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martes, 3 de diciembre de 2024
SIRIA VENCERÁ
DOS PARTES
lunes, 2 de diciembre de 2024
EL CAMBIO SOCIAL EL SIGLO XIX: DEL LIBERALISMO A LA DEMOCRACIA
Pero el gran paso fue la internacionalización del movimiento obrero. En 1864 se fundó la Primera Internacional por ideólogos marxistas y anarquistas, con la pretensión de organizar el movimiento obrero internacional. Los marxistas propugnaban la lucha revolucionaria para hacer desaparecer el capitalismo e implantar el socialismo. Los anarquistas eran contrarios a la lucha revolucionaria, no creían en el Estado, ni siquiera en un Estado revolucionario. Las disensiones entre ambos terminaron en ruptura. La segunda Revolución Industrial afianzó y amplió el movimiento obrero, que se articuló en torno al socialismo con tres corrientes fundamentales: el socialismo de Estado alemán, el laborismo inglés y el marxismo, este último con diferentes manifestaciones. También existió una corriente anarquista, que no tuvo una gran importancia salvo en países del sur de Europa, y otra sindicalista cristiana, vigente desde finales del siglo XIX, con poca trascendencia. También a partir de estos momentos se empezaron a formar grandes sindicatos, que en algunos países alcanzaron una fuerza considerable y se crearon partidos obreros dedicados a la lucha política.
La cuestión social
La injusta situación de los obreros industriales dio lugar, en el primer tercio del siglo XIX, a los primeros análisis sobre sus condiciones de vida y situación laboral; a partir de 1830 se elaboraron informes y estadísticas basados en los registros municipales y en estos estudios se reflejaba una situación contradictoria, en la que se mostraba que, al tiempo que se incrementaba la producción industrial, se instauraba la igualdad civil y la libertad económica, aumentaba el número de pobres y las diferencias entre las clases sociales se hacían más profundas.
Como solución a estos problemas se propugnaba la caridad de los particulares y, poco más tarde, la acción social del Estado, en unos momentos en los que la Iglesia católica, que tradicionalmente atendía a los más necesitados, había perdido una parte importante de sus recursos y la beneficencia estaba pasando a ser un servicio de las administraciones públicas a los ciudadanos.
Fue en la Alemania de Bismarck donde se establecieron las primeras leyes laborales, en un intento de atraerse a los obreros y terminar con sus reivindicaciones. Este tipo de disposiciones sociales (como seguro obligatorio de accidentes y enfermedad) que suponían algunas mejoras en las condiciones de vida de los obreros, se fueron adoptando por otros Estados, aunque la tradición liberal hizo que tal política, considerada intervencionista, se retrasara en algunos de ellos. El gobierno británico promulgó en 1819 la ley sobre el trabajo de los niños a la que sucedieron varias a lo largo del siglo que regulaban el trabajo de los menores y de las mujeres. A finales del siglo XIX, en casi todos los países se limitaba el trabajo infantil a los que hubieran cumplido entre doce y catorce años.
El movimiento obrero
Se denomina movimiento obrero a la reacción colectiva de los trabajadores ante unas condiciones de trabajo injustas y también a las organizaciones que las promovieron.
La lucha de los trabajadores para conseguir mejoras en sus condiciones de vida laboral y en sus salarios se había iniciado a finales del siglo XVIII, pero estas primeras asociaciones obreras fueron prohibidas por la ley Le Chapelier, en Francia (1791); y por la Combinations Act, en Gran Bretaña (1799).
La legalidad de este movimiento tardó un tiempo en ser aceptada por los gobiernos liberales porque representaba una limitación a la iniciativa individual como la libre contratación o el cambio de condiciones laborales.
A partir de finales del siglo XVIII, los levantamientos obreros se concretaron en Gran Bretaña en ataques contra instalaciones fabriles y en las primeras décadas del XIX, en destrucción de maquinaria industrial.
Estas actuaciones, denominadas ludismo por ir firmadas las cartas intimidatorias a los empresarios con el nombre imaginario de Capitán Ludd, fueron reprimidas duramente por el Parlamento que aprobó una ley condenando a muerte a los responsables de estos actos.
El movimiento ludista se extendió a otros países; en España, en 1821, las máquinas de hilar y cardar fueron atacadas en Alcoy por trabajadoras domésticas y en 1835, artesanos de talleres domésticos atacaron el taller de Bonaplata y otras fábricas de Barcelona, temerosos de perder sus empleos por la instalación de las nuevas máquinas.
- Los primeros sindicatos en Gran Bretaña
Las huelgas organizadas por las sociedades de oficios, base de los futuros sindicatos, surgidas en Gran Bretaña, fueron las primeras reivindicaciones para pedir mejoras salariales. En 1831 se fundó la National Association for the Protection of Labour y en 1834 la Grand National Cosolidated Trade Union. Poco después y durante unos años las asociaciones obreras británicas se apartaron de las reivindicaciones puramente laborales para apoyar el movimiento político cartista, que en 1838 reivindicaba entre otras cuestiones el sufragio universal masculino, la renovación del Parlamento y circunscripciones electorales iguales, al tiempo que pedían una legislación protectora en cuestiones sociales. Como medio para conseguir estas reivindicaciones se convocaron mítines y huelgas en algunas ocasiones violentas. Para coordinar todas estas acciones a escala nacional se fundó la National Charter Association controlada por Feargus O’Connor, líder cartista de gran prestigio. El rechazo del Parlamento al sufragio universal, en 1842, constituyó un gran fracaso para este movimiento, apoyado sobre todo por los obreros. Tras la revolución de 1848 el movimiento fue perdiendo seguidores y se radicalizó, desapareciendo hacia 1850.
