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domingo, 19 de enero de 2025

LA NÁYADE

El océano es vasto y en gran parte inexplorado, lo que lleva a la gente a pensar en él como un lugar misterioso donde la acción sólo ocurre en la superficie. Sin embargo, la realidad es que hay otra dimensión que es crucial para la flora y la fauna que dan vida al océano: la profundidad. En los oscuros abismos, criaturas misteriosas aguardan en las profundidades esperando a que la oscuridad haga presencia para salir de su letargo.

El brillo del sol hacía su efecto sobre un mar de olas cambiantes, cuyas curvas, misteriosamente impelidas, estaban salpicadas de lo que parecían joyas de fantasía. A lo mejor una acuarela hubiera podido capturar las sólidas masas de luz intolerable que reposaban en la playa, donde el mar se mezclaba con la arena. Aunque el océano tenía su propio matiz, éste quedaba total e increíblemente dominado por el enorme resplandor.

La monotonía de las olas era relajante, y yo no tenía más ocupación que atestiguar la miríada de humores del océano. Hay en las aguas un cambio interminable: colores y tonos se alternan en ellas como las expresiones insustanciales de un rostro familiar, y éstas nos son comunicadas de inmediato por sentidos que sólo reconocemos a medias. Cuando la mar está inquieta, recordando viejas naves que han pasado sobre sus abismos, a nuestros corazones llega en silencio la nostalgia por un horizonte desaparecido. 

Un cambio en el tiempo rompió con el paisaje idílico que contemplaba: las nubes oscurecieron el cielo y negras tormentas hicieron su aparición. El viento persistió durante horas, y torrentes de lluvia golpearon sin cesar las débiles paredes que los separaban de mí. Hubo pausas, durante las cuales escuchaba los balbuceos del mar, y podía imaginar que largas olas sin forma se frotaban unas con otras entre los gemidos del viento, para luego arrojar a la playa un rocío amargo de sal. Pese a ello, en la misma monotonía de los elementos inquietos encontré una nota letárgica, un sonido que me hechizó, tras un tiempo, y me hizo caer en un sueño tan gris y descolorido como la noche. El océano siguió con su monólogo demente, y el viento con su insistencia, pero ambos quedaron fuera de las paredes de la conciencia, y por un tiempo el mar nocturno quedó exiliado de una mente que dormía.

Entonces una misteriosa criatura hizo su parición entre el rugir de las olas y la mar embravecida. Una náyade, una palabra hermosas cuyo significado nunca aprendemos a conocer del todo, que se pegan a la superficie de los sueños como el caramelo derretido a la piel de una manzana colorada. Las náyades llenaban sus ensueños de la infancia, cuando se reconocía entre las ninfas suaves y mágicas como una más. Se veía emerger sin esfuerzo del interior de un lago de aguas plateadas, como uno de esos seres mitológicos que pueblan los cuentos milenarios. Se imaginaba como una náyade de cabellos largos y negros, envuelta en pétalos de nenúfar, siempre ágil y rodeada de alegres truchas viajeras y escurridizas.

La náyade se asemeja a una persona de cintura hacia arriba y tiene el pelo largo y castaño como una mujer, el cual deja flotar a su alrededor cuando está en el mar. Sin embargo, sus brazos son más cortos. De cintura para abajo es como un pez y tiene cola y escamas. Si se gira hacia un barco cuando emerge del mar, entonces habrá mal tiempo y es aconsejable regresar a tierra lo más rápidamente posible y procurar no perecer en el mar. Pero si aparece un sireno junto a ella, entonces hará buen tiempo. La náyade canta de una forma tan bella que los hombres se enloquecen cuando escuchan sus cánticos. por eso tienen que ponerse algodones en los oídos, pues sí no lo hacen se arrojan al mar en pos de ella a causa de su arrebato y su locura.

