El 27 de octubre de 1807 se firmó el tratado de Fontainebleau por el que se establecía el permiso para que los franceses pasaran por España para la invasión conjunta de Portugal, donde se establecía expresamente el respeto a la integridad del territorio español, incluidas las colonias americanas, desvinculado de cualquier otra monarquía exterior.
Del 17 al 19 de marzo de 1808 tuvo lugar el motín de Aranjuez que llevó a Carlos IV a abdicar en Fernando VII el día 19. El catalizador fue el miedo a la huida a América de la familia real española, dejando al pueblo en manos de los franceses. En el fondo estaba el enfrentamiento político entre los fernandinos y el valido de Carlos IV, Godoy, que hizo que fuera éste perseguido. El 20 se produjo la exaltación oficial de Fernando VII como rey de España por el consejo de Castilla. El 21, Carlos IV se retractó de la abdicación dando lugar a que España tuviera dos reyes en pleito por la corona.
Las tropas de Napoleón, que estaban en España en dirección a Portugal al amparo del Tratado de Fontainebleau, entraron en Madrid al mando de Murat. Llegaron a la capital por la petición de ayuda para Godoy que hizo Carlos IV al emperador. De hecho, Napoleón fue el único que no felicitó a Fernando VII tras su elevación al trono. Por esta razón, Fernando VII creyó conveniente salir el día 10 de abril hacia la frontera con Francia para encontrarse con Napoleón y obtener su reconocimiento como legítimo Rey. Llegó a Bayona el 20 y se le comunicó la intención del emperador de sustituir a los Borbones en el trono español.
Motín de Aranjuez |
Pocos días después, el 30, llegaron Carlos IV y María Luisa a Bayona. El emperador consiguió así reunir a toda la familia real, sacándola de España y obteniendo a primeros de mayo la renuncia de sus derechos a la Corona. Carlos IV firmó el 2 de mayo una carta negando la validez de su abdicación en Aranjuez, y un tratado cediendo el trono de “España e Indias” a Napoleón, abdicando el 4 de mayo. Fernando VII, que desconocía este dato, devolvió la Corona a su padre, dos días después, el 6, y firmaba con sus hermanos las renuncia a sus derechos de sucesión. El 12 firmaron la absolución a los españoles de sus obligaciones.
Abdicaciones de Bayona |
El 6 de junio, Napoleón proclamó Rey a su hermano José mediante Decreto, y convocó una Junta, al modo estamental, la Junta Española de Bayona, que se reunió entre el 15 de junio y el 7 de julio de 1808 para aprobar una Constitución, el Estatuto de Bayona, que se aprobó el 6 de julio de 1808. Entonces José fue reconocido Rey de España y de las Indias.
En España, mientras tanto, se produjo un vacío institucional que fue cubierto por la acción del pueblo. La Junta Suprema de Gobierno dejada por Fernando VII estaba formada por 9 miembros, de ellos 4 ministros y 5 representantes de los Consejos. En la noche del 1 al 2 de mayo se produjo una agitada reunión en la que se discutió la conveniencia de declarar la guerra a los franceses, decidiéndose no hacerlo. Al día siguiente, al tratar de embarcar al infante Francisco de Paula para Bayona, se inició el levantamiento madrileño al grito de ¡traición!; la represión del primer grupo que agredió al edecán francés enviado por el duque de Berg (Murat) a Palacio provocó la sublevación popular. El 5 de Mayo Fernando dictó sus últimos decretos de esta época: uno otorgando a esta Junta el ejercicio de la soberanía; y el otro mandando al Consejo de Castilla que convocara Cortes para la defensa del reino. Pero esta Junta estuvo presidida por el propio Murat desde el 10 de mayo y siguió los intereses contrarios a Fernando VII. Murat llegó a prohibir la comunicación de Fernando VII con esta Junta y sólo se le reconoció como Príncipe de Asturias. Este afrancesamiento de la Junta hizo que la soberanía siguiera su camino en busca de los representantes de la nación en armas.
José Bonaparte |
El Consejo de Castilla tampoco cumplió esta función de representar a la nación frente al poder extranjero.
El 21 de abril decidió castigar a todos los que hablasen sin consideración de los franceses; después a los que fijasen pasquines o hicieran circular libelos en el mismo sentido. El mismo 2 de mayo salió a la calle con la Junta para mantener el orden y amenazar con pena de muerte a los que tuvieran armas. Todavía tras la batalla de Bailén mantuvo idéntica postura. Por debajo del Consejo, las Audiencias y Capitanes Generales en provincias, tampoco llegaron a ejercer esa función. De ahí que la soberanía pasara a las Juntas Supremas que se fueron organizando tras el levantamiento contra los franceses.
Fue el 2 de Mayo, antes de formalizarse las renuncias de la familia real española, cuando se produjo el levantamiento popular dando inicio al «levantamiento, guerra y revolución». El movimiento popular, iniciado por el manifiesto del Alcalde de Móstoles, se propagó a Extremadura y Andalucía, pero por coincidencia histórica cabe a Asturias la gloria de iniciar la articulación del movimiento. En Oviedo se produjo el levantamiento el día 9 de Mayo, las autoridades se pusieron a la cabeza del movimiento y declararon solemnemente la guerra a Napoleón. El 25 se había constituido su primera Junta Nacional, denominándose después “Junta Suprema de Gobierno” para dirigir el alzamiento; se organizó un ejército y se enviaron a Londres dos comisionados para pedir el auxilio de Inglaterra. El ejemplo de Oviedo fue seguido por Santander, Coruña, Cádiz y Sevilla y la mayoría de las ciudades no ocupadas por Francia.
El vacío de poder en España lo provocó la marcha de la familia real y la dependencia de las instituciones tradicionales respecto al poder extranjero. Ello supuso el fin de las instituciones y personas representativas del Antiguo Régimen; desde la Junta Suprema de Gobierno dejada por Fernando VII hasta el Consejo de Castilla, las Audiencias y los Capitanes Generales. Así surgieron las Juntas Provinciales, origen del nuevo poder en España.