A partir de mediados del siglo XIX, tras el fracaso del cartismo, las asociaciones obreras en Gran Bretaña volvieron a la línea sindical. La prosperidad de los años 50 favoreció a las agrupaciones formadas por trabajadores de una misma pro profesión, como los mineros o los maquinistas, con programas de carácter moderado, pretendiendo la mejora de las condiciones laborales. La primera asociación de este tipo, la Amalgamated Society of Engineers, llegó a contar con un gran número de afiliados y fue el punto de partida de un nuevo sindicalismo, dando lugar a las agrupaciones de obreros cualificados con cobertura nacional para conseguir mejoras salariales y otras ventajas sociales por medio de convenios colectivos.
Hacia 1870, lo sindicatos británicos contaban con un gran número de afiliados y tenían una gran fuerza en la vida económica del país, muy superior al resto de las organizaciones obreras del continente. No fue hasta la crisis económica de 1873 cuando se introdujo el socialismo en Gran Bretaña. La integración de los trabajadores no cualificados con los obreros industriales dio lugar a un nuevo sindicalismo, por la unión de los obreros de un sector industrial, como la Unión de Obreros del Transporte.
A finales de siglo varias organizaciones socialistas irrumpieron en el panorama de Gran Bretaña. En 1889 se fundó, por un grupo de intelectuales, la Sociedad Fabiana. En 1906, la unión de diferentes sectores socialistas con una fuerte presencia de miembros de las Trade Unions, constituyó el Partido Laborista, que contemplaba reformas sociales como la nacionalización de la tierra y la minería, legislación social, horario laboral de ocho horas, además de la autonomía de las colonias británicas, el fin de los privilegios de los lores, justicias gratuita, etcétera.
- El movimiento obrero en Alemania
En Alemania, el primer congreso obrero se celebró en 1848, pero pronto el movimiento obrero derivó hacia la formación de partidos. Ferdinand Lasalle (1825-1864), el representante más destacado del socialismo de Estado, fundó en 1863 el primer partido obrero con el nombre de Asociación General Alemana de las Clases Trabajadoras, para la transformación de la sociedad con ayuda del Estado, que debía luchar contra la miseria de los asalariados sin necesidad de llegar a la revolución. Por otra parte, en 1869, los marxistas A. Bebel (1840-1913) y W. Liebkencht (1826-1900) partidarios de la revolución como único camino para llegar a una sociedad justa, fundaron el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores. Pese a sus diferencias los dos partidos se unieron en 1875 y fundaron el Partido Socialdemócrata Alemán, con el rechazo de Marx. Como medio para pacificar a los obreros, Bismarck apoyó las ideas de Lasalle. Promulgó una legislación social muy amplia que contemplaba la atención a trabajadores enfermos, accidentados, pensionistas de jubilación, etc., mientras por otra parte reprimió al socialismo. A la caída de Bismarck la socialdemocracia alemana, en el Congreso de Erfurt (1881) revisó su programa y, en 1889, el político Eduard Bernstein (1850-1932) publicó la obra Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, en la que afirmaba que la teoría marxista no se adecuaba a la realidad por no haber pensado en la posibilidad de la democracia y negaba la lucha de clases como condición para transformar a la sociedad. A partir de esos momentos la socialdemocracia alemana se dividió en tres tendencias, la posición centrista liderada por Karl Kautsky (1854-1938), la izquierda marxista dirigida por Rosa Luxemburgo (1870-1919) y la derecha defendida por Eduard Bernstein.
Kautsky, Bernstein, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht |
- Las organizaciones obreras en Francia
En Francia, una legislación mucho más restrictiva que la británica y el atraso en la industrialización fueron causa de que la primera organización de trabajadores no se fundara hasta 1843. La Comuna de París en 1871, a pesar de su fracaso, representó un símbolo de la lucha de los trabajadores y fue el origen del reconocimiento de la existencia de la clase obrera francesa con unos derechos. Desde 1884 hasta 1892 los sindicatos franceses se adaptaron a la política de partidos, hasta que en 1897, el anarquista Fernand Pelloutier (1867-1901) inició las Bolsas de Trabajo, una organización sindical encargada de registrar y denunciar las condiciones laborales de los distintos sectores, al tiempo que ofrecía a sus afiliados una amplia gama de servicios sociales. Este sindicato anarcosindicalista se enfrentó a los socialistas; en 1902 las Bolsas de Trabajo se fusionaron con la Confederación General de Trabajo (CGT), formando una federación de tipo anarcosindicalista; de esta forma el sindicalismo francés adoptó la vía revolucionaria hasta la llegada de la Primera Guerra Mundial.
