El comandante Luis García se hallaba combatiendo espada en mano con un mercenario tudesco al pie de la puerta del campamento. Blandió su espada intentando buscar un hueco en la armadura de su enemigo. Por fin lo encontró y consiguió atravesarlo. La reina de las armas, la fiel compañera del hombre, la que solo en campaña es fuerte, la que asegura las bocas de fuego, la que asalta las baterías, sustenta los asaltos y la que consta de tales defensas que solo vale la pica contra la pica.
La sangre del mercenario empezó a manar abundantemente mientras sus ojos se volvían blancos. Exhalando un último suspiro, el cuerpo inerte del mercenario cayó al suelo para no levantarse más.
Una voz ronca le devolvió a la realidad. La lucha entre infantes acabó desembocando en un desenlace heroico donde un enorme y único cuadro de picas, como si fuera un islote en medio de un naufragio, resistió durante horas a ataques simultáneos en dos y tres de sus costados. Supervivientes de otras unidades, jinetes descabalgados y hasta piezas de artillería que de vez en cuando escupían fuego se congregaron en este último tercio.
- Comandante- gritó la enfurecida y ronca voz del cabo Fernández- ¡Nos atacan por el flanco oeste!
- Pérez- ordenó la voz autoritaria del comandante García- Casi no nos queda munición. Vaya al polvorín a por más armas. Repliéguense y traten de resistir. Allí tendrán una oportunidad.
- Como ordene, mi comandante- respondió Pérez, y salió corriendo en dirección del polvorín.
- Comandante, comandante- rugió la voz de un soldado tuerto y cubierto de sangre- Han tomado nuestras bases periféricas. Los civiles han huido a las montañas. Estamos completamente rodeados.
- !Resistiremos¡ En peores situaciones hemos estado. En tiempos como éstos, cuando se compra y vende todo, desde las banderas hasta la vida eterna, el valor es lo único que no puede comprarse. Es lo único que le queda a gente como nosotros. Por eso ni vos ni yo moriremos en la cama.
La caballería enemiga cabalga veloz, cortando los caminos y cercando cada vez más la fortaleza. Los caballos golpeaban sin piedad a los sitiados, rompiendo cabezas con sus cascos y avanzando con dificultad entre los charcos de sangre y los muertos tirados en el campo de batalla. Los cañones del enemigo hacían retumbar el suelo en cada disparo, destruyendo las defensas y a la infantería con cada proyectil, mientras los arcabuceros enemigos disparaban sin cesar, turnándose para acabar con la resistencia, realizando una campaña de desgaste de las fuerzas de la fortaleza.
Los morteros destruían las murallas de roca, creando flancos por donde podían entrar y asaltar la fortaleza. Las tropas enemigas comenzaron a penetrar por las hendiduras abiertas y empezaron a saquear sin piedad, a violar y a eliminar a cualquiera que se les interpusiese en su camino. En medio de esa orgía de sangre, violaciones y muertes, el comandante Luis García observó meditadamente la batalla y alzó la vista al cielo. Si tenía que morir, moriría con honor para que Dios los enviase al cielo.
- Pérez – gritó el comandante- Repliéguense hacia el polvorín. ¡ Repliéguense!
- Si, mi comandante- respondió.-¡ Replegaos! ¡Retirada hacia el polvorín!
Las fuerzas del comandante García corrieron apresuradamente, abandonando las armaduras y las armas.
El enemigo atacó con la caballería al ver que intentaban escapar. Veloces caballos montados por sanguinarios caudillos persiguieron a las tropas provocando una gran carnicería. La carga comenzó al trote, mientras se intentaba mantener la cohesión al máximo posible al tiempo que la velocidad iba en aumento hasta lograr chocar con los defensores, quienes intentaban defenderse y escapar como podían.