Las Juntas Supremas Provinciales
Para su formación, y ante el vacío de poder, se aprovecharon las instituciones locales; en algunos casos se resucitaron viejas instituciones extinguidas de hecho, como la Junta General del Principado de Asturias, que fue la que formó el 25 de mayo la Junta Nacional; o las Cortes Aragonesas, que pasaron a constituir una Junta Consultiva de 6 miembros; o los diputados a Cortes en Galicia. Se acudió a los notables del lugar que pasaron a presidir por grado o por fuerza los nuevos organismos directivos. En muchos casos las mismas autoridades derrocadas constituyeron el Gobierno provisional tras el levantamiento popular.
Se organizaron trece Juntas Supremas Provinciales, más los dos Capitanes Generales, Palafox y Cuesta; en cuatro meses se consiguió una organización central, formándose el 25 de septiembre de 1808 en Aranjuez la Junta Suprema Central Gubernativa del Reino. La iniciativa partió de Galicia el 16 de junio pero fue el Manifiesto para la unidad publicado por la de Valencia el 16 de julio, del que arrancó finalmente la formación de la Junta Central. La Junta de Asturias, que era la única que tenía dos miembros liberales, sentó el principio revolucionario de la proporcionalidad entre población y representantes, que luego sirvió para convocar las Cortes gaditanas.
Conseguir un Gobierno Central fue objetivo también del Consejo de Castilla tras producirse la liberación de Madrid, y fue cuando se inició el choque entre los poderes antiguo y nuevo porque ya las Juntas se opusieron y se enfrentaron a él y a las Audiencias, sus representantes en provincias; asimismo sustituyeron a los Tribunales de la Corte. Ésta fue la ocasión para que se manifestara por primera vez la opinión pública a través de folletos que emitían tanto los viejos como los nuevos poderes para informar de su posición. De hecho, los títulos que se dan las Juntas suelen mostrar intenciones de predominio. En general ninguna de ellas reconocía un poder superior, y ejercían poderes fundamentales como el de declarar la guerra, el de disponer del dinero del Estado, el de imponer tributos, o el de ejercer como Tribunal Supremo, que fue el caso de la de Cataluña.
Debido al avance del ejército francés y tras la capitulación de Madrid, la Junta Central salió el 16 de diciembre para Sevilla, fijando su sede en el Alcázar. En enero de 1810 y por la misma razón, se trasladó a Cádiz y después a la isla de León (S. Fernando), disolviéndose el 29 a favor de la formación de una Regencia. La Junta Central estuvo compuesta por dos vocales enviados por cada una de las Juntas Supremas iniciándose en España una nueva instancia de poder, no delegada de las Juntas, sino soberana, por encima de todas ellas y de cualquier institución anterior. Fue algo novedoso porque los vocales no representaban a su provincia sino a la nación. Fue presidida por Floridablanca; se encargó del Gobierno y la dirección de la Guerra y fue de hecho el primer Gobierno de la España del Nuevo Régimen. Se dividió en cinco Secretarías. En Sevilla murió su presidente, Floridablanca, sustituido por Jovellanos, comenzando la discusión y organización de la convocatoria de Cortes.
Fue un proceso difícil, distinguiéndose tres corrientes; la primera proponía una Regencia según la leyes tradicionales, las Partidas, que tomaría el gobierno en nombre del Rey y acabaría con las Juntas; defendida por Floridablanca, fue la menos numerosa. La segunda estaba liderada por Jovellanos, eran los “Centristas” que buscaban una solución mixta entre el viejo y el nuevo gobierno; es decir, la formación de un Consejo y de unas Juntas, teniendo como modelo constitucional el inglés, sólo estuvo apoyada por el Consejo de Castilla y la Junta de Valencia. La tercera corriente la formaban los que no creían necesario hacer concesiones a las instituciones tradicionales, pues defendían la soberanía nacional, la recaída en las Juntas Supremas, era la postura de los liberales de Quintana que proponían la apertura de un proceso constituyente; recibió el apoyo de la mayoría de las Juntas. Fue la opción que triunfó finalmente.
Para 1810, el avance de los franceses, la derrota de Ocaña, y la falta de convocatoria de las Cortes prometidas, hizo que se acusara a la Junta de inacción e incluso de usurpar y abusar del poder supremo o de malversar fondos públicos. La Suprema, tras la “revolución” abierta por la Junta de Sevilla, no tuvo más remedio que disolverse y nombrar un Consejo de Regencia, justamente lo que habían querido los más conservadores, pero no sin antes dejar convocadas las Cortes.
Al Consejo de Regencia le transfirió todo el poder y la autoridad sin limitación. Ningún miembro de la Junta lo fue de la Regencia, que estuvo formada por cinco miembros y presidida por el General Castaños. Las Cortes convocadas iniciaron el cambio revolucionario de modelo político en España. Y en cualquier caso lo trascendental fue esta revolución liberal materializada por las Cortes reunidas el 24 de septiembre de 1810 en la Isla de León.