En cuanto a los partidos políticos, la celebración del Congreso Obrero Socialista de Marsella de 1887 mostró la división del socialismo francés y la existencia de tres grupos con varias tendencias. En el congreso de Lyon, en 1901 estas tres agrupaciones dieron lugar a dos partidos, el Partido Socialista de Francia, (PSDF), liderado por Jules Guesde (1845-1922), marxista, partidario de la lucha de clases, y el Partido Socialista Francés (PSF), dirigido por Jean Jaurés (1859-1914), que agrupaba a los reformistas. La unificación de estos dos partidos se consiguió en la Segunda Internacional. En el Congreso de París de 1905 se formó la Sección Francesa de la Internacional Obrera (SFIO) con carácter marxista.
Jean Jaures y la Sección Francesa de la Internacional Obrera (SFIO) |
- Las sociedades mutuas y las sociedades obreras en España
En España, con una industrialización tardía por las circunstancias políticas, las organizaciones obreras se orientaron más hacia las reivindicaciones salariales y sociedades de socorros mutuos que a una acción sindical organizada. A partir de 1830, sobre todo en Cataluña, surgieron pequeñas asociaciones con tendencias corporativistas o de resistencia, basadas en las ideas del socialismo utópico de Fourier, o Saint Simon. En 1840 se creó la primera agrupación obrera con fines reivindicativos, la Sociedad Mutua de Protección de Tejedores del Algodón, cuya existencia legal fue posible por una Real Orden de 1839, que admitía a las asociaciones de socorros mutuos. Fue ilegalizada en 1841 por Espartero, por su vinculación al republicanismo y por enfrentarse con los patronos.
Las preocupantes noticias sobre las revoluciones europeas de 1848 hicieron que el Gobierno moderado de Narváez ilegalizara las sociedades obreras, que desde la clandestinidad organizaron huelgas como la que tuvo lugar en Sants, en 1854, extendidas a varias localidades catalanas. El levantamiento de O’Donnell contra los moderados en 1854, apoyado por los obreros, propició revueltas en las que se quemaron fábricas. Ese mismo año se fundó la primera confederación obrera en Barcelona, la Unión de Clases. En 1855 se fundó la Junta Central de la Clase Obrera, con una participación amplia de algodoneros.
En 1868, ya en plena revolución, se creó la Dirección Central de las Sociedades Obreras de Barcelona. Poco después se fundó Las Tres Clases de Vapor, agrupación de tejedores, hiladores y preparadores de tejidos catalanes, que reivindicaba el aumento de salarios. Con el triunfo de la revolución, la nueva Constitución de 1869 reconoció el derecho de asociación, reunión y expresión, con mayor amplitud que ningún texto constitucional español hasta ese momento.
Por otra parte las disensiones entre socialistas y anarquistas en la Primera Internacional terminarían con la separación de ambas tendencias, y el predominio en las distintas regiones españolas de una u otra opción ideológica. En 1870 se constituyó en España por los anarquistas la Federación Regional Española que en 1881 pasó a denominarse Federación de la Región de España. En 1910 los anarquistas fundaron en Barcelona su sindicato, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), integrando a agrupaciones sindicales menores de Cataluña y Valencia. En 1927 se fundó en Valencia la Federación Anarquista Ibérica (FAI), partido radical que intentó una alianza con los anarcosindicalistas de la CNT.
La estancia del marxista Lafargue en Madrid determinó la creación de un grupo de élite obrera, inclinado hacia el marxismo en la capital. El grupo dirigido por los tipógrafos Pablo Iglesias, Anselmo Lorenzo y Francisco Mora entre otros formó la Asociación del Arte de Imprimir. En 1888, la asociación fundó en Barcelona el sindicato Unión General de Trabajadores (UGT), con un programa ambicioso de reivindicaciones salariales y de mejora de las condiciones de trabajo. Un año más tarde, se fundó por la misma asociación el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), dirigido por Pablo Iglesias, y unido a la UGT. Poco después el PSOE se adhirió como partido obrero a la Segunda Internacional.
La organización obrera internacional
- La Primera Internacional
La Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) se fundó en Londres el 28 de septiembre de 1864 y fue la culminación de contactos entre trabajadores británicos, franceses y exiliados en la capital inglesa (polacos, alemanes e italianos), para formar la primera organización obrera de ámbito internacional. La AIT sirvió para difundir las nuevas corrientes ideológicas al tiempo que fue el escenario de los enfrentamientos entre sus principales líderes. Participaron en su organización los teóricos más destacados de esta etapa, Karl Marx, Friedrich Engels, Mijaíl Bakunin, también Pierre Joseph Proudhon. Marx redactó el manifiesto inaugural y los estatutos de la nueva organización.
Desde su constitución la AIT estuvo compuesta por sindicatos poco estructurados, pero también por revolucionarios o reformistas decididos a terminar con el capitalismo.
Durante la década de los sesenta, las principales corrientes teóricas con una gran influencia en la Primera Internacional fueron las presentadas por Proudhon, Marx y Bakunin, defensor este último del anarcocolectivismo y sus respectivos seguidores. Los enfrentamientos entre los dos primeros se iniciaron desde el principio. Proudhon no era partidario de que los obreros tomaran parte en las luchas políticas, ni de la intervención del Estado en cuestiones laborales por considerar que esta intervención atentaba contra el derecho de libertad. Pensaba que le emancipación de los obreros debía hacerse de forma pacífica, con el desarrollo de mutualidades y asociaciones de ayuda; no era partidario del enfrentamiento con los patronos ni de la huelga.
