viernes, 14 de junio de 2013

HISTORIAS DE LA MAR

La ciudad estaba dormida. La noche reinaba en toda la urbe, creando una atmósfera de paz y tranquilidad. Todo estaba en silencio, roto únicamente por el ulular del viento por los viejos barcos de pesca y el graznido de las gaviotas.

La gente de los alrededores y de los pueblos cercanos murmuraba mucho entre sí, pero decía muy poco a los forasteros. Hacía casi un siglo que hablaban entre ellos del pequeño puerto marítimo alejado de la civilización , y nada de lo que sucediese podría ser más descabellado o más espantoso que lo que años antes se había rumoreado o insinuado. Habían ocurrido cosas que les habían enseñado a mostrarse reservados, y ya no hacía falta presionarlos. Además, en realidad sabían muy poco; ya que unas extensas marismas, solitarias y despobladas, mantenían a los vecinos alejados de por la parte que mira hacia tierra.

Existía en la ciudad una pequeña taberna cercana al puerto. No era gran cosa en comparación con las tabernas de los  puertos de otras ciudades, más lujosos y acogedores para barcos y navegantes. Simplemente era un edificio más del puerto, pero resaltaba por el dibujo de un dragón marino en la puerta de color verde. El dragón era de color plateado. La luz de la luna se reflejaba en las escamas del dibujo, haciendo que éste brillase, pareciendo un cuchillo afilado que rasgaba la oscuridad de la noche.
Aquel era, sin duda, un lugar especial, donde sólo se encontraba el mejor vino de toda la ciudad y donde se hallaban alojada gente privilegiada, que poseía ricos negocios y se dedicaban al comercio marítimo.

Una sombra había estado observando la taberna desde la oscuridad. La noche era tan oscura que no permitía verle el rostro, pero sus grandes ojos negros relucían como el ónix .

La sombra se dirigió con paso veloz a la taberna. Se la podía oír jadear por el cansancio y la fatiga, y también por el ruido que generaban las pisadas de sus pesadas botas al  chapotear el lodo que cubría las piedras de las calzadas del puerto.

Llegó a la puerta de la taberna, y tomó aire. Resopló, con desdén. Respiraba rápidamente y jadeaba. Cuando notó que su cuerpo respondía mejor a las órdenes de su cerebro, abrió la pesada puerta, que separaba el ambiente monótono del exterior y el jolgorio de la taberna, y entró.

Dentro, el ambiente era agradable y festivo. La cerveza y el vino corrían de boca en boca, que, junto a la musiquilla de los violines y las flautas, generaba un ambiente de embriaguez y borrachera. Había varios clientes. La mayoría, marineros. Sus rostros reflejaban el cansancio después de un largo día de faena, disimulados por el alcohol de la bebida y el jolgorio ahí creado.

Desde fuera, se podía oír el bullicio de la gente, que bebía y disfrutaba de un agradable descanso, después de la pesca y las faenas del mar.

La luz en el interior de la taberna permitió vislumbrar la extraña silueta de la sombra, dando a conocer una figura masculina. Era un hombre de constitución fuerte, con una larga barba negra, el pelo liso y oscuro, con unos ojos verdes brillantes como esmeraldas, vestido con un traje negro ajustado y con capucha, que marcaba su ancha espalda y todos sus músculos.

El hombre se dirigió al mostrador. La música había dejado de sonar. El posadero se quedó mudo, al igual que el resto de la gente, que se preguntaba por el extraño personaje que acaba de aparecer. Recuperado del susto, el posadero se dirigió al resto de la gente y estalló en carcajadas.

La gente se empezó a reír también, y, en pocos segundos, había retronado el ambiente de fiesta en la taberna.

El extraño, sin quitarse la capucha, pudo observar claramente al posadero. Era un hombre cerbatana, de constitución delgada, seco de carnes, excepto su larga nariz y la barba negra como el carbón y muy poblada, como si de un bosque de robles se tratara. Sus ojos de halcón  le permitían observar con detenimiento toda la taberna. Pero, en ese momento, su mirada se dirigía al extraño personaje que acaba de entrar en ella.

