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domingo, 10 de enero de 2021

TREINTA MONEDAS

Sigue caminando. En silencio. Que nadie nos vea salir ni nadie sospeche nada. La culpa es un gran saco de piedras que nos ahoga en el mar de la culpa y lastra nuestro camino. No tuvimos elección. No tuvimos otra opción. Pero, si es así ¿Por qué sigo atormentándome? No podía hacer otra cosa. No había otra salida....
...

Caminó por la calle congelada. El frío había llegado a la ciudad: una nevada histórica. Nadie se lo esperaba, ni los políticos ni los meteorólogos. Las calles, antes siempre rebosantes de vida y de gente, estaban congeladas y desiertas, sin que ningún alma apareciera en ese páramo helado. Pero tenía que seguir adelante: tenía que continuar.  No solo para no congelarse y morir de una hipotermia, no solo para eso; tenía que escapar, tenía que huir de ese lugar, tenía que borrar su pasado y olvidarlo todo. Empezar de nuevo: vida nueva pero viejos pecados. Pecados que se acumulaban en su alma, dejando una mancha negra que crecía cada día que pasaba, ahondando su cuerpo y sus remordimientos.

No tuve elección. No pude hacer otra cosa: no podía evitarlo. Tendré que convivir con ello. Tendré que aprender a superarlo, pero ¿por qué duele tanto?  ¿Por qué tuve que hacerlo? Los humanos somos carne de matadero: se nos utiliza cuando servimos para debilitar al poder enemigo, y se nos sacrifica cuando ya no servimos. Somos peones en un eterno juego donde a los dioses les gusta observar: Dioses bromistas que nos dotan de instintos y de inteligencia, dándonos esa extraordinaria virtud, y ¿Qué hacen luego? Nos utilizan para pasárselo en grande, para reírse de nosotros, mientras ven cómo quebrantamos las reglas. Disponen las reglas y el tablero y son unos auténticos tramposos: mira, pero no toques; toca, pero no pruebes; prueba, pero no saborees. Y mientras nos llevan como marionetas de un lado a otro, ¿Qué hacen luego? Se descojonan, ¡se parten el culo de risa! Mientras nosotros nos ahogamos en un océano de culpa y remordimiento a pesar de que no tenía elección, de qué no pude hacer otra cosa ni nada para evitarlo. Pero entonces ¿por qué la culpa pesa tanto? ¿Por qué duele tanto? ¿Por qué se agolpa tanto dolor en mi alma y los remordimientos aparecen?

No tuve elección. Me lo repito a mí mismo intentado mitigar el dolor y la culpa, pero estos persisten y no quieren desaparecer. No quieren irse, quieren convertirse en una parte más de mí, en un doloroso recuerdo de lo que hice, atormentándome eternamente como una cicatriz que nunca desaparece, que persiste advirtiéndome de lo que hice y de sus consecuencias. Actos que dejan huella, que persisten y con los que debo vivir muy a mí pesar.  

El dolor empezó a hacer mella en él. Se ahogaba, le costaba respirar, las piernas no le respondían. Cayó de rodillas al frío suelo. A pesar de la nieve acumulada, los estigmas aparecieron en sus rodillas enrojecidas y congeladas cuando se incorporó. La rabia, la angustia, la culpa... aparecían en su cuerpo en forma de llagas y heridas, firmas de su pacto y de las consecuencias de sus actos. La culpa es una carga pesada, y, cómo todas, nos arrastra hasta el fondo del abismo, donde, a pesar de nuestros esfuerzos por salir a flote y por respirar, nos hunde y nos condena.

Sólo había una solución a este tormento. Sólo una. No quería hacerlo pero no había otra opción. En el juego de la vida, la suerte no vale nada: nuestras decisiones nos definen y marcan nuestra alma. La baraja está marcada y la partida estaba perdida.
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No pude hacer nada. No tuve elección. Pero ¿por qué duele tanto? Tanto dolor, tanto sufrimiento. Recuerdo ahora cuando me contaban la historia de Judas: Judas Iscariote, el hombre que vendió a su maestro por treinta monedas, ¡Treinta monedas! y cuyo dolor y remordimiento por la traición y sus actos acabó llevándole a la muerte, intentando aliviar así su carga y su sufrimiento. Tal vez sea la solución, tal vez sea el único camino, tal vez sea la salida a este tormento. Está decidido. Voy a hacerlo.
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Los vecinos llamaron a la  policía: Un hombre se había precipitado al vacío por el puente que conducía a las afueras de la ciudad: Montaron el dispositivo y la ambulancia recogió el cuerpo muerto y el forense certificó la hora de la muerte. Nadie sabía quién era ese hombre y qué había pasado. Levantaron el cadáver y lo llevaron a la morgue. Tomaron nota a los testigos con el fin de aclarar qué había pasado, pero nadie vio nada. Sería un largo día de trabajo.

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