Los planteamientos de los marxistas eran totalmente distintos, creían necesaria la lucha política, la creación de un partido obrero para organizar a los trabajadores y conseguir el poder de formar revolucionaria. Sólo así sería posible terminar con el sistema económico del capitalismo, que permitía a los propietarios de los medios de producción adueñarse de la plusvalía producida por el trabajo de los asalariados. En sucesivos congresos las posturas de estos dos grupos se hicieron irreconciliables y terminaron con el triunfo de losmarxistas, que consiguieron entre otras cuestiones, la aprobación de la huelga como medio de lucha y la petición de una legislación laboral.
A partir de 1869 los enfrentamientos fueron protagonizados por los seguidores de Marx y los de la Alianza de la Democracia Socialista, liderados por Bakunin. Los planteamientos ideológicos de los seguidores de este último eran radicalmente distintos de los marxistas; mientras los primeros, llamados autoritarios, defendían la lucha política para llegar a la conquista del Estado, los segundos, los antiautoritarios, eran partidarios de una lucha constante para crear una conciencia revolucionaria que conseguiría triunfar.
También discrepaban en cuanto a la acción política, de la que Bakunin era enemigo; estaban en contra de cualquier organización estatal, tanto capitalista como la de un Estado obrero, defendido por Marx. Su ideal era llega a un Estado libre, formado por una federación de asociaciones autónomas, un sistema que se alejaba totalmente del autoritarismo. La Comuna de París (1871) fue otro punto de conflicto entre los dos líderes. La Comuna suponía para Marx el primer intento de control del poder por las masas obreras, mientras que para Bakunin era un símbolo de la insurrección antiestatal, y acusaba a los alemanes de provocar la contienda. La ruptura definitiva y la expulsión de Bakunin y sus seguidores tuvieron lugar en el Congreso de La Haya de 1872 y supuso el fin de la Primera Internacional. Los marxistas trasladaron la sede de la Internacional a Filadelfia (Estados Unidos), donde se celebró el último congreso. Los partidarios de Bakunin se reunieron en Saint Imier (Suiza), y acordaron continuar con su actividad, que siguió durante unos pocos años más.
Marx y Bakunin |
- La Segunda Internacional
En 1889, coincidiendo con el primer centenario de la revolución francesa, se reunieron en París los partidos socialistas, con la participación de anarquistas y decidieron constituir en Bruselas la Segunda Internacional.
La influencia del pensamiento de Marx (que había fallecido en 1883) y de Engels, fue una constante en esta etapa, en la que participaron personalidades destacadas como Longuet y Lafargue (yernos de Marx), los alemanes Bernstein y Liebknecht, el austriaco Adler, el italiano Costa y el español Pablo Iglesias.
Después de encendidos debates entre los anarquistas y los socialdemócratas alemanes, en los que los últimos defendían el apoyo a los regímenes parlamentarios, única forma que permitiría con el tiempo a los obreros llegar al poder, fueron excluidos los delegados no partidarios de la acción política. Los anarquistas quedaron fuera, siguiendo distinto camino que los socialistas.
En esta nueva etapa de la Internacional, los delegados tomaron postura sobre las cuestiones planteadas en aquellos momentos: la colaboración con los partidos burgueses, el colonialismo y el peligro de la guerra.
También en esta ocasión los congresos estuvieron jalonados por las disensiones entre las dos tendencias marxistas: la ortodoxa, liderada por los seguidores de Marx y de Engels y la revisionista que reclamaba, entre otras cuestiones, la colaboración con los partidos burgueses. La situación de los obreros había cambiado desde la Primera Internacional, en esos momentos se estaba superando la crisis del 1873 y los revisionistas querían abandonar la vía revolucionaria para emprender la de las reformas. La adopción del sufragio universal, la fuerza cada vez más creciente de los sindicatos y la mejora del nivel de vida de los obreros apoyaron la postura revisionista que se fue imponiendo desde principios del siglo XX. La Segunda Internacional terminó en 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial.
Los cambios sociales y los medios de comunicación
La libertad de expresión, no sólo de palabra sino de imprenta, fue uno de los principales logros de la revolución liberal, plasmado en todas las constituciones liberales, que incluían generalmente un párrafo sobre la necesidad de evitar las trabas a su ejercicio. Gracias a esta libertad sería posible contener la arbitrariedad de los poderes públicos, y así, preservar todos los derechos de los ciudadanos.
Se puede afirmar que en el único país donde existió, durante todo el siglo XIX, una prensa libre y crítica fue en Gran Bretaña, destacando como portavoz de su clase media el diario The Times, fundado en 1785. En el resto de los países europeos, a lo expresado en las respectivas constituciones se añadía un desarrollo legislativo con recortes importantes y un apartado con las sanciones, en caso de contravenir la ley, que llegaban hasta el cierre del periódico.
La difusión progresiva de la prensa en el siglo XIX supuso un avance social sin precedentes. A final de siglo, el control de la información había dejado de estar en manos de un pequeño grupo de privilegiados; los periódicos de masas ocuparon un lugar muy destacado en el panorama de casi todas las naciones europeas, actuando como vehículo de movimientos políticos, sociales e ideológicos y como cauce de información de los avances científicos o de cualquier manifestación religiosa, cultural o artística.
