viernes, 22 de noviembre de 2024

SINFONÍA DE UN DÍA CUALQUIERA

El vino la había conducido a ese recuerdo. Marian estaba realmente amargada aquella noche. Procuraba pensar en algunos de los momentos felices de su vida, y lo cierto es que a lo largo de sus veintidós años había vivido situaciones muy intensas, tanto buenas como malas.

Pero lo ocurrido aquella noche de invierno la había marcado fuertemente.

Había esperado durante horas y nadie había aparecido tras la puerta. Desesperada, había cogido dos botellas de vino de reserva y, tumbada en el sillón, pegaba largos tragos, haciendo intentos por obtener un estado de plena ebriedad, o lo que es lo mismo, haciendo esfuerzos por evadirse de las dolorosas circunstancias. No quería pensar en él bajo ningún concepto, lo intentaba de continuo, pero en todos sus recuerdos- en los buenos sobre todo- abundaba su presencia.

No lograba comprenderlo: le había dicho que la quería, lo había demostrado con hechos. Pero no ese día. Habían estado siempre juntos, desde que Marian tenía quince años. Después, sus vidas habían tomado caminos distintos, y solo se veían ocasionalmente. Aunque ella nunca había dejado de quererle: era lo que más amaba en el mundo, desde que lo conocía, y estaba segura de que sus sentimientos eran recíprocos. Seguramente le perdonaría ese desentendimiento por su parte, pero tiempo después. Tenía que hablar con él de algo muy importante, pero la falta de asistencia a la cita sin previo aviso le mostraba a la par un interés insuficiente. Marian presentía que no se trataba de desinterés, pero no sabía que creer.

Pensando y dándole vueltas no lograba encontrar un recuerdo positivo en el que él apareciera. Mientras indagaba en su recuerdo para hallarlo, llamaron al timbre de su apartamento. Marian se sintió ridículamente esperanzada en ese momento. Abrió entonces la puerta y vio tras ella a su amigo Jorge. Su piel y ojos oscuros hacían pensar a todo el mundo su antepasado indígena, y, efectivamente, sus padres eran mejicanos, aunque habían emigrado a estados Unidos antes de su nacimiento. Conservaba un leve acento y el nombre de su padre como marca de su país, y también los rasgos físicos. Aunque su forma de vestir y de pensar en muchos aspectos tenían carácter americano.

-ah, eres tú- saludó Marian con decepción y tono de enfado, entonación con la que hablaba casi siempre.

- si, ¿Qué tal andas?- preguntó Jorge animado, como solía estar normalmente.

- no sé si te habrás dado cuenta, pero estás en la puerta de mi casa y son las tres de la madrugada- el sarcasmo era otra de sus formas de expresión favoritas.

- te estaba llamando pero como no contestaba nadie he decidido venir a hacerte una visita.

-si no tienes nada importante que decirme, ya te puedes ir largando por donde has venido.

- ¡he venido desde mi casa a verte porque estaba preocupado por ti! ¡Pensé que te había pasado algo…
Jorge notó en Marian nerviosismo, algo inusual en ella. Después se dio cuenta de que le estaba taponando la entrada de su casa con su presencia; estaba allí parada, y no sólo le impedía el paso, también le dificultaba una simple ojeada a su apartamento.

Alzó la vista para ver qué ocurría allí dentro que él no era apto de presenciar.

Finalmente dijo.

-Marian, ¿Qué intentas ocultarme?

-¡nada!

-Pues déjame ver quién hay en tu casa.

- La pregunta no es quién, sino qué- contestó con cinismo, otra de sus principales características. Siempre decía la verdad, siempre acompañada de un descaro increíble.

- está bien, ¿Qué es lo que hay en tu apartamento?- preguntó Jorge, ya algo confuso.

- te estoy echando de mi casa, ¿entiendes eso o es que tu materia gris decrece a medida que cumples años?

Antes de que Marian diera un portazo, Jorge consiguió atrancar la puerta con el pie, y la empujó, consiguiendo así entrar en su casa y ver por fin lo que estaba sucediendo allí dentro.

-¡no entres!- le advirtió Marian, aunque ya era demasiado tarde.