El extraño se sentó en un taburete junto a una mesa de sólido roble. El posadero se dirigió para pedirle nota.
-          Buenas noches tenga Vuestra Merced- saludó.
-          Buenas noches- respondió escuetamente. Su voz era grave y profunda, parecida a la hablada por los bárbaros del Este.
-          ¿Queréis tomar algo?- preguntó el tabernero.
-          Una jarra de cerveza- ordenó.
El posadero se dirigió al mostrador para abrir un gran barril de cerveza, que estaba detrás de él. Cogió una jarra de madera, revestida de hierro, y vertió la cerveza en ella hasta llenarla  por completo.

El desconocido sacó una pipa del bolsillo y empezó a fumar. Las nubes generadas por el tabaco se diluían en la taberna con el ruido de los marineros, la música y la cerveza que rondaba de boca en boca y ensuciaba el suelo de la taberna. 

Poco después, el posadero llegó con la gran jarra de cerveza. Llevaba, también, un plato con pescado fresco.

El desconocido hizo un amago de sonrisa y empezó a comer despacio, sin prisa pero sin pausa. El posadero seguía mirándolo, comiéndose la cabeza de quién era ese extraño que estaba en su taberna, comiendo y bebiendo tranquilamente.

Cuando el desconocido terminó de comer, hizo un gesto imperativo al posadero.

Éste dejó sus quehaceres y se dirigió rápidamente a su mesa.

-          ¿ Vuestra Merced necesita dónde alojarse?- preguntó
-          Sí- respondió el desconocido, secamente.
-          Pues aquí- prosiguió el posadero- tiene cama y comida por cuatro monedas. Si queréis algo más, no dudéis en pedírmelo.

El hombre sacó de su bolsillo una pequeña bolsilla de tela y le entregó las cuatro monedas correspondientes.

El posadero se lo agradeció, pero le surgieron varias dudas y preguntas sobre este extraño personaje que se hospedaba en su taberna.
....

El desconocido suspiró. Los rumores sobre el pueblo volvieron a su mente: viandantes y viajeros que aseguraban que en el puerto se oían ruidos la mar de raros, distintos a los habituales. Según decían, los ruinosos cobertizos de los muelles que había al norte del río se comunicaban entre sí mediante túneles secretos, formando así una verdadera madriguera de monstruosidades ocultas. Era imposible saber qué clase de sangre extranjera tenían esos seres, si es que la tenían. A veces mantenían ocultos a los tipos más expresamente repulsivos cuando venían a la ciudad representantes del Gobierno u otros forasteros.

Podría ser verdad.  Muchas ciudades esconden en sus entrañas miles de historias pasadas, los subterráneos y túneles de debajo de las ciudades ocultan misterios, algunos de ellos aún sin resolver. 

Debajo del bullicio del puerto, absortos en su trabajo e ignorantes de la fiesta tabernaria, un pequeño grupo de personas se afana en abrirse paso entre la tierra y las rocas. Alternándose en turnos seguidos de cuatro horas, el pequeño grupo hacía avanzar la excavación veinte centímetros diariamente. Hubieran podido avanzar más rápido, pero la capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que fuera notada. 

Habían dejado a compañeros en el camino pero su afán de libertad pesaba más que la pena por su pérdida. Muchos ya no sabían por qué estaban ahí, solo la idea de ver de nuevo la luz del sol les mantenía cuerdos y les animaba a no desfallecer. Sus esperanzas y desalientos. Su congoja callosa, pero aún sensitiva. Su sed, el hambre, los dolores, el hedor, su odio encendido en la sangre, en los ojos, eran manifestaciones de que seguían vivos y que su meta todavía no había sido alcanzada.

No le quedaba otro recurso que cavar hacia adelante con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Un atisbo de luz apareció. Las calles estaban desiertas, donde almacenes de piedra y ladrillo vigilaban en excelente estado de conservación.  No vieron a ningún ser vivo, a excepción de los dispersos pescadores que se hallaban en el lejano rompeolas, y no oyeron sonido alguno salvo el chapoteo de la marea en el puerto, y el estruendo de las cascadas.


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