La amplitud de su alcance tuvo como límites el grado de alfabetización, con niveles muy bajos a finales del siglo XIX, aunque estas carencias se soslayaban, ante la gran curiosidad del público, mediante lecturas colectivas. Durante el siglo XIX, la lucha por democratizar todos los sistemas parlamentarios estuvo ligada al fortalecimiento y desarrollo del movimiento obrero. El reconocimiento del sufragio universal (masculino) se fue generalizando desde finales del siglo en todos los países europeos (Francia en 1884; España en 1890; Noruega en 1898; Austria en 1907) y su implantación trajo consigo el fortalecimiento de los partidos de masas y su importancia en la vida política. En este proceso la prensa desempeñó un papel fundamental, al dar a conocer los estados de opinión y analizar y difundir la situación en los distintos países.
El primer diario publicado, titulado Daily Courrant, se fundó en 1702 en Gran Bretaña, país que promulgó la primera Ley de Prensa en 1785 y donde se iniciaron los periódicos de negocios a finales de la centuria.
Durante todo el siglo XIX la prensa británica y de otros países como Francia y España tuvieron una gran actividad con publicaciones dedicadas sobre todo a tratar acontecimientos políticos, en forma de artículos y comentarios editoriales.
Los avances en medios de transporte como ferrocarril, barco y telégrafo facilitaron de forma extraordinaria la recepción de las noticias y la difusión de la prensa. Los diferentes inventos permitieron incrementar la producción; las nuevas rotativas y la utilización de rollos de papel continuo permitiendo imprimir más ejemplares, abaratando los costes para llegar a un público mucho más amplio; a partir de mediados de siglo se crearon las primeras agencias de noticias y de publicidad para servir a los principales periódicos.
Las nuevas técnicas utilizadas para reproducir grabados permitieron incluir ilustraciones y dieron lugar a un nuevo tipo de prensa, dedicada sólo al entretenimiento, con gran aceptación de los lectores, como la L’Ilustration, fundado en Francia en 1843, o Ilustración, Periódico Universal, que nace en 1849 o La Ilustración, editado en 1848 en España.
A finales del siglo XIX irrumpió en el panorama periodístico, tanto de EEUU como en algunos países europeos, un nuevo tipo de prensa cuyo ejemplo más destacado fue The World, de Pulitzer. Destinado al consumo de masas, estos periódicos se vendían a bajo precio, abandonaban antiguas fórmulas y tenían un formato atractivo. Estas publicaciones producidas por grandes empresas con tiradas enormes y mucha publicidad, llegaban a un gran número de lectores y su aceptación las acabó convirtiendo en instrumento de gran influencia, que permitiría manipulaciones de todo tipo. La “prensa amarilla”, que es como se denominó a este tipo de periodismo sensacionalista, se caracterizaba por presentar y privilegiar noticias escabrosas y catastrofistas, enredos políticos y escándalos. Su máximo representante fue el periódico The New York Journal, del empresario y periodista William R. Hearst (1863-1951). Como contrapunto a la prensa sensacionalista surgió, en esa misma etapa, otra forma de hacer periodismo basada en el análisis exhaustivo de las noticias y en la investigación de los hechos. Entre éstos estaban The New York Times, creador de este tipo de prensa, Le Figaro, en Francia, Il Corriere della Sera, en Italia, El Imparcial y El Liberal en España.
El protagonismo de las grandes ciudades
El incremento de población originado con la Revolución Industrial se concentró principalmente en las ciudades. Por ello podemos decir que las ciudades son protagonistas de la historia del siglo XIX. La ciudad que existía antes de la Revolución Industrial frecuentemente estaba rodeada de murallas defensivas o muros fiscales. Lo que hoy conocemos como cascos antiguos constituían entonces este espacio. El crecimiento de la población fue mucho más rápido que el del encorsetado recinto. La escasez de suelo hizo que aumentara el número de personas por vivienda y el número de viviendas por edificio; aparecieron las casas de corredor, con deplorables condiciones higiénicas; se eliminaron los espacios abiertos, tales como huertas y jardines. Agotadas las posibilidades del recinto antiguo, aparecieron los ensanches, concebidos y planificados para la burguesía y las clases medias, que ocupaban de forma planificada los terrenos situados extramuros con el consiguiente derribo de las murallas. También fueron remodelados los espacios interiores con el trazado de nuevas vías de mayor anchura y el derribo de viviendas, generalmente de ínfimacalidad, sustituyéndolas por edificios modernos y suntuosos.
Junto al urbanismo organizado apareció otro espontáneo que determinó inicialmente el crecimiento y después la anexión de los que se denominaba extrarradios, en los que, dado su mayor alejamiento de los cascos antiguos, los precios eran más bajos y la ocupación más rápida por clases populares y obreras alrededor de las industrias que se habían establecido en ellos. Surgieron en las cercanías de la gran urbe y la rodearon con una corona de núcleos industriales que habían engullido con rapidez lo que poco antes habían sido pequeñas aldeas. Fueron quizá éstas las que fundamentaron las más acerbas críticas de los opositores al industrialismo y su acompañamiento de hacinamiento, insalubridad, marginalidad, deshumanización, etc.