Jorge ya había entrado en la casa de su amiga. Se asombró al comprobar su estado: muebles rotos hechos trizas, libros, fotografías y discos esparcidos por el suelo, bebidas alcohólicas desparramadas a lo largo de la tarima flotante… Todo aquello eran señales reconocibles y casi inequívocas de un ataque de histeria.

- ¿Qué te ha pasado, Marian? ¿todo esto lo has hecho tú solita?

- Efectivamente

- No creía que el alcohol diera tantas energías. ¡Tienes la mismísima fuerza de Sansón!- exageró Jorge.

- ¿estás satisfecho por haberlo visto? Si es así, ya puedes irte. Necesito estar sola.

- No quiero dejarte aquí junto a todos estos escombros-observó todo su alrededor- ¿Qué pretendías, redecorar tu casa?

- No estoy de humor. Sólo te permito que te quedes conmigo si me ayudas a limpiar este estropicio- agregó Marian cansada de escuchar a Jorge, cuyas bromas no le producían risa en aquel instante.

- ¡Pero si tienes una señora de la limpieza!

- Quizás sonría si te veo a ti desempeñar su insignificante trabajo.

Jorge decidió irse de la casa de su amiga; si la antipatía de Marian era abundante cada día desde que la conocía, supo que precisamente esa noche había incrementado notablemente debido a algún hecho desconocido para él. Se fue de allí sin decir adiós, tan preocupado como enfadado.

Marian se quedó de nuevo en su casa, tan abochornada como antes, e incluso más. Casi le daba lo mismo que Jorge se hubiese molestado en desplazarse desde tan lejos para preguntarle en persona lo que la pasaba, porque no solía agradecer a nadie lo que hacían por ella, ni tampoco “sentirse mal” por “hacer sentir mal”. La culpabilidad en estos casos se veía remplazad por más rabia.

La rabia recién intensificada, le hizo tomar más vino, lo que le llevó a golpear los muebles que aun quedaban en pie con una silla en mal estado, consiguiendo tan solo arañarlos. Decidió coger una guitarra y romperla junto a los pesados muebles que atizaba con ira y fuerza. Sin embargo, podía asegurar que nadie más que Jorge se había percatado del escándalo.

El piso de Marian estaba insonorizado, fuera del alcance de todo ruido externo. La mayoría de sus vecinos no se encontraban casi nunca en sus casas, solo las utilizaban como viviendas vacacionales. Pero aun así, había insonorizado el piso por precaución. Lo que pretendía ella con esa instalación era evitar interrupciones cuando trabajaba. Le gustaba sentirse completamente aislada de todo lo que la rodeaba, y no admitía interrupciones de ningún tipo. No quería tampoco que nadie escuchara su música antes de publicarla, e inventaba todo tipo de artimañas con la finalidad de que nadie escuchara ni una sola nota antes de terminar cualquiera de sus obras, hasta las que ella misma consideraba “menos buenas” y nunca salían a la luz. Por eso, por sus ocasionales ataques de histeria y por las discusiones casi habituales que se producían en su apartamento lo había insonorizado.

Estaba segura de que a pesar de haber destruido su hogar, nadie se había percatado de ello quitando a Jorge. No había nadie en el edificio, y Jorge no llamaría a la policía aunque estuviese enfadado con ella, así que ahora se encontraba fuera de peligro y con un montón de basura acorralándola. Era consciente de que salir a tomar el aire, ir a dar un paseo o hacer ejercicio en momentos de irritación o estrés era menos nocivo que destruir su casa y tener que pagar después todos los daños causados por sí misma, pero no podía evitar sentirse mal y hacer esa locura.

Aunque lo cierto es que podía permitírselo.

Marian nunca había llegado a ser una música de mucho prestigio, pero ella era consciente de que en su interior había una rareza semejante a un don, habitaba un genio, una bestia en potencia que aun pocas bésese había exteriorizado.

El dinero que había conseguido gracias a su carrera musical no era una suma pequeña, pero no había logrado atesorar millones a través de su pasión. Su éxito fue demasiado pasajero, le sirvió para embolsarse quizás algo más de un millón de dólares, que es una buena cifra para el poco tiempo que trabajó en cámaras y teatros.