Juntas Provinciales |
Las guerrillas
El levantamiento popular significó además la guerra de guerrillas, el levantamiento espontáneo de partidas que luchaban sin las reglas de la guerra en campo abierto contra los ocupantes franceses. Si bien éstos, e incluso los ingleses además de algún jefe del Ejército español, las denigraron, las Juntas y la Junta Central las tuvieron en gran estima y las regularon y sostuvieron; por su parte los franceses organizaron una contraguerrilla para intentar paliar los daños causados por ellas. Cuando se empezaron a multiplicar a partir del otoño e invierno de 1808 la Junta Central estableció el primer reglamento, en diciembre, que seguía las Ordenanzas Militares y las distribuía en las divisiones del Ejército, para cumplimentar la acción de éste a las órdenes del General correspondiente (Reglamento de Partidas y Cuadrillas); el 17 de abril de 1809 se elaboró la Instrucción para el Corso terrestre, seguido de múltiples disposiciones de la Junta, del Consejo de Regencia, y finalmente de las propias Cortes, siempre interesadas en coordinarlas con el Ejército, supeditando las guerrillas al mando militar e integrándolas en su estructura. El último Reglamento fue de 28 de julio de 1814 que las disolvió y las integró en el Ejército. Hay que tener en cuenta la debilidad del Ejército regular en la Guerra pues la Junta nunca logró levantar uno de 500.000 hombres, consiguiendo alrededor de un tercio, y tras la derrota de Ocaña, en noviembre de 1809 prácticamente dejó de existir, predominando a partir de enero de 1810 el ejército anglo-portugués con Wellington a la cabeza, con el que colaboró eficazmente la guerrilla. De las casi 7.000 unidades destacan entre sus cabecillas 11 mujeres.
Entre los jefes predominaban clérigos, militares y autoridades civiles, seguidos de labradores y pequeños propietarios
Guerra de guerrillas |
Las cortes y su convocatoria
Después de Bailén, en julio de 1808, Jovellanos propuso convocar Cortes con el fin de conseguir las necesarias reformas y una Constitución ordenada. El 22 de mayo de 1809 se anunció la convocatoria de Cortes para 1810, sin fecha fija, dejándose establecida la necesidad de una profunda reforma política y la constitución de una comisión para prepararla, estableciéndose una consulta al país para obtener propuestas. Fue el Decreto de 28 de octubre el que fijó la fecha del 1º de marzo de 1810.
La consulta al país, a las instituciones del Estado, la llevó a cabo la Junta Central en el segundo semestre de 1809, preguntando sobre el modo de observar las Leyes Fundamentales a la vez que mejorar la Legislación y reformar la administración y la instrucción. Las respuestas, que cuestionaron el Antiguo Régimen, fueron consideradas algo parecido a los cahiers de doleánces de la revolución francesa. En el fondo estaban las cuestiones fundamentales de los límites del poder del rey y la soberanía, los derechos de los ciudadanos, las Cortes y la Constitución. Para estudiar estas consultas y sus resultados se creó una comisión de Cortes presidida por Jovellanos; pero fue tan complicado que se formaron siete Juntas auxiliares para organizar los diferentes temas. La más importante fue la Junta Auxiliar de Legislación.
Esta Junta auxiliar de la comisión de Cortes contaba con la presencia de Argüelles y estaba encargada por Jovellanos de revisar los códigos y leyes constitucionales. Se le encargó un informe al jurista Antonio Ranz Romanillos que resultó revolucionario y supuso el primer esbozo de proyecto constitucional, que fue utilizado luego por las Cortes de Cádiz. En él se hizo recopilación de las leyes fundamentales del Reino; se fijó un nuevo concepto de las Cortes. Se establecía ya la división de poderes, y se hacía referencia a las atribuciones del Ejecutivo. Como dio lugar a grandes debates, no cuajó en proyecto definitivo. Sin embargo, el último acto de la Junta antes de disolverse, fue la Instrucción de enero de 1810 por la que se convocaban las Cortes, que fue en realidad la primera ley electoral de España y que establecía un representante por cada 50.000 habitantes, más uno por cada Junta Provincial, más los antiguos representantes de las ciudades.
Pero todavía aparecían organizadas como Cortes estamentales, sólo se corrigió unos días antes de reunirse las Cortes, cuando ya se propuso que se reunieran juntos los estamentos por la urgencia del momento. La precaria situación de la Regencia hizo que no se estableciera tampoco la naturaleza de las futuras Cortes, dejándolo para que ellas mismas lo fijaran. La presión de los representantes de algunas Juntas que estaban en Cádiz y la difícil situación de la nación, hizo posible que el 24 de septiembre de 1810, los liberales que se encontraban en Cádiz convirtieran unas Cortes que debían ser bicamerales en Asamblea constituyente; y es que las mismas Cortes acabadas de reunir determinaron que se reunirían en una única Asamblea. El orden fue improvisado; no había reglamento ni programa, no había mesa presidencial ni orden del día. La Regencia, tras un discurso, se retiró y renunció a sus cargos.
El diputado Muñoz Torrero intervino en defensa de los principios liberales y consiguió la aprobación de un proyecto de Decreto estableciendo que los Diputados representaban a la Nación y estaban legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias, en las que residía la soberanía nacional. Además, dada la ausencia del Rey, se estableció de hecho la concentración de poderes, fijándose la obligación de la Regencia de dar cuenta a las Cortes, ante las que eran responsables. Como es lógico, aunque no hay partidos como tales en las Cortes de Cádiz, si se manifiestan distintas tendencias políticas, como en la propia Junta Central, y así se puede hablar de “conservadores”, en referencia a todos aquellos que miraban al Antiguo Régimen como modelo; de “renovadores”, calificando a los que apoyaban reformas de la tradición; e “innovadores” o liberales, a los que optaron por construir un nuevo modelo político, y que fueron los que llevaron la iniciativa.
Las Cortes tuvieron como primer objetivo dar una Constitución a España. Fue promulgada el 19 de marzo de 1812, por lo que fue conocida como “La Pepa”; fue la primera Constitución aprobada en España y una de las más liberales de su época. Introdujo todos los principios del Nuevo Régimen: división de Poderes según el modelo revolucionario, con separación estricta de los mismos, perteneciendo a la Asamblea el poder Legislativo, al Rey el Ejecutivo e independizando el Poder Judicial. Recogió los derechos ciudadanos, reformó todos los aspectos de la vida política, social y económica del país, y fue la Constitución más extensa de nuestra historia.
La Pepa |
Los diputados que compusieron las Cortes gaditanas fueron aumentando según avanzaba el tiempo.