Tuberculosis, tifus y cólera eran azotes que ponían en peligro a todos los pobladores, incluidos los de las clases pudientes. Estos problemas no eran tan nuevos, ya en las aglomeraciones urbanas del siglo anterior se venían registrando crisis sanitarias y elevados índices de mortalidad. Lo más novedoso era que el progreso había alcanzado un nivel de conocimientos técnicos capaces de encontrar nuevas soluciones.
Mediante un informe de Chadwick, en el que se toma conciencia del problema, el Parlamento inglés aprueba la Ley de Salud Pública por las que se adoptaron regulaciones de gran transcendencia en la mejora de la sanidad pública: se separan las redes de abastecimiento y vertidos de agua, se adecuó el ancho de las calles con la altura de las edificaciones, etc. Las reformas consiguieron resultados, las tasas de mortalidad disminuyeron y llegaron a situarse por debajo de las del medio rural.
Desde el punto de vista económico se produjo una acumulación de capital sin precedentes, y un proceso de especulación con el suelo y la construcción de viviendas. Políticamente, las concentraciones urbanas fueron un excelente caldo de cultivo para que la nueva clase proletaria emergente tomara conciencia de sí misma. También fueron las grandes ciudades escaparates privilegiados en los que se exponían con orgullo los logros materiales e intelectuales alcanzados por el país y se proponían las nuevas líneas de progreso.
- Londres 1851
Entre el 1 de mayo y el 15 de octubre en 1851 se celebró en Londres la “Great Exhibition of the Works of Industry of all Continents”, la primera exposición mundial, a la que fueron invitadas a participar todas las naciones del mundo. Con ella quiso mostrar Inglaterra su liderazgo mundial en cualquier actividad industrial. Para albergarla se construyó el “Palacio de Cristal” en “Hyde Park”. El área ocupada por la muestra fue de 0,1 Km2 y el número de visitantes alcanzó los 6 millones. Con la coronación de la reina Victoria, en 1837 había comenzado la época de mayor esplendor y apogeo británicos. Londres, como pionera, había tenido que ir resolviendo sobre la marcha los problemas surgidos del cambio originado en la Revolución Industrial. No había existido una autoridad central capaz de imponer una planificación estudiada, promotores particulares habían ido obteniendo permisos del Parlamento para desarrollar grandes planes urbanísticos y cobrar tasas para compensar sus inversiones, consiguiendo los correspondientes beneficios por su actividad. Londres fue el producto urbano del liberalismo económico.
Como resultado existían, junto a barrios todavía abigarrados y miserables, otros que exhibían los más refinados edificios, amplias plazas y deliciosos parques. Fueron otras ciudades seguidoras las que, basadas en la previa experiencia londinense, pudieron realizar un crecimiento más planificado. La “expo” consiguió un gran éxito; la feria produjo unos beneficios con los que se pudieron construir los museos de Ciencias, Historia Natural y Victoria y Alberto.
El condado de Londres se extendía por 300 km2. Esta dispersión de la población fue posible por la red de transporte público. En 1829 se habían introducido los ómnibus y diez años después el tendido de vías introdujo los tranvías de tracción animal; los ferrocarriles de cercanías se desarrollaron a partir de 1830. El gran avance se produjo con el metropolitano que comenzó en 1865, inicialmente con tracción por vapor, siendo posteriormente electrificado en la última década del siglo y la primera del siguiente.
El sector económico industrial no era el preponderante en la capital; eran otras ciudades británicas como Manchester o Birmingham las que acogían a las grandes factorías. Londres era la capital política de un gran imperio y su actividad se dedicaba a los servicios centralizando el comercio y las finanzas. Las finanzas residían en “La City” que con una extensión de unos 3 km., acogía desde 1801 a la moderna bolsa de Londres, a las más importantes firmas bancarias y a los mercados mundiales de materias primas. Aquí se encontraba el auténtico centro del poder mundial que todavía hoy en día compite con Nueva York. También se desarrolló una significativa actividad industrial en alimentación, muebles, joyería y artículos de lujo en general.
Expo universal de Londres de 1851 |
- París
Un decreto imperial de 1864 disponía que entre abril y octubre de 1867 se celebraría en París la cuarta “Expo mundial” con el nombre de “Exposition unirverselle d’Art et d’industrie”. En París ya se había celebrado la de 1855 y otras tres más tendrán lugar hasta fin de siglo (con motivo de la del 89 se erige la Tour Eiffel), lo que mostraba que la capital era una ciudad bien publicitada. Presidia la comisión encargada del evento el príncipe Jérôme Napoleón. Ocupaba un total de 69 hectáreas, la mayoría en el Campo de Marte, que se aplanó para construir un inmenso edificio oval de 500 por 400 m. La exposición acogió expositores de 41 países y recibió a 15 millones de visitantes lo que representó un auténtico éxito.
Económicamente, el balance no fue tan brillante, de los 6 millones de dólares gastados más de la mitad fueron fondos aportados y no recuperados por la ciudad de París y el gobierno de la nación.
En septiembre de 1848 había regresado a París, desde su exilio en Londres, Luis Napoleón Bonaparte (1808-1873). Al final de ese mismo año ocupó la presidencia de la república francesa y en 1852, mediante un golpe de Estado, accedió al trono del Segundo Imperio francés con el nombre de Napoleón III. Bajo su mandato, Francia conoció una etapa de prosperidad. El nuevo emperador había gozado de una cierta fama de positivista y tecnócrata que al parecer se afianzó durante su exilio londinense. Esta experiencia influyó notablemente en muchas de sus posteriores decisiones, que significaron para la capital la mayor transformación de su historia. Luis Napoleón era plenamente consciente del retraso que, en relación con Inglaterra, mostraba la industrialización francesa y de los problemas de su capital.