En su momento fue contratada para participar en conciertos importantes, e incluso en una ocasión la dejaron destacarse con un increíble solo de violín delante de cientos de personas.

Pero el problema no era ese.

No muchos profesionales habían admitido su vena artística, no muchos habían considerado que saber tocar un instrumento a la perfección en apenas una semana de práctica era un don, sin más objeciones. Y esa falta de reconocimiento solía ocurrir por el escepticismo que mostraba gran número de profesionales frente a la verdad de unos hechos difíciles de creer.

Marian pensaba en todo esto en ese instante, después de haber conseguido llegar costosamente a su habitación. Consiguió recrear en su cabeza otro buen momento de su vida, quizá uno de los más gratificantes de cuantos podía recordar. Trataba de guardarlo en su memoria con la máxima frescura, para conservarlo sin deterioros durante el mayor tiempo posible. También ubicaba este recuerdo a sus quince años.

Estaba en el conservatorio. Ya había tomado dos clases de piano los días previos a ese. Aun así, el profesor que la enseñaba, rígido, estirado y severo, un tal Brian Huston, mostraba perplejidad ante los avances de su nueva alumna. No había visto nunca nada tan asombrosos. ¿Cómo podía esa joven que según ella era la tercera clase de piano que tomaba en la vida, tocar como un pianista con todos los estudios terminados?

Evidentemente, Brian no creía que esa chica hubiera comenzado a tocar hacía tan solo dos días, eso era imposible y no tenía ningún sentido, lo tenía muy claro. Era de sentido común, y especialmente a él le resultaba irrestiblemente cierto.

Es que incluso aunque hubiese comenzado a tocar desde una edad temprana, desde la niñez, como la mayoría de las personas que se dedicaban al piano, no podría tocarlo tan bien. Tantos años en la profesión le impedían opinar otra cosa.

Lo que tocaba Marian era música francamente profunda, combinaba grandes dosis de sentimiento y personalidad. Por supuesto lo que le enseñaba él le venía pequeño, le resultaba innecesario, puesto que al parecer ya lo sabía todo. Aunque lo que sí que trataba de explicarle el profesor más a fondo (y en ello se emplearían más a fondo los días posteriores) era la escritura de la música. La muchacha escuchaba una melodía y la imitaba a la perfección, pero sin embargo una partitura le resultaba ininteligible. Esto extrañó mucho al profesor, que no podía comprender cómo Marian, habiendo cursado previamente clases de piano avanzadas, según sus suposiciones, no sabía leer las notas, de hecho, no conocía las nociones básicas de solfeo.

Las incoherencias que se planteaba Brain rondaban por su cerebro de tal forma que acabó sintiéndose rabioso y confuso. Decidió comentarlas con su eficiente alumna.

-Hagamos un descanso, señorita Turner.

Marian obedeció de inmediato. Por aquél entonces, sentía un enorme respeto por sus mayores, especialmente hacia sus profesores. Esta cualidad de su personalidad se había visto modificada a lo largo de los años de forma drástica, Marian hablaba faltando al respeto a casi todo el mundo.

-Bien, quería comentarle, o mejor dicho, que me comentase usted, algunas de las conductas contradictorias que he estado observando en su aprendizaje- dijo el profesor, con pretenciosa educación.

-Pregunte, por favor

-No es posible que usted haya recibido clases a lo largo de varios años, y que sin embargo no sepa leer ni una sola nota de mis partituras, que creo que están claramente escritas, ausentes de error.

-Profesor, cada vez que hace alusión a los estudios que no tengo, y que usted da por hecho que si tengo, no me queda otro remedio que renegarlo y decirle que yo nunca antes en mi vida he tomado clases. Esa es la verdad, no le miento.

-Señorita Turner, no puedo creerla. Puede que no haya ido a ninguna escuela, pero no me niegue que algún familiar suyo con estudios musicales no le ha impartido clases de piano- argumentó el profesor, un tanto enojado.