La memoria ha entregado ya al olvido aquel tiempo pasado en que los acantilados vivía una joven de gran belleza, de cabellos de fuego y ojos azules en los que se agitaban todas las olas del mar. Su madre la mandaba a las tareas del mar y ella buscaba los acantilados oscuros y peligrosos para pescar y mariscar. Trabajaba y sus ojos se escapaban como el silencio hacia el deseo lejano donde el cielo se confunde con el mar, de su voz saltaban canciones que parecían sonar al compás de las olas y se miraba en el espejo de nácar que continuamente llevaba consigo y en el reflejo de sus ojos en el espejo buscaba el mar olvidando su trabajo y sus obligaciones. Su madre la conocía y vivía con la constante preocupación de que regresara a casa cada día, conocía los acantilados y el mar, la fuerza desatada de las olas y el peligro que traían con su rumor.  Por eso siempre la aconsejaba que fuese al marisqueo junto al resto de mariscadores; Pero ella solo escuchaba el canto monótono de las olas rompiendo en las rocas y nada valían consejos que nunca atendía. Temerosa de que el mar se llevase para siempre a su hija, un día se enfadó y el arrebato le hizo implorar un falso deseo del que se arrepentiría para siempre: “Así permitan los dioses que te vuelvas pez”

Al día siguiente la joven regresó como siempre a su trabajo en los acantilados peligrosos, solitarios, lejos de los otros pescadores y mientras marisqueaba se le cayó el espejo de nácar, una vez y otra vez intentó recuperarlo y agachándose tanto acabó por perder el equilibrio y acabó en el agua. El mar estaba enfurecido y golpeaba con fuerza sobre las rocas pero la joven consiguió acercarse y agarrarse a ellas. Pero pese a sus esfuerzos no lograba salir del agua ya que sus piernas no respondían, habían desaparecido y se habían convertido en una gran cola de pez. De esta forma, y como castigo divino por haber desoído los consejos de su madre y olvidado las obligaciones de su trabajo, la muchacha de cabellos de fuego se convirtió en náyade. La náyade pasaba los días cantando entre las olas y dando la alarma a los marineros cuando corrían peligro por la presencia de grandes rocas, evitaba que los barcos y traineras naufragaran en los días de niebla y tormentas y así se fue ganando el cariño de los hombres de la mar. Pasaron los días y sumaron meses y años hasta que un día un pescador atrapó a la sirenuca en su red y la subió a su barca, luego la llevó a tierra. La belleza de la joven hipnotizó al pescador y en su enamoramiento este la besó en los labios y así acabó el castigo de la joven por desobedecer a su madre. Se rompió el encantamiento y la náyade recuperó las piernas humanas y ya en tierra se casó con el joven pescador. Pasaba el tiempo y la joven cada vez echaba más de menos el mar y la vida entre las olas, era desdichada. Así que comenzó a volver a los acantilados y a cantar como era su costumbre. Un día divisó de nuevo el antiguo espejo de nácar que había perdido en un tiempo ya lejano y para recuperarlo se tiró de nuevo al mar y en ese momento volvió a perder las piernas y a tener una gran cola de pez, volvió a ser la náyade . Ya nunca nadie supo nada más de ella. Abrumado por la pena y la pesadumbre de la ausencia de su esposa, el joven pescador se arrojó desde uno de los acantilados.

Y desde el horizonte, envuelta entre las olas y la espuma, la náyade observa mientras una triste melodía brota de su garganta. Utilizando palabras seductoras, inteligentes y tramposas persuade a los marineros que pasaban por allí para que se acerquen a ella, para hacerle compañía y romper la maldición de su soledad. el mar muchas veces nos hipnotiza con su vastedad y el sonido de las olas y nos anima a explorar su inmensidad y sus secretos más profundos, pero sin una buena guía podemos ahogarnos en sus aguas mientras oímos las cantos de náyades que nos transportan a las profundidades, aletargando nuestro dolor mientras nos precipitamos hacia el abismo oscuro e inexplorado del mar.

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