Algunos de los más relevantes liberales fueron suplentes, como Argüelles, García Herrero o Zorraquín. Su mentalidad, su decisión y su modo de legitimarse y hacer aceptar las reformas, fue actualizar según las exigencias de los tiempos las leyes tradicionales. Para ajustarse a esta tradición comenzaron por reconocer, proclamar y jurar “de nuevo por su único y legítimo rey don Fernando VII de Borbón”, en nombre del cual habían llevado a cabo la sublevación y todo acto político y de guerra posterior. Pero en el nuevo sistema el rey solo quedaba titular del poder Ejecutivo, toda vez que en la primera reunión de las Cortes se estableció la soberanía nacional y la división de poderes. Comenzaba así la regulación formal del Estado contemporáneo.
Las referencias en las tradiciones hispanas, desmintiendo así según Argüelles la copia de doctrinas extranjeras, no está reservada únicamente a la península, en Latinoamérica lo hizo Juan Germán Roscio en El triunfo de la libertad sobre el despotismo. Francisco Javier Yanes, uno de los grandes teóricos de la ciudadanía, hacía referencia en 1840 a las Partidas y al derecho de rebelión contra la tiranía en ellas establecido, así como a los teóricos españoles del siglo de oro, como Vitoria, o de Fray Bartolomé de las Casas y hasta del Justicia Mayor de Aragón, tal y como se hizo en las Cortes de Cádiz, recordando la fórmula «nosotros que somos tanto como vos, os hacemos Rey y Señor con condición que habéis de guardar nuestras leyes y franquezas, y si non, non».
Martínez Marina fue el encargado en España de recopilar esa historia que había que actualizar, y refirió la limitación tradicional de los reyes españoles. Citó a Montesquieu en apoyo del buen gobierno del reino visigodo, encontrando en la historia la tradición del buen gobierno, para no tener que copiar a los franceses.
Es significativo que Fernando Garrido y Tortosa, un republicano del XIX que escribió una historia de La España Contemporánea en 1862, siguiera los mismos criterios para analizar la revolución y la construcción del Estado contemporáneo, que ya estaban en Cádiz y en Martínez Marina; éstos son los que buscan en la tradición hispana los orígenes de la libertad, de la lucha de 1808, los fundamentos teóricos de la revolución; igualmente se remontaba a la fórmula aragonesa para coronar reyes, con una solemne declaración del derecho a la insurrección; o a la lucha comunera y su derrota como el final de la libertad e instituciones representativas en Castilla; o en Felipe II y el ajusticiamiento de Lanuza, el Justicia Mayor, el fin de las mismas en Aragón. Ciertamente, en el manifiesto de los Comuneros a Carlos V se pueden leer peticiones parecidas a las que se hicieron más adelante, desde la revolución inglesa.
Pues era el mismo criterio que había expuesto en el siglo XVII el teórico del republicanismo inglés, Harrington, retomado actualmente tras la renovación de la historia de las ideas políticas; pues este autor dejó escrito que en España cuajó bien el sistema introducido por los visigodos, el modelo gótico, basado en un gobierno asambleario con un rey electivo. Argüelles se remitió a esta tradición gótica en el Discurso Preliminar, de la Constitución de 1812, citando el Fuero Juzgo.
Ése es un fundamento de nuestra historicidad desde Cádiz; esa búsqueda de la historia, de la adaptación de la legislación clásica a las exigencias del tiempo, que decía Jovellanos. Y la historiografía actual ya va reconociendo esas deudas contraídas con corrientes doctrinales anteriores, internas y externas: pactismos, goticismo, etc.
Una de las reformas más significativas fue la abolición de los Señoríos Jurisdiccionales el 6 de agosto de 1811 por decreto de las cortes de Cádiz; fue la consecuencia natural del sagrado principio de la propiedad privada que es propio del Liberalismo; y fue la ocasión para que los nobles se opusieran de modo colectivo y se resistieran a la práctica de la nueva política, favorecidos por la imprecisión del decreto. Mientras en Francia se abolieron todas las cargas señoriales en España se distinguió entre el señorío jurisdiccional y el señorío territorial y solariego; y así el señorío jurisdiccional desapareció de acuerdo con el principio de que todos los ciudadanos tienen derecho a depender únicamente de la ley general; pero los señoríos territoriales pasaron a entenderse como propiedad privada, concediéndosela al señor por defecto cuando se estableció por doctrina jurídica, a cuyo arbitrio quedó, que fueran los demandantes los que acreditaran la no propiedad del señor. Esta extinción de cualquier privilegio o reglamento que limitara la propiedad privada, implicó también el fin de la Mesta o de las Ordenanzas de Montes, y llego a implicar el fin de toda propiedad colectiva, que fue el fundamento de las desamortizaciones eclesiásticas y civiles Otro foco de dificultades fue el fin de las instituciones del Antiguo Régimen que hizo movilizarse especialmente al Consejo de Castilla. Y es que los Consejos quedaron despojados de cualquier atribución por los decretos de 17 de abril de 1812, que ordenaron la transferencia de sus funciones al Tribunal Supremo, pasando así a declararse extinguidos. En octubre se regularon las Audiencias, que perdieron sus anteriores atribuciones económico-gubernativas y quedaron circunscritas a tareas judiciales, pasando a ejercer el resto de funciones las 31 Diputaciones Provinciales que se crearon, y el Intendente Provincial, los Capitanes Generales se ciñeron a las funciones militares, siendo sustituidos en las tareas civiles por los Jefes Políticos. Todo esto quedó regulado en la Instrucción para el gobierno económico-político de las provincias, de 23 de junio de 1813.
