Un día determinado, a una hora concreta de un año específico, el reloj marcó la vida de los ciudadanos quedando retratada en las páginas de la historia de la ciudad. En un caluroso día, sonaron las sirenas de las alarmas antiaéreas. Un sonido repetitivo, duro, discordante. Aquel sonido era más que una señal: era un grito de guerra, un desafío, una queja rabiosa y un lamento. La gente corría despavorida por las calles buscando refugio mientras el cielo se oscurecía bajo las alas de los aviones que descargaban muerte. Las bombas cayendo y las ráfagas de ametralladoras crearon una nueva sinfonía marcada por los llantos y los gritos de aquellos que intentaban huir de la muerte caída del cielo, una melodía complementada por la sirenas y los pasos por el suelo frio en busca de refugio.
Pasado el trágico canto de las sirenas, hubo un silencio neutro en el cielo, pálido y lejano, lleno de amenazas. La ciudad estaba en ruinas tras un breve y eterno momento mientras los llantos volvían a hacer su aparición en un paisaje desolador donde la destrucción y la muerte llenaban las calles regadas con sangre y dolor. La ciudad, antes engalanada de edificios, era un vasto montón de escombros y esperanzas rotas escondidas en refugios antiaéreos. La muerte y la destrucción reinaban donde antes el paisaje estaba lleno de vida.
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