-No señor, le repito que no. Tiene la prueba en que soy huérfana de padre y madre desde hace seis años. Nunca me enseñaron a tocar, tenían trabajos muy humildes. Mi padre adoptivo no tiene ningún estudio musical, por lo tanto tampoco me ha podido enseñar nada. Lo que ocurre es que tengo un oído desarrollado para el arte de la música, creo que todos mis sentidos llegan al éxtasis cuando toco el piano y…

-¡Basta!-saltó el profesor, cansado de sus extrañas explicaciones- si usted lo que tiene es un don, ¡demuéstrelo! Mire, el piano es uno de los instrumentos más complicados de tocar. Pruebe con el violín, que tampoco se queda atrás- señaló un violín situado en el centro del aula-, ¡y de paso coja los instrumentos de la sala y tóquelos también! ¿O es que ese don genuino sólo funciona con el piano?

Marian tomó ese reto con gusto. Brain Huston se estaba mofando de sus capacidades, y ella lo sabía. Pero si conseguía demostrar la certeza de que con sus escasas nociones de música sabía crear composiciones hermosas a la par de complejas, y que además hasta el momento toda su música había sido improvisada, conseguiría una valoración magnífica, y la cara estupefacta del profesor.

En lo que no se había equivocado el profesor era en la manera de demostrar su don, pero la seguridad en sí misma de Marian la había evitado dudar sobre si era capaz de realizar semejante hazaña.

Por ello, cogió una guitarra y comenzó a afinarla con torpeza. Brian soltó una risotada, pero ella parecía no haberle oído, y era cierto que no le oía. Ya había entrado en su ensimismamiento.

La risa se vio frenada cuando Marian comenzó a tocar la guitarra: sabía todos los acordes, sabía combinarlos y acompasarlos, sabía tocar solos de guitarra asombrosamente hábiles y rápidos.

Aún en ese extraño estado de abstracción, fue hacia su derecha y cogió una flauta travesera que se encontraba desenfundada, e intentó tocarla como una flauta dulce, hacia el frente. Luego se dio cuenta de que debía acomodársela hacia el lado izquierdo, y enseguida supo cuáles eran los agujeros que debía taponar y cuáles de ellos dejar libres; muy pronto tocó sin desafinar ni una sola vez, también sabía acordes, hasta que después de algo más de un minuto sabía manejarse tan bien con ese instrumento precios y brillante que consiguió realizar maravillas sonoras.

Pero lo que más fascinación causó al profesor de su estupenda exhibición fue su forma de tocar el violín. Con ese instrumento desafinó con creces en un principio, pero más tarde fue superando sus incorrecciones, poco a poco, hasta que las cuerdas parecieron pronunciar la llegada del cielo y el violín parte de ella misma. Es música cada vez llegaba más lejos, se infiltraba en el alma no solo de Marian, sino también en la de Brian, consiguiendo estremecerle hasta el llanto.

Marian dejó de tocar, y como recién salida de un profundo sueño, observó que el profesor, sentado en una silla acolchada, lloraba con terrible pena, lo mismo que por la muerte de un ser querido. Él no parecía haberse alejado del estremecimiento que le inspiraba su fogosa melodía. Marian no sabía si acercarse a él y preguntarle lo que le ocurría, aunque su vacilación se vio resuelta con fugacidad.

-Turner, tú…eres, eres increíble. Desde luego no sé si mentirás o hablarás con franqueza, ¡pero es innegable que tienes un don!

Marian se separó de este recuerdo al mismo tiempo que tuvo una idea, una idea que más bien fue un acto inconsciente; se dirigió hacia el piano de su habitación, situado al lado de una ventana que transmitía unas preciosas vistas al mar fundido en la noche, y se dispuso a tocar con timidez una tecla de azar. Después, una tecla tras otra.

Acto seguido, se sentó en su taburete de madera y comenzó una canción ligera, suave, sin cambios de tono, sosegada, limpia, y como todas sus melodías, sin error alguno. Aunque tal vez fueron dos elementos los más llamativos.

El primero, nunca había compuesto algo tan sublime, jamás, esa melodía podía compararse con las creadas por los grandes genios de la música de toda la historia.

El segundo, estaba tocándola mientras dormía.

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