Llegaba la primavera. A pesar de que la nieve ya empezaba a derretirse, el viento helado todavía hacía temblar a los soldados que estaban de guardia. Intentándose calentar frente al fuego, éstos se afanaban en mantener vivas las llamas echando más leña, papeles o cualquier cosa que fuera de utilidad.
El camino al pueblo donde estaban era difícil, lleno de piedras afiladas y duras. Una interminable senda que les separaba del mundo y la civilización, aislados de todo lo que había ocurrido de lo pasado y de lo sufrido, de todo aquello que era necesario olvidar y callar. Los ojos ya estaban secos de lágrimas y de llenos de dolor. No era importante. No era necesario.
El silencio fue roto por la llegada de los camiones. Una fila interminable de vehículos rompió la monotonía del lugar. Los camiones fueron estacionándose y de ellos bajaron más soldados acompañados de prisioneras. Una multitud de personas desfiló por aquel páramo helado. Llamados por el ruido, la gente del pueblo empezó a arremolinarse cerca de los camiones. Los soldados daban gritos y órdenes, empujando y bajando a las prisioneras Envueltos en mantas, la gente observaba en silencio y con temor la escena .... los rostros de las mujeres reflejaban el cansancio y la tristeza. Llevaban varios días de camino y no había nada de comer.
Colocadas en la plaza del pueblo, empezó la tortura. El sonido de las tijeras rompía la monotonía del silencio mientras la plaza se llenaba de pelos y cabello cortado. Los vecinos se fueron aglomerando ante el denigrante espectáculo, gritando a las mujeres cada vez más fuerte. El suelo se llenó de pelo y lágrimas mientras la multitud abucheaba y gritaba, rostros henchidos de rabia y otros llenos de lágrimas que evitaban mirar tan horrible espectáculo.
Lo peor son los domingos, cuando la Plaza del Castillo se llena de gente después de la salida de misa de doce y todos están tomando el aperitivo. Es cuando aprovechaban para pasear en fila a las mujeres que pasaban por rojas, desaliñadas del todo, cortado el pelo al rape y afeitadas las cejas. ¡Hay que ver cómo las insultan y qué cosas no se les dicen! Se veía una gran fila de mujeres con extrañas ropas, y hombres que les gritaban empujándolas. Ninguna tenía pelo, llevaban las cabezas rapadas. Muchas iban vomitando y casi sin poder hablar
Una interminable fila de mujeres que desfilaban en silencio, con miradas gachas y lágrimas secas, viviendo su propio vía crucis, donde la humillación y los gritos estaban a la orden del día. Un eterno paseo, un aviso a viandantes, un recuerdo de quienes vencieron, una advertencia a quien hablara demasiado, una nueva España había nacido.
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