La industrialización de Francia había comenzado con el siglo, pero su progreso era lento por falta de continuidad causada por los innumerables conflictos políticos y consiguientes crisis. En la capital se habían construido algunos monumentos, realizado reformas y puesto en servicio el primer ferrocarril de cercanías en 1837, pero aún predominaba intramuros su antiguo trazado medieval. El jacobinismo triunfante en la revolución había favorecido un desarrollo de la ciudad centralista y autoritario. Como resultado, mediado el siglo, la ciudad mantenía un insalubre y miserable centro histórico de muy alta densidad de población.
Durante todo el siglo se habían producido disturbios que, en opinión del emperador, se habían visto favorecidos en su desarrollo por las dificultades que las fuerzas represoras habían encontrado para maniobrar entre el laberinto de calles estrechas y sofocarlos. El emperador encomendó a su prefecto del Sena, barón Haussmann (1809-1891), que ejecutara los cambios necesarios para convertir a París en la ciudad más bella del mundo. Se derribó gran parte de la degradada ciudad antigua y se trazaron geométricamente amplias avenidas y bellos bulevares. La simetría y las grandes perspectivas que perduran hasta hoy en día son el resultado de este plan. Se construyeron cuatro grandiosos puentes sobre el Sena, se reconstruyó el antiguo mercado central de Les Halles y modernos edificios públicos. Se desarrolló el sistema de canalizaciones para abastecimiento y evacuación de aguas. La nueva burguesía reocupó el centro de la ciudad y la embelleció con hermosos edificios neoclásicos.
La derrota ante Prusia, la consiguiente caída del emperador y la Comuna pusieron fin a este período, pero el país había conseguido en 20 años recuperar parte del retraso industrial que tenía con respecto a Inglaterra, y se había dotado de una moderna red bancaria y comercial.
Exposición universal de 1867 en París |
- Chicago
La “World’s Columbian Exposition”, decimotercera de las “Expos”, tuvo lugar en Chicago entre mayo y octubre de 1893. Con ella se conmemoró el 400º aniversario del descubrimiento de América. La adjudicación se había resuelto en puja frente a las ciudades rivales de Washington, Nueva York y Filadelfia.
La ciudad de Chicago había mostrado un interés especial en acoger esta exposición, presumiblemente para mostrar y completar su recuperación tras el incendio sufrido en 1871 que había destruido más de un tercio de la ciudad, incluida la totalidad del centro comercial. Su elección se debió en parte a haber ofrecido una garantía de 10 millones de dólares.
El desarrollo de Chicago fue representativo del experimentado por los EEUU en el siglo XIX, incluso superando en espectacularidad al protagonizado por el país en su conjunto. Su existencia como ciudad en el Estado de Illinois comenzó en 1837 con unos 4.000 habitantes, 20 años después contaba con más de 90.000. La existencia y el crecimiento de la ciudad se inscriben en el proceso de “la Conquista del Oeste” que marca el destino de los EEUU. Su papel vino dictado por su estratégica situación geográfica en la divisoria que separa las aguas del valle del Misisipi de las de los Grandes Lagos. La apertura de canales para la navegación entre cuencas, en sinergia con el desarrollo del ferrocarril, hizo de Chicago el núcleo central del transporte entre el este y el oeste del país. Apoyada por el transporte también se desarrolló la industria y con ella el comercio de materias primas y productos terminados. Mineral de hierro, maderas y ganados alimentaban altos hornos, mataderos y todo tipo de industrias manufactureras.
Cuando en 1871 se produjo el incendio, ya contaba Chicago con más de 300.000 habitantes. La reconstrucción fue rápida y atrajo a numerosos y cualificados arquitectos de todo el país. Las ordenanzas antiincendios emitidas determinaron la aplicación de nuevos materiales de construcción, que entre otros efectos dieron lugar a la aplicación de estructuras metálicas que permitieron elevar en 1885 el primer rascacielos. Otros veinte se construyeron en el distrito central y sirvieron como ejemplo a seguir por el resto del país. En 1889 se produjo la anexión de numerosos suburbios. A finales del siglo la población había alcanzado la cifra de 1.700.000 habitantes.
Gran incendio de Chicago en 1871 |
La iglesia católica y el mundo moderno
La Iglesia católica mantuvo muchos frentes abiertos durante el siglo XIX, en correspondencia con su múltiple papel como propietaria de grandes extensiones territoriales en muchos países, liderazgo en la enseñanza y pretendido monopolio en la interpretación de textos sagrados e incluso en la extensión de la validez de dichos textos a materias no religiosas. Desafiando su poder y autoridad en estos campos surgieron y se extendieron de modo imparable nuevos enfoques. En política y economía se fueron imponiendo las doctrinas del liberalismo y del socialismo, los nuevos poderes nacionales confiscaron y vendieron propiedades eclesiásticas. Las disciplinas científicas y la filosofía positivista desplazaron a la escolástica y propusieron y justificaron nuevas explicaciones del universo, del origen del hombre e incluso la historia comenzó a utilizar el método científico. Tales explicaciones se hicieron depender de los hechos observables y de la razón humana y no de la supuesta autoridad de quien las proponía ni de especulaciones basadas en los textos sagrados.