El comandante García con un puñado
de hombres, dispuestos a defenderlo hasta la muerte, miró el cielo. Era
un cielo completamente azul, sin ninguna nube, pero tenía la sensación
de que Dios no les ayudaría. Es cierto que hubo grandes hombres, pero también miles de desconocidos que, con insistencia, superaron la falta de dinero, las malas condiciones y el frío para acabar con la empresa
Los morteros enemigos destruyeron las pocas defensas que quedaban en pie. El ejército enemigo entró, triunfante, en la fortaleza. Las atalayas estaban derruidas, la artillería silenciada, grandes perforaciones permitían la entrada de los invasores en los antaño inexpugnables muros. Parecía que los castigos por sus pecados acaban de empezar. Los enemigos andan muy desvergonzados porque nunca hacen sino delante cortar cabezas de santos y arrastrar crucifijos y otras bellaquerías de ese tono. La fortaleza, antes imbatible, había sido tomada.
Desvanecida ya toda esperanza de victoria, el comandante salió a su encuentro, espada en mano.
Sus hombres dispararon y consiguieron provocar algunas bajas en las
filas enemigas, pero éstas les superaban en tres a uno. Uno a uno, los soldados del comandante cayeron bajo las espadas y arcabuces del enemigo hasta que el comandante se vio solo, rodeado de enemigos. La sangre salpicaba la arena y los cuerpos inertes de sus camaradas yacían sin boato ni sepultura en el suelo con las espadas amarradas a sus manos muertas.
El miedo ocupó su cuerpo. Nunca había hecho acto de presencia hasta ese momento. Estaba paralizado de terror. No podía moverse. Perdió el valor y sintió impulsos de salir corriendo y alejarse de esa carnicería, pero una voluntad mayor que la suya se lo impedía. Cuatro soldados le agarraron de las piernas y los brazos y le ataron a un poste ensangrentado situado delante de la muralla ya derruida y cargaron sus armas.
El comandante miró a los ojos de sus enemigos. Podía ver claramente el rostro frío y dulce de la muerte en cada soldado enemigo. Alzó la vista al cielo y empezó a murmurar miles de oraciones pidiendo perdón por su pecados, rogando ser acogido en el reino de los cielos, arrepintiéndose de todos sus actos impíos y sacrílegos.
-¿Unas últimas palabras?- le preguntó el pelotón de fusilamiento.
- Si- respondió el comandante- la guerra se está prolongando deliberadamente por aquellos que tienen el poder para acabar con ella. Yo creo que esta guerra, en la que entramos como una guerra de defensa y liberación, ahora se ha convertido en una guerra de agresión y conquista. Para los jóvenes que tenían un futuro largo y prometedor por delante, no les era fácil esperar la muerte casi a diario. Sin embargo, después de un tiempo se acostumbraron a la idea de morir joven. Extrañamente, eso tuvo una especie de efecto calmante y les impedía tener que preocuparme demasiado. Debido a esto perdieron poco a poco el terrible miedo a ser herido o a morir y ahora sus cadáveres yacen en el campo de batalla a merced de los cuervos.
Veinticinco proyectiles acertaron de lleno en su pecho, cara y brazos, pero sus voluntad no vaciló. Antes de caer al suelo, aniquilado, dio gracias a Dios por acoger su alma en su seno. Héroes gloriosos, pues el cielo os dio más parte que os negó la tierra,bien es que por trofeo de tanta guerra se muestren vuestros huesos por el suelo. Si justo es desear, si honesto celo en valeroso corazón se encierra,ya me parece ver, o que sea tierra por vos la Hesperia nuestra, o se alce a vuelo,No por vengaros, no, que no dejastes a los vivos gozar de tanta gloria,que envuelta en vuestra sangre la llevastes;sino para probar que la memoria de la dichosa muerte que alcanzastes,se debe envidiar más que la victoria.
Estupidez humana la de perder la vida por un terruño, por una ideología ,por un sanguinario placer de lucha, porque en definitiva nada nos pertenece, estamos de inquilinos en un planeta que sucumbe, gracias a esa estupidez.
ResponderEliminarSi entiendo el derecho a la revelión, a revolucionar sistemas y luchar por los derechos humanos, los primordiales, el alimento, la vivienda , el trabajo. Pero deberían haber opciones más civilizadas, si es que nos llamamos seres pensantes e inteligentes, lo se, es pura utopía; pero sigo esperanzada en que el mundo algún día mejorará, a costa de mucha sangre, como hasta ahora.
un saludo