En esa misma Instrucción se regularon los Ayuntamientos constitucionales; puesto que los Ayuntamientos señoriales habían sido afectados directamente por la abolición de señoríos, se pasó a organizarlos de acuerdo al nuevo sistema. Las Cortes habían establecido que cada 1.000 habitantes se formara un Ayuntamiento. Se estableció el sistema electivo para los cargos municipales, cesando también a los regidores perpetuos. Todos los despojados de estos oficios, eran el elemento influyente de los pueblos, por lo que el régimen constitucional perdió importantes apoyos, especialmente porque la Constitución apenas pudo entrar en vigor y aquéllos pudieron mantener su influencia.
El principio de la unidad legislativa estaba destinado a cumplir el precepto de “todos iguales ante la ley”; lo que requería una misma ley para el conjunto de la nación, iniciándose el proceso de codificación legislativa; llegó la época de los Códigos: civil, criminal y de comercio. Así se eliminaron los fueros, a excepción del militar y del eclesiástico, y la legislación quedó unificada en toda la Monarquía, sin diferencias territoriales ni de status social o profesional.
Entre las reformas económicas, la libertad de comercio e industria acabó con los gremios. En Hacienda se propuso la proporcionalidad de los impuestos según la riqueza; fue el Decreto de contribuciones de 18 de septiembre de 1813 el que supuso la concepción novedosa del Estado, al establecer la contribución única que afectaba a todos los individuos de acuerdo a su riqueza, poniendo fin a todo tipo de privilegio social o provincial. El principio rector fue la racionalización, centralización y uniformidad territorial, y por lo tanto se extinguieron las aduanas interiores y las rentas provinciales, así como las exenciones por estamentos.
También se pretendía acabar con las contribuciones indirectas y estancos. El 12 de abril de 1813 se creó la Dirección General de Hacienda y en agosto la Tesorería General y la Contaduría Mayor de Cuentas.
Los problemas económicos de la Hacienda llevaron a plantear la necesidad de la desamortización civil y eclesiástica. El objetivo fue el clero regular y sus posesiones, bajo el principio de la falta de utilidad social.
Para poder subsistir se les exigió a las Órdenes que produjeran un servicio a la sociedad, por asistencia espiritual, de instrucción o acogimiento a los desvalidos; se planteó así implícitamente la extinción de las órdenes contemplativas y mendicantes. Para ello se formó en las Cortes en octubre de 1812 una comisión especial de Reforma de los Regulares. Pero fue un problema no resuelto antes de la vuelta del absolutismo; y cuando se instaló definitivamente el liberalismo, a la muerte del rey en 1833, la desamortización eclesiástica ya no distinguió entre clero regular y secular. Finalmente, hay que citar entre las reformas liberales más significativas la libertad de imprenta, aprobada en 1810 y la supresión de la Inquisición en 1813.
Cortes de Cádiz 1812 |
La España josefina y los afrancesados
El término afrancesado designa a quienes con ocasión de la dominación francesa ocuparon cargos, juraron fidelidad al monarca intruso o colaboraron con los ocupantes con fines diversos, pero más tarde ese término adquirió el sentido de imitador de lo francés con el que los absolutistas atacaban a los liberales. Las coincidencias eran las propias de la cultura ilustrada de la época; las diferencias radicaban en los métodos y las circunstancias que llevaron a los liberales a la revolución en medio de la lucha por la independencia, sin avenirse al dominio extranjero. Los liberales consideraron a los afrancesados políticamente atrasados e infieles al incipiente estado nacional, mientras que los josefinos entendieron el régimen liberal que construían los patriotas como anarquía; las Juntas provinciales eran vistas como comités revolucionarios, y así lo proclamaron en el manifiesto que hicieron los diputados de Bayona. Incluso alguno de ellos, como Llorente justificó su posición por estar a favor de la monarquía y frente a la posibilidad republicana.
Los afrancesados eran monárquicos, antirrevolucionarios y reformistas, por ello creyeron que era suficiente y válido el Estatuto de Bayona, a la par que evitaría la revolución interior y la guerra de conquista. Utilizaron también como razones la tradicional orientación de la política española de alianza con Francia frente a Inglaterra, los conocidos beneficios de una misma dinastía ocupando ambos tronos. Por otra parte, se habrían limitado a acatar las órdenes de las autoridades tradicionales, que decidieron seguir la política francesa. Según algunos autores, fueron más mediadores que colaboradores, pues siempre habrían intentado salvar la independencia del país, como muestra el Memorándum de 2 de agosto de 1808 de los ministros josefinos, que defendieron los intereses de Estado por encima de los familiares de la dinastía conjunta. Nunca admitieron la posibilidad de ceder las provincias del norte, como sí parecían dispuestos a hacerlo los absolutistas. Todavía les quedaba la justificación de intentar salvar el Imperio, que entendían que se perdería con la guerra. Los afrancesados acabaron en el medio, entre el enfrentamiento con los patriotas y su propio enfrentamiento al predominio francés en el gobierno de José I. Finalmente, tanto liberales-patriotas como afrancesados fueron perseguidos por Fernando VII, al que habían repuesto en el trono.
El gobierno josefino
A pesar de todas esas buenas intenciones de los afrancesados, no se consiguió ni la ayuda económica, ni la independencia contradicha por la división del país en zonas militares regidas por mariscales del imperio, ni la integridad territorial por la adhesión a Francia de las provincias al norte del Ebro. Para el rey José no fue fácil su situación entre los españoles y su hermano Napoleón. Su gobierno, que duró cinco años, tuvo cuatro épocas con los intermedios que su hermano mismo le impuso.