Para la Iglesia católica, el siglo XVIII se cerró con la muerte del papa Pío VI en su cautiverio francés de Valence-sur-Rhône en 1799. El poder político del papado no había estado tan deteriorado desde el cisma de Aviñón. Pero, a pesar del entusiasmo revolucionario, la fe católica seguía siendo la mayoritaria en la conciencia de los franceses y también Napoleón estaba coyunturalmente necesitado de consolidar unas relaciones más estables entre los poderes político y religioso, en su afán de cerrar el período revolucionario y pasar de primer cónsul a emperador. Esta estabilidad se plasmó en los acuerdos recogidos en un concordato que Bonaparte firmó con Pío VII en julio de 1801. Entre estos acuerdos podemos destacar la garantía de libertad de culto para la fe católica en Francia; el clero recibiría del Estado la adecuada ayuda económica, pero los bienes eclesiásticos expropiados y vendidos durante el período revolucionario no serían devueltos.
Con posteridad, las relaciones se deterioraron, dando lugar a una nueva ocupación de Roma por tropas francesas y a la anexión de los Estados Pontificios por Francia. El alineamiento contra Napoleón de Pío VII, determinó que el Congreso de Viena de 1815 restituyera al papado los Estados Pontificios. La diplomacia vaticana explotó con éxito las condiciones peculiares que se dieron en cada Estado y se fueron firmando con las distintas potencias europeas, tanto católicas como protestantes, sucesivos acuerdos concordatarios. En ellos se fijaron los derechos y obligaciones de las partes; Roma se vio forzada a reconocer la pérdida definitiva de sus anteriores posesiones materiales en los diversos países, que habían sido antes expropiadas y vendidas con diversos fines, obteniendo a cambio una subvención para culto y clero. También y dependiendo de cada caso, consiguió ciertas ventajas como el reconocimiento preferente de la religión católica, de sus instituciones (matrimonio religioso), manifestaciones públicas (procesiones), o para la enseñanza pública y privada.
Esta situación se prolongó con altibajos y entreverada de revueltas, predominantemente influidas por patriotas italianos hasta que en 1870, tras la derrota y abdicación de Napoleón III, perdió el papado la protección francesa, y con la toma de Roma se completó la unificación italiana. El Papa, que se negaba a reconocer la situación política, se vio forzado a permanecer encerrado en el Vaticano. Por los tratados de Letrán de 1929, Italia se declaraba oficialmente católica y devolvía finalmente la soberanía política al papado, aunque limitada a la Ciudad del Vaticano.
La Iglesia católica fue flexiblemente sorteando con habilidad los desafíos de poder de los nuevos tiempos, consiguiendo un relativo éxito. Pero no eran menores los retos que se derivaban del cambio cultural, las doctrinas políticas, el avance científico y todo lo que se denominó el “modernismo”. En este campo la Iglesia fue de extremada rigidez, condenando cuanto pudiera oponerse a su doctrina tradicional. El principal instrumento utilizado por los papas para mostrar su oposición a los “errores doctrinales” fueron las encíclicas papales.
Un temprano intento de conciliación de principios liberales con la doctrina católica lo encabezó Felicité de Lamennais (1782-1854), sacerdote francés comprometido con la enseñanza, que fundó en 1830, junto con un grupo de entusiastas católicos liberales, el diario L’Avenir. En él se defendieron principios democráticos como el sufragio universal, la separación de la Iglesia y el Estado, las libertades de prensa, educativa, religiosa, etc. El intento agraviaba tanto al poder civil como al Vaticano. En 1832 Gregorio XVI emitió la encíclica Mirari vos, condenando los intentos de conciliación de la doctrina católica con los principios liberales derivados de la revolución francesa.
La encíclica que podemos considerar más representativa sea la Quanta cura, emitida en 1864 por Pío IX, y especialmente el Syllabus Errorum que la acompaña a modo de apéndice y recoge un catálogo de los principales errores de la época, en 80 proposiciones divididas en 10 capítulos y que produjo una notable conmoción al chocar frontalmente con los intentos conciliadores de los católicos liberales de muchos países (algunos gobiernos prohibieron su publicación). Se consideraron erróneas todas aquellas tesis que abogaran por la separación de la Iglesia y el Estado, defendieran la libertad del hombre para elegir la religión de acuerdo con su razón… En definitiva, sólo al magisterio eclesiástico correspondía la última palabra en cualquier materia incluidas las científicas y se negaba todo progreso humano que pueda contradecir a una revelación divina que se considera perfecta, completa y desprovista de todo tipo de error. En paralelo, se reforzaba la autoridad papal en los asuntos pastorales, que culminaba con la declaración de la infalibilidad por el Concilio Vaticano de 1870.
En la última década del siglo se acuñó el término modernismo como referencia a una corriente de eruditos católicos que sostenían que los autores de los textos sagrados y doctrinales fueron influidos por las creencias y concepciones de la época en que vivieron y que los dogmas e instituciones derivados de tales escritos podían y debían ser revisados a la luz de los nuevos conocimientos