició un amplio programa de desarrollo industrial y viario, estableció un sistema fiscal y una moneda única, el yen. Respecto a las jurídicas, eliminó los estamentos y se igualó el derecho para todos; el samurái perdió el privilegio de portar dos espadas, comenzó a depender de los oficiales del ejército y no de los jefes del clan. Se confiscó la propiedad de los monasterios budistas, se nacionalizó la enseñanza y se estimuló el culto al Shinto. En 1889 se promulgó una Constitución similar a las occidentales aunque con rasgos autoritarios.
El Imperio Mejí comenzó un período de expansión, cuyo primer hito fue el enfrentamiento chino-japonés de 1894-1895 donde Japón demostró al resto del mundo su modernización. La causa del conflicto surgió al esgrimir China una serie de reivindicaciones sobre el reino de Corea, después de varias anexiones realizadas por los nipones. China sufrió una tremenda derrota y Japón consiguió la península Liaodong, Formosa y Port Arthur e inició una remodelación de su flota. En 1905 se enfrentaba a Rusia aniquilando a la escuadra zarista. Por la paz de Portsmouth adquirió la isla de Sajalín, el sur de Manchuria y Corea, iniciando de este modo una expansión imperialista que le enfrentará con los intereses occidentales en el continente asiático. Sin perder su sentido moral, su cultura, su arte, sus concepciones religiosas, pero apoyada en la modernización occidental, Japón había logrado un alto grado de independencia respecto a la influencia europea y norteamericana que la convertiría en breve en un gran imperio.
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