La primera época va del 25 de julio hasta el 6 de noviembre de 1808 cuando Napoleón vino a España y dirigió el Ejército para contrarrestar la victoria española de Bailén. Fue tras esta batalla cuando se perdió la confianza de primera hora de poder atraerse a la población. Entonces se exigió juramento de fidelidad a todos los que trabajaban en la Administración (Decreto de Vitoria de 1 de octubre de 1808 y de Madrid de 15 de febrero y de mayo de 1809). El problema financiero acució a este gobierno, que comenzó a imponer servicios extraordinarios tras la batalla de Bailén y su retirada a Vitoria; normalmente empréstitos obligatorios. Napoleón utilizó el sistema de que la guerra alimentara a la guerra y no proveyó a la administración josefina, a la par que prefirió no dar todo el poder a José sino fragmentarlo entre sus mariscales. Los abusos y excesos del ejército y administración francesa crearon resentimiento contra los afrancesados, a la vez que los ataques sufridos cuando hubo ocasión, como la entrada de las tropas españolas en Madrid, provocó sentimientos recíprocos en el mismo sentido. Al final fueron más ilusos los afrancesados con su moderación que los sublevados con su arrojo frente al mejor ejército del momento.
Napoleón se hizo cargo en España del mando del ejército francés el 6 de noviembre de 1808 para anular la derrota de Bailén, que para él fue tanto como tomar en sus manos la corona de España Definitivamente quiere que España sea francesa, frente a los deseos del propio José. El 4 de diciembre sacó la serie de decretos revolucionarios destinados a abolir los derechos feudales, la Inquisición, reducir los conventos, suprimir las barreras provinciales; lo hizo personalmente Napoleón, no su hermano, y amenazó con dividir España en virreinatos militares. Cuatro días después, José I quiso renunciar a la corona, lo que ni siquiera fue acusado por el emperador. Así que hasta el 22 que abandonó Madrid, estuvo España regida por un poder exterior.
La segunda fase del reinado de José comenzó al recuperar la corona tras la marcha de Napoleón y duró poco más de un año, hasta febrero de 1810, cuando Napoleón recuperó su proyecto de desmembrar la península. De todos modos, en torno a José I hubo siempre dos campos: el de los afrancesados y sus hombres de confianza, que consideraba españoles, y los que dependían directamente del emperador francés (los mariscales), que más bien significaban una limitación de su poder regio y su autonomía. El 6 de febrero de 1809 intentó poner orden en su zona y nombró jefes para cada una de las “comisarías” en que la dividió. También intentó negociar la rendición de los patriotas, pero la Junta Central sólo admitió la restitución de Fernando VII y apeló a la voluntad nacional.
Desde junio de 1809, el gobierno josefino creó las Guardias Urbanas de Toledo, la Mancha y Madrid, y cuarenta y ocho milicias cívicas en toda España, principalmente en Andalucía y Aragón; e intentó fomentar la contraguerrilla para combatir los daños causados por la guerrilla patriótica. También se formó un Cuerpo Especial de guardias en noviembre para garantizar las comunicaciones y perseguir a los guerrilleros, pero sufrieron muchas deserciones y nunca fueron del todo fiables.
La tercera etapa se abrió con el decreto de 8 de febrero de 1810 que significó un nuevo intento de Napoleón de disgregar las provincias del Norte y el descrédito de José por no poder evitarlo; organizó cuatro gobiernos: Cataluña, Aragón, Navarra y Vizcaya con un gobernador en cada uno que reunía todos los poderes, civiles y militares. En Andalucía, Soult como jefe de aquel Ejército ejerció de verdadero virrey.
Para Portugal también preparo un ejército independiente del gobierno español. En mayo añadió otros dos gobiernos: el de Burgos (5° gobierno de España), y el formado por Valladolid, Palencia y Toro (6° gobierno) con un intendente al frente que disponía del mando civil y militar. Al rey José le quedaban las tropas españolas y 15.000 franceses en Castilla la Nueva. Como alternativa, José dividió a España en 38 prefecturas por decreto de 17 de abril, luego subprefecturas y municipalidades, judiciales y eclesiásticas y el 23 de abril 15 divisiones militares. Se trataba de evitar la desmembración de España. Incluso el 18 se planteó la convocatoria de Cortes josefinas en ese año. En realidad obviaban, o pretendían hacerlo, los decretos imperiales.
La cuarta fue la última fase del reinado. Fue en su último año cuando José consiguió el mando absoluto de los ejércitos. Se puso al frente de las tropas francesas ese mismo año de 1810 y dirigió con éxito la ocupación de Andalucía; en 1811, tras pretender abdicar fue nombrado por Napoleón Generalísimo del Ejército de España; en 1812 quiso llegar a un acuerdo con las Cortes de Cádiz, que no logró, y la derrota en la batalla de Arapiles, el 22 de julio, lo llevó a abandonar Madrid. El 10 de agosto evacuó Madrid en dirección a Valencia, con las guerrillas siguiéndolos y flanqueándolos; casi la mitad de los soldados españoles que lo seguían desertaron y se unieron a ellas. Llegaron a Valencia el 31. A partir del 2 de noviembre, cuando retornó a Madrid, desapareció prácticamente el gobierno afrancesado, aunque siguieron los Consejos de Ministros, pero ya no se celebraron Consejos de Estado. José estaba entonces al mando de 86.000 hombres. Por fin, la derrota en la batalla de Vitoria el 13 de junio de 1813 supuso su marcha definitiva de España. En diciembre se firmó el tratado de Valençay por el que Napoleón reconocía a Fernando VII como rey de España, y éste comenzó su viaje de retorno el 13 de marzo de 1814. El año 1815 supuso la derrota de Napoleón en Waterloo y el comienzo de la restauración europea.
Las reformas josefinas
La España josefina fue regida por el Estatuto de Bayona. Elaborado entre el 15 y el 30 de junio de 1808, se aprobó el 8 de julio fuera del territorio nacional, tras la convocatoria de una Asamblea de notables en Bayona para darle algún viso de legitimidad. Se organizó una monarquía hereditaria, donde el Rey es el centro del poder, recogiendo derechos ciudadanos; se mantenían las Cortes estamentales pero se creaba el Senado, sin iniciativa legal; se mantenía también el Consejo de Estado. La tendencia de este sistema constitucional era muy moderada, pero se introducían nuevos principios, como la independencia del poder judicial, aunque no puede hablarse de división de poderes.
Toda su obra legislativa está recogida en el Prontuario de las leyes y decretos, ordenada por Juan Miguel de los Ríos en el Código español del reinado intruso de José Napoleón Bonaparte. Lo primero que hay que advertir es que toda esta labor fue ineficaz por su falta de aplicación.
Los decretos de diciembre de 1808, sin mayor aplicación como el resto, abolieron los derechos feudales, el tribunal de la Inquisición, redujeron el número de conventos, suprimieron las aduanas y registros entre provincias, dejando solo las fronteras nacionales. El 9 de junio de 1809 se decretó la extinción de la Deuda Pública, y asociado a ello, la venta de bienes nacionales en pública subasta por los apremios de la Hacienda. En octubre se ordenó el establecimiento de liceos fijando el cuadro de profesores, más tarde se ordenó crear casas de educación para niñas; escuela de Agricultura y Conservatorio de Artes. En 1811, se creó la Junta Consultiva de Instrucción pública. Pretendió adaptar el Código Napoleónico para unificar la legislación española, pero no se llegó a modificar el régimen civil. Se abolieron las penas infamantes.
La nueva historiografía. Los fundamentos teóricos de la revolución y el nacimiento de la nación
La nueva historiografía
La renovación historiográfica va por el camino de las culturas políticas, la historia de los conceptos y de la historia político-constitucional. Desde la década de 1990, en España se ha producido una importante renovación historiográfica en el estudio del inicio de nuestra contemporaneidad, que la celebración del Bicentenario en 2008 no hizo más que materializar. En esta celebración, sobre lo que más se aportó posiblemente haya sido sobre la memoria y los mitos de la guerra, además de situar la Guerra de la Independencia en el contexto internacional. Pero uno de los temas más conflictivos y de largo trayecto histórico es el de la construcción nacional. El artículo de José Álvarez Junco en 1994 en Studia Histórica, sobre “la Invención de la Guerra de la Independencia”, abrió un amplio campo de análisis y discusión; después, 2001, en su libro Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX desarrolló el tema, y últimamente volvió a incidir en Claves de la Razón Práctica, nº 192, en su artículo “La Guerra de la Independencia y el surgimiento de España como nación”. Observa este autor que el hecho mismo del levantamiento del Dos de Mayo “es la mejor prueba de la existencia de una identidad "española" capaz de movilizar, con rara unanimidad, a las capas populares”. Se discute también el carácter y nombre mismo de la Guerra de la Independencia y de la revolución sobrevenida. Álvarez Junco duda de que El término “guerra de independencia” sea correcto aplicado a los acontecimientos españoles entre 1808 y 1814. Alega el Tratado de Fontainebleau por el cual se garantizaba explícitamente la integridad del territorio español, incluidas las colonias americanas, y se desvinculaba de cualquier monarquía exterior; también cita el decreto por el que Napoleón nombró a su hermano José rey de España y que en su primera cláusula garantizaba la independencia e integridad de sus Estados, como quedó ratificado también por el Estatuto de Bayona. Habría sido no más que un cambio de dinastía y luego una guerra internacional entre las dos grandes potencias del momento: Inglaterra y Francia. Claro que a esta observación le falta el dato de la percepción de los españoles de entonces, en el sentido de que ese cambio de dinastía, que otras veces había sucedido, en esta ocasión era impuesto por una potencia extranjera, revolucionaria, que intentaba exportar las novedades del siglo independientemente de la tradición del lugar en el que actuaba. En este sentido, si tuvo ese carácter de “independencia”, tal y como se percibió desde el principio y que el propio Jovellanos estableció como justificación de la insurrección. Fue ese carácter de rebelión a lo impuesto, y el hecho de que lo impuesto fuera lo novedoso en la cultura política del momento, lo que dio tintes también de guerra civil, como dijo el propio Jovellanos, a aquellos acontecimientos; en este sentido destaca Antonio Elorza el uso del término «independencia» desde los primeros momentos y documentos de la sublevación.
Y aunque tuvo el sentido de la defensa de lo propio y lo tradicional, fue el momento adecuado para adoptar las nuevas formas y culturas políticas que se habían extendido por Occidente y que habían penetrado en España; fue el momento para la revolución, para cambiar radicalmente el modo de gobierno, sociedad y economía del Antiguo Régimen, que fue lo que se materializó en la Constitución de 1812.
Y es que uno de los temas que más discusión produce es la capacidad revolucionaria de la España de 1808. Ya Richard Hocquellet dejó establecido que la justificación de las acciones revolucionarias de las juntas se basaba en la cultura pactista española del XVI que fue evolucionando cuando en el XVIII fueron calando en las élites ilustradas españolas los planteamientos novedosos respectos a los derechos individuales, la crítica al absolutismo y la sociedad estamental; para llegar en la coyuntura apropiada a posturas ya revolucionarias o adaptadas a los tiempos, como diría Jovellanos. La guerra hizo que se produjera esa mutación por vía práctica y rápidamente. Cierto que la masa de población que se sublevó no tenía un proyecto político renovador en sus objetivos, pero si lo tenían las élites; lo que sucedió fue que, una vez surgida la necesidad de autogobernarse, el modo de hacerlo fue definido por las nuevas corrientes y tendencias políticas: ante el vacío dejado por lo antiguo llegó inevitablemente lo nuevo. Fue la necesidad de organizarse para la guerra, la creación de Juntas frente a las instituciones existentes y obedientes al francés, lo que inició un proceso revolucionario que resultó imparable y que fue mucho más allá de lo que el reformismo napoleónico y afrancesado hubieran previsto nunca. Hay que añadir, como ya reconoce alguna bibliografía actual, que la caída de las instituciones tradicionales ocasionó el afloramiento de una protesta social, incluso de la petición de acabar con el gobierno de los ricos, lo que hizo coincidir el proceso con otros de las revoluciones liberales.
El nacimiento de la nación y el estado contemporáneo
Las revoluciones que inician el mundo contemporáneo asociaron el origen del poder, el fundamento de todo su proyecto, a la nación, término que acabó configurando y casi definiendo la nueva época: cada Estado debía gobernar una nación, surgiendo así el Estado-nación. En España es una cuestión de larga trayectoria hasta nuestros días en torno a cuestiones como si España es una nación, cuándo surgió España o qué compone España. Los analistas del tema recuerdan que España procede de la “Hispania” latina, y de la “Iberia” griega, por tanto existió desde la antigüedad como significado geográfico. Fue la situación de España como lugar fronterizo entre cristianos y musulmanes durante siglos lo que probablemente impidió que ese concepto de “España” o “español” pasara de lo geográfico a lo político. Con los Reyes Católicos comenzó a coincidir con lo que hoy conocemos por “España”, produciéndose desde entonces una extraordinaria estabilidad de fronteras.
Justamente la fecha de 1808 pareció un comienzo inmejorable para crear la nación. En estos procesos nada suele ser más efectivo que la “transferencia de sacralidad” de las fiestas y mitos religiosos hacia fiestas cívicas y mitos y héroes civiles o lugares de memoria, entre los que no podían faltar los “padres constituyentes”, fundadores de una nueva nación o de un nuevo régimen político. Los doceañistas fueron conscientes de la fuerza simbólica de ese momento mítico, fundacional, por eso se estableció muy pronto el Dos de Mayo como fiesta nacional, oficialmente por Decreto de las Cortes de 2 de mayo de 1811, anticipándose históricamente al resto de países; se erigieron monumentos a los mártires de aquella sublevación, primer y principal símbolo público de significado político en el siglo, frente a las estatuas de reyes, único legado de la era anterior. La celebración de hecho se produjo desde el mismo año 1808, y la Junta Central sacó a la luz en 1809 el manifiesto del 11 de mayo, salido de la pluma de Quintana y dirigido a las trece Juntas Superiores, en el que se invitó a todos los españoles a conmemorar solemnemente el aniversario de aquellos acontecimientos para el 16 de mayo con un solemne aniversario en todas las parroquias y conventos.
Lo que fue inmediatamente atendido, siendo poco después oficial en todo el país. Ese 16 de mayo la propia Junta acudió a las ceremonias. Se leyeron oraciones fúnebres en Lérida, en Palma de Mallorca o en Cuenca. Al año siguiente, 1810, ya tuvo que celebrarse en Cádiz debido a la ocupación francesa.
El nuevo mito se alimentó de otro gran mito reproducido en esta época: los comuneros, en referencia al recuerdo de la lucha heroica por las antiguas libertades castellanas. Hay que destacar que aunque esta construcción nacional fue precoz frente a otros países, incluida Francia que tardó más y tuvo una vida más agitada, eso no impidió que fuera finalmente menos exitosa; entre otras cosas porque después se perdió, dejó de tener continuidad. Durante más de un siglo se celebró la fiesta nacional del Dos de Mayo con unas ceremonias oficiales destinadas a instaurar un culto cívico anual en un espacio urbano bien definido en el que prender el sentimiento nacional y la construcción simbólica de la nación. El mito y la memoria de esos héroes duraron más allá de las propias celebraciones y de la propia fiesta nacional. Daoíz y Velarde, Manuela Malasaña, Agustina de Aragón, son personajes ya míticos de nuestra historia, como lo son Padilla y Maldonado, los comuneros que se sublevaron contra Carlos V por la libertad de las ciudades castellanas, y que tan recordados fueron en las Cortes de Cádiz.
Sin embargo, las características de la construcción del Estado contemporáneo, que partió de una sublevación no sólo contra los invasores extranjeros sino contra las propias instituciones españolas que los obedecieron, hizo incómoda a la larga la celebración del Dos de Mayo; y es que en aquellas fechas las instituciones se aliaron con el invasor, mientras el pueblo luchó solo, y los héroes fueron fusilados no sólo por los franceses sino por aquellos españoles que los ayudaron a formar los consejos de guerra. Por eso fue resultando cada vez más una fiesta molesta, incómoda, para no recordar.
La nación y sus representaciones, el patriotismo, pasó a ocupar el lugar de la clásica virtud cívica, del bien común. En el mundo liberal donde lo que predomina es el interés individual, la nación quedó como único referente colectivo. Es ya lugar común colocar el decreto de 24 de septiembre como el fundacional de la nación española protagonista de la escena política.
La integridad de la Nación se juró en segundo lugar, el primero lo ocupó “la santa religión católica, apostólica, romana, sin admitir otra alguna en estos Reinos”; sólo en tercer lugar se juró al “amado soberano” y sus “legítimos sucesores”. En este caso, el poder Ejecutivo, el Consejo de Regencia, debía ir a las Cortes a reconocer la soberanía nacional, para lo que se aprobó el ceremonial y se declaró sesión permanente hasta conseguirlo. El objetivo era una acción soberana y un Estado fuerte; éste requeriría en la cultura política de la época una “Monarquía moderada”, ya que la Monarquía garantizaba la unidad y la unidad garantizaba la fuerza. Por eso el federalismo se entendía como algo perjudicial en las “viejas y grandes naciones” y se evitaba que cualquier propuesta se confundiera con él. No fue fácil adaptar la Monarquía a la práctica política. La teoría aceptada desde Locke y divulgada por el continente por los ilustrados, especialmente Montesquieu, parecía clara: había que dividir el poder, que había sido de uno solo y limitar al Rey a uno de los poderes, el Ejecutivo. Eso es lo que trataron de hacer las revoluciones liberales en Europa. Y el primer modelo aplicado fue el revolucionario, de asamblea, más tarde corregido con el modelo de la estabilización, el gobierno parlamentario.